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Boris Vian: El otoño en Pekín

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Boris Vian El otoño en Pekín

El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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El conductor arrancó, ya había sentido la tracción del bramante rosa atado a su oreja.

Amadís consultó su reloj y exclamó «¡Uf!» con el objeto de que las agujas retrocediesen, pero únicamente el segundero comenzó a girar a la inversa, mientras las otras continuaron en el mismo sentido, lo cual no cambiaba nada. Se encontraba parado en medio de la calle y contemplaba cómo desaparecía el 975, cuando llegó un tercero y su parachoques le alcanzó justo en las nalgas. Cayó, el conductor avanzó hasta colocarse exactamente sobre él y abrió la espita del agua caliente, que regó el cuello de Amadís. Mientras tanto, las dos personas que tenían los números siguientes al suyo subieron y, cuando se levantó, el 975 se alejaba ya. El cuello se le había enrojecido y Amadís experimentaba una gran cólera; con toda seguridad, llegaría con retraso. Llegaron, entretanto, otras cuatro personas, que se suministraron sus números de espera dándole a la oportuna palanca. La quinta, un joven gordo, recibió, como extra, el chorrito de perfume que la Compañía ofrecía de regalo cada cien personas; salió corriendo y aullando, ya que se trataba de alcohol casi puro, lo cual en un ojo siempre duele mucho. Un 975, que pasaba en la otra dirección, lo destripó obsequiosamente, a fin de poner término a sus sufrimientos, lo que permitió descubrir que acababa de comer fresas.

Se detuvo un cuarto autobús con algunas plazas libres y una mujer, que había llegado mucho después que Amadís, enseñó su número. El cobrador llamó a gritos:

– ¡El un millón quinientos seis mil novecientos tres!

– ¡Yo tengo el novecientos!

– Perfecto -dijo el cobrador-. Y ¿el uno y el dos?

– Yo tengo el cuatro -dijo un señor.

– Nosotros tenemos el cinco y el seis -dijeron los otros dos.

Amadís había subido ya, pero el cobrador le agarró por el cuello.

– Lo ha cogido del suelo, ¿eh? ¡Bájese!

– ¡Nosotros lo hemos visto! -chillaron tos otros-. Estaba debajo del autobús.

El cobrador hinchó el pecho y arrojó a Amadís fuera de la plataforma, atravesándole con una mirada de desprecio el hombro izquierdo. Amadís se puso a dar saltos de dolor. Las cuatro personas subieron y el autobús se fue, encogiéndose, ya que se sentía un poco avergonzado.

El quinto pasó completo y todos los viajeros sacaron la lengua a Amadís y a los demás que allí esperaban. Incluso, el cobrador le escupió, pero sin saber aprovechar la velocidad, por lo que el gargajo no llegó a caer a tierra. Amadís, de un papirotazo, intentó espachurrarlo al vuelo, pero se le escapó. Sudaba, porque todo aquello le había enfurecido auténtica y terriblemente y, después de haber fracasado con el sexto y con el séptimo, decidió ponerse a andar. Intentaría coger uno en la parada siguiente, donde habitualmente descendían más pasajeros.

Partió andando expresamente atravesado, para que se viese bien que estaba furioso. Tenía que recorrer cerca de cuatrocientos metros y, mientras tanto, lo adelantaron algunos 975, casi vacíos. Cuando, por fin, alcanzó la tienda de color verde, diez metros antes de la parada, desembocaron, justo delante de él, siete curas jóvenes y doce escolares, que portaban oriflamas idolátricas y cintas de diversos colores. Formaron ante el poste de la parada y los curas colocaron dos lanzahostias en batería, a fin de quitar a los peatones cualquier deseo de tomar el 975. Amadís Dudu trató de recordar la consigna, pero habían transcurrido un montón de años desde la catequesis y no pudo encontrar las palabras. Intentó aproximarse andando de espaldas y en la espalda recibió una hostia enroscada, que había sido lanzada con tal fuerza que le cortó la respiración y le hizo toser. Los curas, riendo, trajinaban en torno a los lanzahostias, que escupían proyectiles sin pausa. Llegaron dos 975 y los chavales ocuparon casi todas las plazas libres. En el segundo autobús, en el que aún sobraban algunas, uno de los curas permaneció en la plataforma y le impidió subir; al darse la vuelta para coger un número de espera, seis personas esperaban ya. Se sintió desalentado. No obstante, corrió a toda velocidad hasta la siguiente parada. A lo lejos, distinguía la parte trasera del 975 y los haces de chispas, pero tuvo que arrojarse cuerpo a tierra, porque un cura le apuntaba con un lanzahostias. Oyó pasar la hostia, rasgando el aire, sobre su cabeza.

Amadís se puso en pie completamente lleno de manchas. Titubeó, casi dispuesto a no presentarse en su oficina en semejante estado de suciedad, pero ¿qué diría el reloj controlador? Sintió molestias en el sartorio del muslo derecho y trató de clavarse un alfiler en la mejilla para quitarse el dolor; el estudio de la acupuntura, en las obras del doctor Borceguí de Moribundo, constituía uno de sus pasatiempos; desgraciadamente, no apuntó bien y se curó de una nefritis de pantorrilla que todavía no había atrapado. Todo lo cual le retrasó y, cuando llegó a la parada siguiente, encontró a muchas más personas aún que en la anterior, formando un muro hostil alrededor de la caja de los números de espera.

Amadís Dudu permaneció a una distancia respetuosa y aprovechó esos instantes de tranquilidad para intentar razonar sosegadamente:

– Por una parte, si seguía avanzando hasta la próxima parada, ya no valdría la pena coger el autobús, puesto que iría con tal retraso que…

– Por otra parte, si retrocedía, volvería a encontrar curas.

– Por último, quería coger el autobús.

Amadís rió sardónicamente, porque, a fin de no violentar nada, había eludido adrede cualquier razonamiento lógico. Volvió a emprender camino hacia la parada siguiente. Ahora andaba todavía más atravesado que antes y resultaba evidente que su cólera había continuado desarrollándose.

El 975 le zumbó en la oreja en el momento en que alcanzaba casi el poste de la parada, donde no había nadie esperando, y aunque Amadís levantó el brazo resultó demasiado tarde; el conductor ni le distinguió y rebasó la placa metálica indicadora, pisando alegremente el acelerador.

– ¡A la mierda! -dijo Amadís Dudu.

– Verdaderamente -corroboró un señor, que apareció en ese instante tras él.

– ¡No me dirá usted que no lo hacen intencionadamente! -prosiguió Amadís, indignado.

– ¿Cómo, cómo? -dijo el hombre-. ¿Es que insinúa que lo hacen a propósito?

– ¡Estoy convencido! -dijo Amadís.

– ¿En el fondo de su corazón? -preguntó el señor.

– Con toda mi alma y conciencia.

– ¿Se atrevería a jurarlo?

– Por supuesto, ¡maldita sea! -dijo Amadís-. ¡No te jode el borrico este! ¡Sí, claro que lo juraría! Y, encima, ¡a la mierda!

– ¿Jura usted, por tanto? -dijo el señor.

– ¡Lo juro! -exclamó Amadís, escupiendo en la mano que el señor acercaba a sus labios.

– ¡Gorrino! Usted ha insultado al conductor del 975 y yo le pongo una multa.

– Ah, ¿conque sí? -dijo Amadís.

El chivato no parecía un alfeñique.

– Está usted hablando con una autoridad -y giró la visera de su gorra, que hasta entonces la había llevado puesta al revés.

Era un inspector del 975. Amadís lanzó rápidas miradas a izquierda y derecha y, al oír el característico ruido, saltó a un nuevo 975, que pasaba por su lado. De tal manera cayó que atravesó la plataforma trasera y se hundió varios decímetros en la calzada. Tuvo justo el tiempo de agachar la cabeza y la parte trasera se la sobrevoló durante una fracción de segundo. El inspector lo extirpó del agujero y le hizo pagar la multa. Durante ese tiempo, perdió otros dos autobuses, visto lo cual, se lanzó hacia la parada siguiente; y todo esto, que parece anormal, sin embargo es anormal.

Llegó sin tropiezos, pero se percató de que su oficina no estaba a más de trescientos metros; coger un autobús para eso…

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