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Boris Vian: El otoño en Pekín

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Boris Vian El otoño en Pekín

El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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Como del silogismo literario no se ha de inferir necesariamente una conclusión, lo curioso de esa «peculiaridad» de la escritura de Vian es que correspondía con alguna exactitud a los presupuestos estilísticos y al gusto de aquella década de los 40. La escritura de Vian fue acorde, demasiado acorde, con la recurrente moda estilística que rechaza la escritura elaborada y propugna la -supuesta- autenticidad de la escritura espontánea, descuidada. Pues ni aun así… La explicación, según cánones formales, de la desatención por estas novelas no explica nada e, incluso, lo que hace es espesar la intriga. Pero, modas aparte, lo evidente es que Vian murió a los treinta y nueve años. Lo matase el proverbial desprecio por la letra impresa de la gente del cine, su curiosidad o su corazón, la leyenda narra que siempre tuvo la certidumbre de que no llegaría a cumplir los cuarenta años.

– Desde el trampolín de la ambigüedad y la anécdota está usted a punto de zambullirse, de hoz y coz, en la metafísica -advierte el traductor, con el rencor del retórico frustrado-. Engañoso camino el de la leyenda, tratándose de una persona que practicó una actividad legendaria de trompetista, ingeniero, cantante, pintor, sátrapa patafísico, actor, alocado conductor de coches deportivos, obsesivo aficionado a las máquinas y a los mecanismos, obsesión que, por cierto, además de estar patente en sus obras, manifiesta la influencia de Raymond Roussel en…

Lo que su obra puede manifestar es una frecuentación muy íntima de la muerte. En El otoño en Pekín encontraremos los estremecedores episodios de la zona oscura, donde se entra para morir y de cuyas tinieblas sólo veremos salir vivos a una pareja de niños y vivo, pero no incólume, a Angel (trasunto, dicho burdamente, del autor). Esas páginas únicamente pueden haber sido escritas por alguien que penetró en la muerte antes de quedarse para siempre en ella. Lo cual no es extraño tratándose, como es el caso, de novelas de amor.

En la selva de ingenio, sutilidad, invención y sarcasmo, que explora el lector de Vian, no se tarda mucho en encontrar bajo la maleza, por lo general en medio de una sonrisa o de una carcajada, las sendas del amor y de la muerte. A Vian le hipnotiza horadar miles de galerías, grotescamente enmarañadas, bajo esas apariencias ridículas de la pasión y que son, naturalmente, la sal de la vida. Los personajes de Vian viven determinados por el amor o por la falta de amor, situaciones ambas que no los hacen felices, pero nunca derrotados. Fuera del amor no hay existencia. Dentro, las lúgubres alegrías de la belleza. Contra el amor luchan mediante el trabajo, la ironía o la violencia. Pero también se percibe una lucha tensa y refinada contra la tradición judeo-cristiana que ha fabricado este amor en el que amamos, una lucha desesperanzada de la que se obtiene la única ganancia de no dejarse dramatizar la existencia.

La angustia, que sus más lúcidos contemporáneos habían izado como banderín de enganche, parece ser la bestia negra de estos personajes, aun asumiéndola, aun frustrados. Toda pirueta -incluso el más patoso chiste fonético-, cualquier aventura -y cuanto más disparatada, mejor-, un suculento trozo de carne humana o el recuerdo de ella, son las armas útiles, posibles, para vivir. Erotólogos de una perspicacia osada, los personajes significativos de Vian aman todo y sólo odian el aburrimiento que producen los grandes pensadores, los grandes héroes, los grandes guerreros, financieros, salvadores, sermoneadores, los grandes, los serios. De esa menesterosa complacencia en la derrota que es la melancolía se defenderán violentamente, con sadismo, con crueldad, siempre con una energía desfachatada, que obliga simultáneamente a reír y a temblar.

– Aprovecho -interrumpe el traductor de esta novela, que se cree con derecho a aprovecharse por haber vertido a una lengua aproximada la intraducible prosa de Vian- esa referencia a la violencia que acaba de hacer usted para significar, en primer lugar, que, en efecto, habrá pocos libros cargados de una violencia más efectiva y espeluznante y, a la vez, más jocosa y como indiferente. Curiosamente ese tratamiento y esa frecuencia del hecho violento, esa ferocidad recuerdan al Quijote, donde la violencia física es constante. En segundo lugar, confieso que apenas he encontrado explicación y nunca satisfactoria a esta característica. Desde luego que esa insinuación suya de la violencia como una compensación a la desesperación existencial me parece ridícula, insidiosa, tardía y propia de un existencialismo vergonzante, cuya oreja no deja de asomar. Prefiero opinar que Vian, en 1947, acababa de vivir las atrocidades de la guerra más atroz de la Historia. De las que nunca se recuperó. ¡Calma, que no he terminado! De toda la bambolla legendaria bajo la que a muchos, como a usted, les encanta novelar a Vian hay una especie que no admito y es la de su intraducibilidad. Pocas escrituras se prestarán tan fácilmente, salvo un par de chascarrillos locales, a ser puestas en castellano. Sospecho que la innegable poesía que envuelve a…

Pues bien, ¿qué ocurrió para que hasta mediada la década de los 60 no se comenzasen a leer los libros de Boris Vian? ¿Por qué esa obra se ignora paradójicamente en el momento más oportuno para ser estimada? Por supuesto que Boris Vian no fue un escritor malogrado como René Daumal, ni difícil como Marguerite Yourcenar, ni arcaico como Pierre Gasear, ni maldito como tantos de esa condenada especialidad; ha sido en nuestro siglo uno de los escritores más tozudamente ignorados. En 1953 todavía le parece a Queneau El otoño en Pekín una novela difficile et méconnue. Y esto lo afirma en los años de la restauración de Céline y del inicio del nouveau roman precisamente uno de los más penetrantes ingenios de la novela francesa y quizá el único complementario de Vian. Pero justo diez años más tarde, en 1963, Maurice Nadeau, obligado al menos por profesión crítico-pedagógica a la sensatez, en un estudio de la novela francesa posterior a la guerra dedica a Vian una frase de veinte palabras, compartida con Ladislas Dormandi (…el gusto es mío…) y fechando El otoño en Pekín por su segunda edición.

Ahora, una vez que el reconocimiento de la obra de Vian se ha producido, parece fácil iluminar esta historieta desdichada mediante el recurso de descubrir en Vian a un contemporáneo nuestro, a uno de esos escritores nacidos antes de tiempo. Sólo en parte y muy matizadamente puede admitirse que la literatura de Vian fuese un producto avant la page. Pero, sin dejar de ser un hombre muy de aquellos años, adelantó lo que aquel presente encerraba ya de este futuro en cuanto a una nueva sensibilidad.

– Le veo ponerse quevedesco con un desparpajo envidiable. O sea que, según usted, hacia 1947 podía ventearse ya mayo del 68.

Aquí radica quizá no sólo el misterio concreto de la obra de Vian, sino ese misterioso poder anticipatorio, premonitorio o no, del arte poético. Este fenómeno no es tan infrecuente en el dominio literario y, aunque indescifrable, no hay que recurrir a milagrerías para admitir que un novelista muy de su época, y en la lengua de su época, práctica e inconscientemente esté escribiendo para lectores de veinte años más tarde. Las variaciones de la sensibilidad pueden ser anticipadas (o acertadas, gracias al azar) siempre que el tema de la condición humana no le sea ajeno al escritor. Boris Vian compuso esas variaciones, de imposible asimilación en su tiempo, sobre la invariante de la condición humana, de su enfermo y jovial corazón.

– Le concedo a usted que sin pretenderlo, pero acaba de definir (un poco, en título de canción) lo que se llama obra clásica y de adjudicarle esa etiqueta a la obra de Boris Vian. Nada más incongruente, precipitado y que, dicho sea de paso, menos hubiese agradado al autor.

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