Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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- Название:El Laberinto de Agua
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– No suele emplear más de cinco minutos en toda la operación -aseguró el padre Cornelius.
Los dos hombres aguardaban la salida de su objetivo sin dejarse ver fuera del coche. Cinco minutos más tarde, vieron salir a Werner Hoffman con varios paquetes entre sus manos, introducirse en su vehículo y continuar la marcha.
El BMW volvió a coger la autopista 6 rumbo al sur, pero a la altura de Stockeren, el científico comenzó a notar que perdía el control del vehículo.
– ¡Maldita sea! Creo que he pinchado.
Inmediatamente conectó las luces de alerta y se detuvo a un lado de la autopista. Maldiciendo entre dientes, se bajó del coche, lo rodeó y observó el lado derecho. Los dos neumáticos estaban desinflados.
Hoffman se dispuso a cambiar uno de ellos, pero sin duda iba a necesitar llamar al servicio de asistencia en carretera para que le llevasen un neumático nuevo.
Soltando imprecaciones, se disponía a levantar el coche con el gato cuando oyó a su espalda que se detenía otro vehículo.
– ¿Necesita ayuda? -preguntó el copiloto.
– La verdad es que sí -contestó Hoffman-. He pinchado dos neumáticos y sólo llevo uno de repuesto.
– Su modelo de BMW es muy parecido al nuestro. Si quiere, le podemos prestar el neumático de repuesto y dirigirnos a un taller cerca de Thun. Allí podrá comprar uno nuevo y devolvernos el nuestro.
– ¿Harían eso por mí?
– Sí, claro. Además vamos en la misma dirección y Thun no está lejos.
Los dos hombres aparcaron el coche justo detrás del BMW de Hoffman. Cornelius ayudó al científico a cambiar el neumático delantero mientras Alvarado extraía del maletero el segundo neumático. Luego se quedó mirando cómo Cornelius y Hoffman hablaban de forma amistosa dándole la espalda. Cuando Alvarado comprobó que habían cambiado el segundo neumático, se dirigió hacia Hoffman por detrás y con un rápido movimiento le clavó en el cuello una aguja.
Werner Hoffman lo miró sorprendido, sin entender nada. Rápidamente, los dos sacerdotes colocaron el pesado cuerpo en el asiento del copiloto y le ajustaron el cinturón de seguridad.
El potente relajante muscular recorría ya el flujo sanguíneo de Hoffman.
– Le he puesto la dosis justa para que no sea detectado en su hígado -afirmó Alvarado-. Y ahora, vayámonos de aquí antes de que alguien llame a la policía.
Los dos vehículos reiniciaron su marcha hacia la carretera de Schaufel, en cuyos alrededores había un lago que en esas fechas estaba cubierto por una fina capa de hielo. Alvarado conducía el BMW, con Hoffman a su lado. Su rostro se mostraba embotado, posiblemente por el efecto del relajante muscular, aunque sus ojos intentaban hacer al conductor una sencilla pregunta: ¿por qué?
Media hora más tarde, los coches se detuvieron en un pequeño bosque al norte del lago. Antes, el padre Alvarado se acercó a la orilla y tocó el hielo con la punta de su bota.
– Estoy seguro de que no aguantará el peso del BMW. Aquí no lo encontrará nadie-sentenció Alvarado.
Los dos asesinos del Octogonus sacaron a Werner Hoffman del asiento del copiloto y lo colocaron en el del conductor. Su cuerpo era como un saco de arena sin forma. Ni siquiera era capaz de articular palabra alguna, pero Alvarado supo que aún vivía debido a las pequeñas lágrimas que corrían por sus mejillas. Hoffman sabía cuál iba a ser su destino. Uno de los asesinos extrajo un octógono de tela y lo arrojó en el asiento trasero del BMW mientras pronunciaba las palabras fructum pro fructo, silentium pro silentio.
El padre Alvarado situó el BMW en línea recta hacia el lago, abrió la puerta del conductor, colocó la palanca en la posición «D» y soltó el freno de mano. Poco a poco, el coche fue entrando en el agua, rompiendo la capa de hielo con su peso. En apenas unos minutos sólo era visible la matrícula trasera.
Werner Hoffman, aún bajo los efectos del relajante muscular, podía notar cómo el agua fría le llegaba por las rodillas, por la cintura, por el pecho, por la barbilla. Segundos después y con la cabeza ya bajo el agua helada, pereció ahogado.
Los dos asesinos se mantuvieron a distancia para comprobar que el científico no salía a la superficie. A continuación, subieron a su coche y abandonaron el lugar en dirección a Berna. Antes se detuvieron en una cabina telefónica y Alvarado se dispuso a realizar una llamada a larga distancia.
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio -respondió monseñor Mahoney.
– La misión ha sido cumplida.
El viaje de regreso a Berna se desarrolló en silencio hasta que el padre Cornelius decidió preguntar al padre Alvarado:
– ¿Cree usted que sufrió?
– No lo creo. El relajante muscular le habrá impedido aguantar mucho tiempo bajo el agua.
– ¿Cree que sabía que iba a morir?
– Querido hermano Cornelius, a una persona naturalmente confiada y creyente le lleva bastante tiempo reconciliarse, curiosamente, con la idea de que, después de todo, Dios no lo ayudará. Ése ha sido el caso del señor Hoffman -afirmó el padre Alvarado con una gélida sonrisa en los labios.
– Palmam qui meruit ferat, la gloria sea para quien lo merezca -sentenció el padre Cornelius casi en un murmullo.
VIII
Venecia
Vamos, despiértate ya, hermanita -pidió Assal, saltando sobre la cama de Afdera.
– ¡Oh, déjame dormir! Llegué ayer por la tarde y no me apetece hablar ahora.
– Vamos, levántate. Rosa te ha preparado un gran desayuno. Ya sabes que tiene la más firme intención de convertirte en una gorda absoluta. Además, tienes muchas cosas que contarme. Incluso sobre ese tipo tan atractivo que estuvo en el funeral de la abuela -dijo Assal entre risas mientras corría los gruesos cortinajes de la habitación de su hermana.
– No hay nada que contar -respondió dirigiéndose medio dormida hacia el baño.
– ¿Es que aún no has conseguido acostarte con él?
– No. Debe de tener algún problema que le impide acostarse conmigo -gritó Afdera desde el baño.
– A lo mejor es impotente y no quiere decírtelo. -No creo que lo sea. ¿Y qué pasa contigo y con Sampson?
– Me ha pedido que me case con él -respondió Assal, mostrando a su hermana un gran brillante engarzado en un anillo de platino.
– ¡Oh, querida hermanita, no sabes cómo me alegro por ti y por Sampson!
Afdera y Assal bajaron a desayunar. En una gran mesa con maravillosas vistas al Gran Canal, Rosa había dispuesto bollos calientes, pan crujiente, recipientes llenos de mantequilla salada, prosciutto de Parma, queso parmigiano, pecorino siciliano y canestrato pugliese, todo ello regado con grandes jarras de zumo de naranja y café.
– Siempre hace frío aquí. ¿Por qué no enciendes las calefacciones? -suplicó Afdera a su hermana, envolviéndose en una gruesa manta de lana.
– Me gusta sentir el frío y la humedad. A la abuela le gustaba mucho, pero ahora déjate de rodeos y cuéntame tus aventuras por Egipto.
Afdera comenzó a relatar a su hermana, con pelos y señales, lo acontecido en Egipto, sus conversaciones con Liliana Ransom, Abdel Gabriel Sayed y Rezek Badani, su viaje a Berna y su reunión con Aguilar y los cinco científicos encargados de la restauración del evangelio de Judas. Omitió su intento de violación, el asesinato de Liliana y el intento de asesinato de Badani.
– Debemos decidir entre las dos qué queremos hacer con el libro de Judas. Si quieres, nos lo quedamos… -precisó.
– ¿Tú qué opinas, hermanita?
– Sabes que mi opinión es sólo el cincuenta por ciento de ese libro. Yo creo que deberíamos vendérselo a un mecenas o a una institución para que los investigadores de todo el mundo puedan estudiarlo. La Fundación Helsing nos ofrece ocho millones de dólares. Cuatro para ti y cuatro para mí.
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