Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– Pero los organismos internacionales… no sé, la Cruz Roja…

Zachary menó la cabeza con energía.

– No, Silvio. Al mundo no le interesa ese problema. Te contaré algo. Colaboro… colaboro con una organización que intenta sacar de Alemania a algunos judíos. No hemos tenido mucho éxito, pero a pesar de todo se ha logrado poner a salvo a un centenar de familias. Esta primavera, supongo que con objetivos propagandísticos, el gobierno nazi permitió salir del país a unos cuantos… exactamente 943. Zarparon del puerto de Hamburgo en un barco, el Saint Louis , que estuvo semanas casi a la deriva porque ningún país aceptaba hacerse cargo de los refugiados… ¿Recuerdas a la señora Griessmer?

Edith Griessmer… la imagen de la hermosa madre de Hannah Bilak vino a mi encuentro de la mano de otras memorias de aquel verano en Polonia. Me pareció que podía oler el perfume de sus guantes de piel -una suave esencia de violetas- y escuchar su voz, hablándome en un idioma que no comprendía. Edith Griessmer, con su piel transparente, su acento francés y su sonrisa estelar.

– ¿Qué pasa con ella?

– Iba en ese barco. Su marido ario la abandonó hace más de un año y se llevó a los hijos de ambos. Edith trató de huir a Polonia, pero los judíos ya no tenían libertad de movimientos. Casi de milagro pude conseguir que viajara en el Saint Louis

– ¿Y dónde está ahora?

– A punto de llegar a Estados Unidos. Se le permitió entrar en territorio cubano cuando el barco atracó en La Habana. Tuvo suerte, ¿sabes? La mayoría de los pasajeros del Saint Louis tuvieron que regresar a Europa. Dentro de unos meses, muchos de ellos estarán muertos. Y el destino de los judíos polacos promete ser peor. Por eso tenemos que hacer todo lo posible para sacar de Varsovia a los Sezsmann y a Hannah Bilak. Si Amos no estuviera tan enfermo sería más fácil. La huida es dura para todo el mundo, pero él está impedido y es casi un anciano. De todas formas, es un momento perfecto para organizar las salidas porque, a pesar de la famosa organización alemana, en Polonia reina todavía cierto descontrol. Intentaremos que en las próximas semanas algunas familias crucen la frontera. Ya hemos diseñado los trayectos para la huida, pero este tiempo es precioso y no podemos perderlo… Así que tenemos que darnos prisa.

Zachary encendió otro cigarro y se aclaró la voz antes de cambiar el tono para dirigirse a mí. Esta vez me pareció que su acento tenía el deje falsamente casual de un charlatán de feria.

– Estás trabajando en el Ministerio de Asuntos Exteriores, ¿no es así?

– Sí… en oficinas.

– Perfecto. Eso nos será de gran ayuda.

En aquel instante lo comprendí todo.

– Así que por eso has venido… porque crees que puedo serte útil.

Zachary me miró con los ojos muy abiertos mientras el pitillo se consumía entre sus dedos.

– Silvio… no te estoy hablando de mí. Se trata de personas que van a ser asesinadas. Se trata de niños, de mujeres, de Hannah y de Ithzak…

– ¿Y qué se supone que puedo hacer yo? ¿Ir a Polonia y traerlos a todos a cuestas?

– No seas estúpido. Tú podrías proporcionarnos pasaportes, visados, qué sé yo. Cualquier cosa que pueda servir como salvoconducto para cruzar una frontera.

– Oye, no sé quién te has creído que soy ni lo que hago en el ministerio. Estoy en una maldita oficina archivando papeles, rellenando instancias y pegando sellos. No he visto un pasaporte desde que perdí el mío. Además ¿de verdad me estás pidiendo que robe documentos oficiales? Te recuerdo que aún soy militar. Podrían fusilarme por hacer una cosa así.

Me di cuenta de que la cabeza me dolía como si estuviese a punto de reventar. No tenía aspirinas en casa. En realidad, supongo que casi nadie tenía aspirinas en el Madrid de 1939. Frente a mí, Zachary West parecía esperar a que yo dijese algo más, pero la verdad es que sólo quería que se marchase de allí con sus historias tenebrosas sobre barcos fantasma y amenazas que quizá existían sólo en la mente de algunos visionarios. Si la situación de los judíos era tan terrible, ¿de verdad el resto de los países hubiesen ignorado su suerte? Y esa tontería del barco, el dichoso Saint Louis… ¿quién iba a creerla, salvo un estúpido? ¿Casi mil almas viajando a la deriva en un barco sin destino? Además, ¿quién había fletado la nave? Y si lo había hecho el gobierno de Hitler, ¿no era eso una muestra de buena voluntad hacia los judíos que deseaban abandonar Alemania? ¿No resultaba incompatible con ese apocalipsis de persecuciones, asesinatos y demás atrocidades del que hablaba mi amigo?

– Zachary… no te ofendas, pero creo que esta historia no es exactamente como me la cuentas. Imagino que ésa es la versión que están dando los judíos, pero me niego a pensar que el gobierno de un país civilizado pueda hacer la vida imposible a un puñado de ciudadanos sólo por cuestiones religiosas. Reconozco que no sigo muy de cerca los sucesos de la política internacional, pero imagino que los judíos alemanes habrán planteado problemas al gobierno de Hitler, y éste habrá tenido que defenderse de ellos. Si los judíos polacos demuestran un poco más de tacto, apuesto a que no tendrán nada de qué preocuparse. No creo que Amos e Ithzak se metan en líos, ni con Hitler ni con nadie. ¡Si ni siquiera les interesaba la política! Estarán en su casa, esperando a que pase la tormenta.

Fue entonces, al decir aquello, cuando me di cuenta de que a Zachary se le habían llenado los ojos de lágrimas.

– Voy a marcharme. Estoy perdiendo el tiempo contigo, y tengo demasiadas cosas que hacer. Estás enfermo, Silvio. Estoy seguro de que algún día te avergonzarás de lo que acabas de decir. Cuando eso ocurra -me tendió una tarjeta en la que había anotado una dirección- envíame un telegrama. Te estaré esperando, Silvio.

No aguardó a que le acompañara a la puerta. Tomó su sombrero y su caja de cigarros y se marchó. Ya estaba en la escalera cuando me di cuenta de que se había dejado sobre la mesa la foto de Elijah, sonriendo durante su ceremonia de graduación. Mírala. ¿Verdad que se le ve feliz?

Unas semanas después, Inglaterra declaró la guerra a Alemania. Bueno, me dije, ahora se arreglarán las cosas para Ithzak y los demás. La verdad es que no sé si fui tan imbécil como para creer realmente que los problemas de mis amigos habían terminado, o si sólo intentaba tranquilizar mi conciencia pensando que otros se estaban ocupando de prestarles la ayuda que yo les había negado. Qué cinismo, ¿verdad? Hacer cargar con el muerto a Churchill, y a partir del 42, a Roosevelt o al mismo general Eisenhower. Después de todo, poner el mundo en orden era cosa suya. Yo me pasé más de cinco años -los mismos que duró la guerra- sacando punta a los lápices, escribiendo cartas insulsas y, esencialmente, vegetando diecisiete horas al día. También escalé posiciones en el ministerio: mis estudios de bachiller y, sobre todo, mi dominio del inglés, acabaron resultándome de gran ayuda. Se me asignó un despacho oficial y un asistente, y si lo solicitaba con antelación, incluso podía disponer de chófer. No hace falta que te diga que mi cambio de estatus me traía sin cuidado. Seguía viviendo en la misma casa, comiendo en el mismo restaurante, y teniendo pocas relaciones y ningún amigo.

Supongo que te preguntarás si, en esos años, recibí noticias de la política de exterminio aplicada por Hitler sobre los judíos de los países ocupados. La respuesta, Cecilia, es no. Puedo jurártelo. Mi postura frente al problema había sido la de un completo miserable, pero en el fondo no resultó muy diferente a la actitud de la comunidad internacional. Yo ignoré los datos que me proporcionaba Zachary West. El mundo, las señales de alarma lanzadas por miembros de la resistencia, por judíos que habían logrado librarse de los traslados a los campos de la muerte. Yo rechacé la oportunidad de salvar un puñado de vidas. Nuestra mal llamada civilización occidental no quiso poner obstáculos al exterminio de siete millones de seres humanos. En ese aspecto, me siento vergonzosamente empatado con el mundo, que fue, en lo que respecta al holocausto, ciego, sordo y mudo.

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