Y después, para hacer infinita mi consternación, aquel hombre me contó su historia y juntos reconstruimos lo que debieron de ser los últimos días en la vida de Ithzak Sezsmann.
Ignacio Font era un catalán de Tarragona que había salido de España al finalizar la guerra. No hizo falta que me dijera que había combatido en el 36 con el ejército republicano, y que era uno de tantos exiliados a la fuerza. Vivía en Francia cuando, al iniciarse la guerra, entró a formar parte de la Compañía de Trabajadores Extranjeros del Ejército Francés. En principio, todo fueron ventajas. Había trabajado en una barbería, y su habilidad con la brocha y la navaja le tenían convenientemente alejado de la primera línea de fuego como peluquero de la tropa. En mayo de 1940, cuando estaban cerca de Amiens, su compañía fue capturada por los nazis. Unos meses después les trasladaron al campo de Mauthausen.
Situado cerca del Danubio, Mauthausen pretendía ser un campo de trabajo, pero pronto se convirtió en un centro de exterminio. La vida circulaba en torno a una cantera de granito y la terrible escalera de 189 peldaños que los presos debían subir llevando a sus espaldas enormes bloques de piedra. Sobrevivir era difícil. Escapar, completamente imposible. Ithzak había llegado al campo en la primavera de 1944. Ignacio Font me dijo que nada más verle supo que no duraría mucho allí. En aquellos días era fácil intuir quiénes estaban preparados para aguantar la vida en el infierno y quiénes tenían ya un pie en el otro barrio. Normalmente, los prisioneros llegaban a Mauthausen en trenes de ganado, pero Sezsmann llegó con un pequeño grupo.
– Supongo que los atraparon en los alrededores del campo, pero nunca entendí por qué no los habían matado cuando los cogieron. Era algo que había que aprender para sobrevivir en Mauthausen: que uno no podía intentar comprender el comportamiento de los alemanes. El caso es que a su amigo y a los otros los trajeron un buen día, atados entre sí, y cuando pensábamos que iban a pegarles un tiro, me los mandaron para que les rapase al cero, como al resto de los presos. Todos estaban muy asustados. Todos menos Ithzak. Por eso me fijé en él, porque era distinto. No pudimos hablar mucho, claro, pero cuando supo que yo era español se le cambió la cara y me dijo que tenía que hablar conmigo. Le advertí que no era el mejor momento, porque los guardias estaban esperando para llevárselos al barracón, pero que le buscaría en cuanto tuviese oportunidad. Le deseé buena suerte, como hacía con todos, aunque no sé por qué a él se lo dije con más sentimiento.
Ignacio pudo encontrarse con Ithzak en otras dos ocasiones. Incluso le consiguió algo de comida -«mantequilla y unos panecillos llenos de serrín que entonces nos sabían a gloria»- y un par de calcetines de lana. Font sabía que aquel chico no tenía muchas posibilidades de sobrevivir. Estaba en los huesos, y además era judío. Los judíos vivían muy poco tiempo en Mauthausen. De todos los que entraron con él, Ithzak fue el último en morir. Aguantó cinco semanas. Un día, Font le buscó en el barracón, pero ya no estaba. Alguien le contó que aquella misma mañana se había desplomado en la cantera, y que posiblemente ya estaba muerto cuando el kapo empezó a golpearle con el látigo para que volviese al trabajo. Le habían llevado al crematorio. En ninguna parte de Mauthausen había tanta actividad como en los hornos.
– No tuve mucho tiempo para hablar con su amigo. Si los guardias te sorprendían de cháchara, podían matarte de una paliza. Me dijo que era polaco…
– Vivía en Varsovia…
– Entonces debía de venir del gueto. La vida allí era terrible, ¿sabe usted? Los boches metieron en un barrio a todos los judíos de la ciudad. No había comida, las casas eran estercoleros y la gente se moría de hambre en plena calle. De vez en cuando, llegaban los nazis, mataban a los viejos y a los inútiles y se llevaban a un montón de personas a los campos de trabajo. Los cargaban como si fueran bestias en vagones de tren, y hacían el viaje de pie, sin comer ni beber, helándose en invierno y asfixiados en verano. Cuando abrían los furgones, algunos estaban muertos. ¿Tenía familia su amigo?
– Su novia salió del país poco después de la invasión alemana. Su padre estaba muy enfermo, tal vez habría muerto.
Ignacio Font dijo entonces que en el gueto los enfermos tenían los días contados. Si Ithzak había sobrevivido allí durante dos años, eso quería decir que no había tenido que cuidar de nadie más que de sí mismo. Era la única forma de resistir y, por supuesto, de eludir las deportaciones periódicas.
– Lo mismo que en el campo. O te ocupabas de ti, o estabas listo. Aquel chico, Sezsmann, me habló de usted y de otro amigo americano, y de una novia que tenía, y me pidió que les encontrase cuando saliera de Mauthausen. Quería que yo les dijese que había estado con él, y también que había muerto. Intenté animarle, tranquilo, hombre, no te vas a morir, pero él no era idiota y sabía que le quedaba poco tiempo, eso fue lo que me dijo. Me dio la impresión de que estaba muy al tanto del funcionamiento de los campos. Los alemanes solían informar del fallecimiento de algunos de los prisioneros, pero no si eran judíos. A ésos los llevaban al horno, y se acabó. Sezsmann no quería que sus amigos y su novia le siguiesen buscando al acabar la guerra. Yo le juré que daría con usted aunque estuviese debajo de una piedra. Apunté el nombre de Ithzak, y también el suyo, y el de su ciudad, Ribanova, él lo pronunciaba muy gracioso, Gaifanofa, me decía, y me lo tuvo que deletrear porque no me enteraba. Recuerdo que nos reímos los dos. Y le aseguro que reírse en el campo era muy difícil. Eso pasó tres días antes de que se muriese. Yo creo que fue agotamiento, ¿sabe? Muchos morían así. Caían al suelo como sacos de patatas y ya no se levantaban. Simplemente, no podían más. Le voy a decir una cosa… no conocí mucho a su amigo pero había algo en él… no sé… mire que vi pasar gente por el campo, pero a pesar de que estaba hecho fosfatina, aquel chico tenía algo distinto…
– Era músico -dije yo, no sé si para ayudarme a tragar las lágrimas o como si ese detalle pudiese explicar el hecho de que mi amigo fuese un ser diferente.
– Eso no me lo dijo. Claro que en Mauthausen nadie se acordaba de esas cosas. ¿De qué iba a servirle a uno la música en un lugar así? Pero parecía un chico estupendo. Y no estaba asustado. Allí, todo el mundo tenía miedo. De los alemanes, del frío, de los golpes, de morir. Él no. Ojalá yo hubiese sido la mitad de valiente que aquel chaval.
El campo de Mauthausen había sido liberado por los americanos el 5 de mayo, sólo unos días antes de la capitulación alemana. Parte de los supervivientes fueron trasladados a Francia, donde la Cruz Roja se ocupó de ellos.
– No sabía si iba a poder volver a España -bajó la voz y miró en torno suyo antes de seguir-: Por cosa de ideas, ¿me entiende? Pero el alcalde de mi pueblo es primo de un obispo, y el hombre pidió por mí. Ya ve lo que es tener a los curas de parte de uno: pude regresar a casa sin pasar por la cárcel. Tuve suerte, ¿verdad? Primero me salvo de los alemanes y después del exilio. Lo dicho, que a pesar de todo no me puedo quejar.
– ¿Dónde vive ahora?
– En Barcelona, con mi hermana. Mi cuñado va a darme trabajo en un taller de confección para que pueda ir tirando. Pero yo le dije que, antes de nada, tenía que encontrarle a usted. Se lo había jurado a ese amigo suyo. Por eso fui a Ribanova. Pensé que vivía allí. Sus padres me dieron las señas de su oficina en Madrid, y aquí estoy, cumpliendo.
Nunca en mi vida experimenté un sentimiento de gratitud tan grande hacia nadie, menos aún hacia un desconocido. Hubiera querido hacer cualquier cosa por aquel hombre que, enfermo y solo, había cruzado el país para traerme una noticia terrible que no podía seguir ignorando. Le propuse a Ignacio Font que se quedase a dormir en mi casa, pero dijo que ya había pagado la pensión, y que por la mañana cogía el primer tren a Barcelona. Pensé en darle dinero, pero estoy seguro de que lo habría considerado como una ofensa. Sólo aceptó que le invitase a cenar.
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