Volvieron a la mesa y Angel, a su vez, invitó a Rochelle, la cual sonrió, contestó afirmativamente y se levantó. Se trataba también de una melodía lenta.
– ¿Cuándo conoció usted a Ana? -preguntó Angel.
– No hace mucho -respondió Rochelle.
– ¿Uno o dos meses, quizá?
– Sí, en una party sorpresa.
– Probablemente no le gustaría a usted que le hable de eso -supuso Angel.
– Me encanta hablar de él.
Angel la conocía muy poco, pero se entristeció, sin saber muy bien por qué. Siempre que encontraba a una muchacha bonita experimentaba un ansia de propiedad, el anhelo de tener derechos sobre ella. En fin, Ana era su amigo.
– Es un tipo notable -dijo Angel-. Muy dotado.
– Se le nota en seguida -dijo Rochelle-. Tiene unos ojos pasmosos y un coche estupendo.
– En la Escuela, acertaba sin ninguna dificultad lo que a los demás nos costaba horas.
– Está hecho un toro -dijo Rochelle-. Hace mucho deporte.
– En tres años no le he visto suspender un solo examen.
– Y, además, me encanta su manera de bailar.
Angel trataba de llevarla, pero ella parecía firmemente decidida a no seguir el ritmo. Se vio obligado a apretarla con menos fuerza y le dejó que se moviese a su aire.
– Sólo tiene un defecto -dijo Angel.
– Sí -dijo Rochelle-, pero sin importancia.
– Podrá corregirse -aseguró Angel.
– Necesita que se ocupen de él, siempre necesita tener cerca a alguien.
– Quizá tenga usted razón. Por otra parte, nunca está solo.
– Tampoco me gustaría que tuviese demasiada gente -dijo Rochelle, cavilosa-. Sólo amigos seguros. Usted, por ejemplo.
– ¿Me considera usted un amigo seguro?
– Usted es el tipo del que a una le gustaría ser la hermana. Precisamente eso.
Angel inclinó la cabeza. Rochelle no le permitía hacerse muchas ilusiones. Él no sabía sonreír como Ana. Esa era la causa de todo. Rochelle seguía bailando sin llevar el paso, gozando con la música, igual que los otros bailarines. Hacía calor y, en aquella atmósfera de humo, las notas se deslizaban subrepticiamente entre las volutas grises de las colillas, que agonizaban en los ceniceros de propagan de la Casa Dupont, en la calle Hojasaltas, representantes, para el pequeño comercio, de bacinillas y otro material hospitalario.
– ¿Qué hago yo, así, de esta manera?
– ¿En la vida, quiere usted decir?
– Voy a bailar con frecuencia -dijo Rochelle-. Después del bachillerato, he estudiado secretariado, pero todavía no me he puesto a trabajar. Mis padres prefieren que aprenda a moverme por el mundo.
La música terminó y Angel habría deseado permanecer en la pista para volver a empezar tan pronto como los músicos atacasen la siguiente pieza, pero los músicos afinaban sus instrumentos. Siguió a Rochelle, que se apresuraba a regresar a la mesa y que se sentó muy cerca de Ana.
– ¿Me concede la próxima? -dijo Ana.
– Sí -dijo Rochelle-. Me encanta bailar con usted.
Angel hizo como que no había oído. Otras muchachas podrían tener un pelo tan bonito, pero y ¿aquella voz suya? También su tipo contaba, y no poco.
No quería, sobre todo, fastidiar a Ana. Ana era quien había conocido a Rochelle y, por tanto Rochelle era asunto suyo. Sacó la botella del cubo lleno de hielo verde y se llenó la copa de nuevo. Ni una sola de aquellas muchachas le interesaba. Excepto Rochelle. Pero Ana tenía prioridad.
Ana, ése sí que era un auténtico amigo.
Tuvieron que irse a cenar. No se puede pasar toda la noche por ahí fuera, cuando al día siguiente hay que trabajar. En el coche, Rochelle se sentó delante, junto.i Ana, y Angel, detrás. Ana se comportaba bien con Rochelle. No le pasaba el brazo por la cintura, no se le echaba encima, no le cogía la mano. Angel lo habría hecho, si la hubiese conocido antes que Ana. Pero, por añadidura, Ana, que ganaba más dinero que él merecía todo aquello. Bailar perdiendo el paso parece vicio menos redhibitorio y más disculpable, cuando no se escucha la música. Ana, de vez en cuando, decía una gansada y Rochelle reía, moviendo sus cabellos esplendorosos sobre las hombreras de su traje sastre, de un verde encendido que…
Ana le acababa de decir algo, pero Angel, como es natural, estaba pensando en otra cosa. Entonces, Ana se volvió hacia Angel y, al moverse, desvió un poco el volante. Da pena tener que decirlo, pero un peatón, que venía por la acera, recibió en plena cadera el guardabarros, mientras la rueda delantera derecha saltaba el bordillo. Dicho señor produjo un enorme ruido, al caer, y, sujetándose la cadera, se quedó tendido. Convulsivas sacudidas le estremecían. Angel había abierto ya la portezuela y se lanzó fuera. Mortalmente inquieto, se inclinó sobre el herido. El cual se retorcía de risa, paraba durante algunos instantes, para lanzar grandes gemidos, y, a continuación, volvía a revolcarse de gozo.
– ¿Le duele mucho? -preguntó Angel.
Rochelle no miraba. Se había quedado en el coche, con la cabeza entre las manos. Ana, que tenía una expresión sórdida, había palidecido, suponiendo que aquel hombre agonizaba.
– ¿Ha sido usted? -hipó el atropellado, señalando a Angel.
Le atacó de nuevo una crisis de risa enloquecida. Las lágrimas chorreaban por sus mejillas.
– Cálmese -dijo Angel-. Tiene que dolerle malditamente.
– Sufro como un becerro -consiguió decir el señor.
Sus propias palabras le sumieron en tal delirio, que adelantó los pies, como si fuese a lanzar el tejo. Ana permanecía inmóvil, perplejo. Al darse la vuelta, vio a Rochelle que lloraba, creyendo que el hombre se quejaba. Temía por Ana. Ana se acercó y, por el hueco de la portezuela abierta, cogió con sus dos grandes manos la cabeza de Rochelle y le besó los ojos.
Angel veía todo aquello sin quererlo ver, pero, cuando las manos de Rochelle se unieron sobre la nuca de Ana, oyó nuevamente al herido, que se esforzaba por sacar del bolsillo la cartera.
– ¿Es usted ingeniero? -preguntó a Angel, mientras su risa se calmaba algo.
– Sí -murmuró Angel.
– En tal caso, me sustituirá usted. No es decente que me vaya a Exopotamia con una cadera partida en cinco pedazos. ¡Si usted supiera lo satisfecho que estoy…!
– Pero…
– Es usted el que conducía, ¿no?
– No -dijo Angel-. Era Ana.
– Qué pena… -y su cara se entristeció, mientras su boca temblaba.
– No llore.
– Es imposible enviar a una muchacha en mi lugar…
– Se trata de un muchacho -dijo Angel.
La noticia galvanizó al herido.
– Felicite usted a la madre en mi nombre.
– Así lo haré, pero ya está hecha a la idea.
– Mandaremos a Ana a Exopotamia. Me llamo Cornelius Onte.
– Y yo, Angel.
– Avise a Ana -dijo Cornelius-. Es necesario que firme. Afortunadamente había quedado en blanco el nombre en mi contrato.
– Y ¿por qué? -preguntó Angel.
– Creo que desconfiaban de mí. Que venga Ana.
Angel se volvió, los vio y se sintió mal, pero avanzó dos pasos y colocó una mano sobre el hombro de Ana, que se estaba poniendo las botas y cuyos ojos daban miedo. Los de Rochelle permanecían cerrados.
– Ana -dijo Angel-, es necesario que firmes.
– ¿Qué? -dijo Ana.
– Un contrato para Exopotamia.
– Para construir un ferrocarril -precisó Cornelius y gimió, al terminar la frase, puesto que los pedazos de su cadera, entrechocando, producían un ruido que le resultaba desagradable.
– ¿Se va usted a marchar a Exopotamia? -preguntó Rochelle.
Ana se inclinó de nuevo sobre Rochelle, pidiéndole que repitiese la pregunta. Después, respondió que sí. Buscó en uno de sus bolsillos y sacó una estilográfica. Cornelius le entregó el contrato. Ana rellenó las casillas y puso su firma al pie del documento.
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