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Boris Vian: El otoño en Pekín

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Boris Vian El otoño en Pekín

El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Fuera, había la opaca claridad de una mañana invernal. Claude Léon exhaló un suspiro y sus pies buscaron las pantuflas sobre la alfombrilla. Se puso en pie con esfuerzo. El sueño se resistía a escapar de sus poros dilatados, produciendo un blando ruidito, como un ratón que sueña. Desde la puerta y antes de darle al interruptor, se volvió hacia el armario. La víspera había apagado la luz bruscamente, en el instante exacto en que hacía una mueca ante el espejo, y ahora quería volverla a ver, antes de ir a la oficina. Encendió de golpe. Su rostro de la noche anterior estaba aún allí. Rió estentóreamente al contemplarlo; después, el rostro es esfumó a la luz de la bombilla y el espejo reflejó al Claude del nuevo día, a quien volvió la espalda para irse a afeitar. Siempre se apresuraba, para llegar a la oficina antes que su jefe.

2

Por suerte, vivía muy cerca de la Empresa. Por suerte, en invierno. En verano, quedaba demasiado cerca. Tenía que recorrer exactamente trescientos metros por la avenida Jacques Lemarchand, inspector de contribuciones desde 1857 a 1870, heroico defensor, completamente solo, de una barricada frente a los prusianos. En resumidas cuentas, los prusianos acabaron tomándola ya que llegaron por el otro lado; el pobre Jacques arrinconado contra su barricada, demasiado alta e inescalable, se disparó con su fusil de chispa dos balas en la boca y el culatazo, por añadidura, le arrancó el brazo derecho. A Claude Léon le interesaba enormemente la historia local y en un cajón de su mesa de la oficina tenía escondidas las obras completas del Doctor Cabanés, encuadernadas en tela negra, con aspecto de libros de contabilidad.

A causa del frío, pedazos de hielo rojo crujían en los bordillos de las aceras y las mujeres encogían las piernas bajo sus cortas faldas de fustán. Claude, al pasar, dijo buenos días al portero y se aproximó tímidamente al ascensor marca Rubicundo-Conciliabuldozer, ante cuya verja esperaban ya tres mecanógrafas y un contable a los que saludó con gesto reservado y colectivo.

3

– Buenos días, Léon -dijo su jefe, abriendo la puerta.

Claude se sobresaltó e hizo un gran borrón.

– Buenos días, señor Saknussem -balbució.

– ¡Torpe! -gruñó el jefe-. ¡Siempre con borrones!

– Perdóneme, señor Saknussem -dijo Claude-, pero…

– ¡Bórrelo!

Claude se inclinó sobre el borrón y se puso a lamerlo aplicadamente. La tinta estaba rancia y olía a foca.

Saknussem parecía encontrarse de muy buen humor.

– ¿Ha visto usted los periódicos? Los conformistas nos la están preparando buena, ¿no?

– ¿Eh…? Sí…, sí, señor -murmuró Claude.

– Esos cerdos… Ha llegado el momento de espabilarse… Como usted sabe, están todos armados.

– Oh… -dijo Claude.

– Claramente se vio durante el Liberacionamiento. Llevaban armas para llenar camiones. Y, naturalmente, las personas decentes, como usted o como yo, no tenemos armas.

– Muy cierto.

– Usted, ¿no tiene?

– No, señor Saknussem.

– ¿Podría usted agenciarme un revólver? -preguntó Saknussem a quemarropa.

– Es que… -dijo Claude-. Quizás el cuñado de la señora que me alquila la habitación… No sé…

– Perfecto -dijo su jefe-. Cuento con usted, ¿eh? Que tampoco resulte demasiado caro; y con cartuchos, eh. Esos cerdos conformistas… No queda más remedio que ser precavido, ¿eh?

– Indudablemente -dijo Claude.

– Gracias, Léon. Cuento con usted. ¿Cuánto podrá traérmelo?

– Tengo que preguntar.

– Por supuesto. Tómese el tiempo que necesite. Si quiere salir un poco antes…

– Oh, no. No merece la pena.

– Perfectamente. Y, por otra parte, cuidado con los borrones, eh. Preocúpese de su trabajo. Qué diablos, no se le paga para no hacer nada…

– Tendré cuidado, señor Saknussem -prometió Claude.

– Y llegue a su hora -concluyó el jefe-. Ayer llegó usted con seis minutos de retraso.

– Sin embargo, estaba aquí nueve minutos antes… -dijo Claude.

– Sí -dijo Saknussem-, pero habitualmente llega usted con un cuarto de hora de adelanto.

Salió del despacho, cerrando la puerta. Claude, muy inquieto, cogió de nuevo la pluma. Como le temblaban las manos, hizo un segundo borrón. Enorme. Parecía un rostro burlón y sabía a petróleo rastrero.

4

Acababa de comer. El trozo de queso, que había sobrado, bullía perezosamente en el plato malva con agujeros malvas. Claude se sirvió, para terminar, un vaso lleno de agua de litina, sabor caramelo, y la oyó bajar a lo largo de su esófago. Las burbujas, que ascendían contra corriente, producían un ruido metálico al estallar en su faringe. Se levantó para responder al timbrazo, que acababan de arrearle a la puerta. Era el cuñado de la señora que le alquilaba la habitación.

– Buenos días, señor -dijo este hombre, cuya sonrisa honesta y pelo rojo denunciaban sus orígenes cartagineses.

– Buenos días, señor -contestó Claude.

– Le traigo la cosa -dijo el hombre, que se llamaba Guan.

– Ah, sí -dijo Claude-. El…

– Esto -dijo Guan y lo sacó del bolsillo.

Se trataba de un bonito igualizador de diez disparos, de la marca Walter, modelo ppk, con un cargador, cuyo extremo inferior, guarnecido de ebonita, encajaba exactamente entre esas dos placas estriadas donde se pone la mano.

– Buena fabricación -dijo Claude.

– Cañón fijo -dijo el otro-. Gran precisión.

– Sí -dijo Claude-. Cómoda puntería.

– Muy empuñable -dijo Guan.

– Arma bien concebida -dijo Claude, apuntando a un tiesto, que se apartó de la línea de tiro.

– Excelente arma -dijo Guan-. Tres mil quinientos.

– Resulta un poco cara. No es para mí. Creo, por supuesto, que los vale, pero la persona que me lo ha encargado no quiere pasar de los tres mil.

– No se lo puedo dejar en menos. Es lo que a mí me cuesta.

– Lo comprendo muy bien. Pero es muy caro.

– No es caro -dijo Guan.

– Bueno, quiero decir que las armas son siempre caras.

– Ah, eso, desde luego. Pero una pistola como ésta no es fácil de encontrar.

– Muy cierto -dijo Claude.

– Último precio, tres mil quinientos -dijo Guan.

Saknussem no subiría de los tres mil. Ahorrándose unas medias suelas, Claude podía poner quinientos francos de su bolsillo.

– Dejará de nevar quizá -dijo Claude.

– Quizá -dijo Guan.

– Uno puede pasar sin echarle medias suelas a los zapatos.

– Incluso. Y eso que estamos en invierno. Por el mismo precio le doy otro cargador.

– Es usted muy amable -dijo Claude.

Comería un poco menos durante cinco o seis días, con lo cual recuperaría los quinientos francos. Podría ser que Saknussem, por casualidad, se enterase.

– Le quedo muy agradecido -dijo Guan.

– Soy yo quien le queda -dijo Claude, acompañándolo a la puerta.

– Ha comprado usted un arma excelente -concluyó Guan; y se marchó.

– No es para mí -le recordó Claude, pero el otro bajaba ya la escalera.

Claude cerró la puerta y volvió junto a la mesa. El igualizador, negro y frío, todavía no había dicho nada; reposaba pesadamente cerca del queso, que, horrorizado, se alejaba a toda velocidad, sin atreverse, no obstante, a abandonar su plato nutricio. El corazón de Claude latía un poco más de lo corriente. Cogió aquel triste objeto y lo manoseó. Allí, entre las cuatro paredes, se sentía fuerte hasta la punta de los dedos. Pero sería preciso salir y llevárselo a Saknussem.

Y estaba prohibido llevar un revólver encima por la calle. Lo volvió a dejar sobre la mesa y, en el silencio, aguzó el oído, preguntándose si los vecinos no habrían escuchado su conversación con Guan.

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