Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– Señorita… oiga, señorita.

Aquella voz me devolvió al mundo.

– Mire cómo está esto…

– Ya, ya lo veo.

El conductor se rascaba la cabeza.

– Es que estaba yo pensando que va a ser mejor que se quede en Atocha.

¿Mejor? ¿Mejor para quién?

Usté se mete en el metro, y yo bajo por Méndez Álvaro y me voy de retirada. Así no se puede trabajar.

En otras circunstancias, tras oír una propuesta así hubiera puesto el grito en el cielo. Después de amenazar al taxista con todo tipo de calamidades en forma de denuncia, habría exigido que me llevase a la misma puerta de mi casa así estuviese cayendo el diluvio universal. Pero la tristeza nos vuelve mansos y dóciles. Me sentí incapaz de discutir, acepté la propuesta del caradura del conductor y, al llegar a Atocha, me bajé del taxi tras pagar la carrera y arrastré los pies hasta la boca de metro. Justo cuando entraba me di cuenta de que el pañuelo que llevaba al cuello se había quedado olvidado en el asiento del coche. Creí distinguir el vehículo entre todo el maremágnum del tráfico, parado aún junto a un semáforo en rojo, pero el desaliento era ya demasiado grande, y diciéndome a mí misma que no valía la pena, di el pañuelo por perdido.

El metro iba lleno. Me agarré a una de las barras de seguridad, y menos mal que lo hice, porque el imbécil del conductor provocaba en el vagón unos raros estertores en forma de frenazos repentinos. Éste debe de querer batir algún récord, pensé. Una mujer mayor hacía esfuerzos por mantener el equilibrio, y miré con fiereza a los que estaban sentados esperando que alguno cediera el sitio a la anciana. Había una mujer con dos críos pequeños, guapos y mal vestidos, que ocupaban un asiento cada uno mientras jugaban a pellizcarse. Aposté contra mí misma a que aquella señora no había pagado el billete de sus dos monstruos que, sin embargo, iban privando de un lugar donde sentarse a otros pasajeros, en especial a la pobre vieja que amenazaba con caerse al suelo a cada bandazo del tren. Respirando hondo para controlar mi enfado, me dirigí a la madre de los dos bichejos.

– Perdone… ¿podría decirle a uno de sus hijos que se levante para dejar el asiento a esta señora? Es que se va a caer.

Ella me miró como si no me hubiese entendido.

– Las personas mayores tienen prioridad a la hora de sentarse -insistí.

– Oiga. -La madre de los críos tenía un acento extraño que no pude identificar-. Los niños también están cansados.

Miré a sus hijos, que seguían incordiándose y lanzando gritos ajenos a la conversación. No eran españoles, eso resultaba evidente por el acento de la mujer. Quizá sería mejor dejar las cosas así pero… ¿no es ésa una forma refinada de desprecio al extranjero? ¿Exigir menos al que viene de fuera no es también considerarle un inferior, una suerte de salvaje al que hay que mantener al margen de la reglas de nuestra sociedad occidental? Levanté un poco el tono de voz para dirigirme a la mujer.

– Pues a mí me parece que sus hijos están perfectamente. Y que deberían levantarse y ceder su sitio a quien lo necesita más que ellos.

A todo esto, la viejecita protestaba débilmente diciendo que daba igual, que sólo le quedaban tres paradas. La madre de los niños había decidido ignorarme y fingió enfrascarse en la lectura de un periódico gratuito. Para ella, la cuestión había quedado zanjada. Pero yo ya me había embalado.

– Pues sí que educa usted bien a estos críos, dejando que vayan haciendo el gamberro mientras una anciana hace equilibrios para no esnafrarse .

– ¡Mis hijos no son gamberros! -La mujer pronunció la frase como si la escupiera.

– Bueno, bueno, señora, pues que se note. -Un hombre grande y gordo, de cincuenta y tantos años, acababa de entrar en la conversación-. Levántelos y que se siente la señora, que lleva toda la vida pagando impuestos. Eso es lo que les pasa a ustedes, que vienen de sus países sin civilizar y se piensan que todo el monte es orégano.

– Les damos un dedo y se llevan el brazo entero. -Alguien más intervino y me di cuenta de que yo sólita acababa de amotinar a medio vagón contra la madre de los niños gritones-. Llegan a España y, como todo es gratis, se creen los reyes del mambo.

El asunto se me estaba yendo de las manos. Traté de ponerle un parche.

– Oiga, eso es una tontería y además no tiene nada que ver con…

– Pues claro que tiene que ver. -El gordo me miraba con la chulería de un cacique de pueblo-. ¿O es que ahora se ha puesto usted de parte de ellos? Si se vienen a vivir aquí, que aprendan a comportarse o que se vayan a sus países a seguir pasando hambre, no te jode.

Acobardada por lo que estaba siendo un ataque xenófobo en toda regla, la mujer propinó un capón a cada uno de los críos y los hizo levantar de mala manera. El chaval más pequeño se echó a llorar. Y, para acabar el espectáculo, la anciana no quiso sentarse porque la próxima parada era la suya. El tío grande y gordo ocupó uno de los asientos libres con el aire del propietario de una plantación, y una joven distraída que abrazaba una carpeta se sentó en el otro sitio, mientras el niño lanzaba alaridos y la madre le reprendía en su idioma. Eran polacos. Dos pequeños y una mujer llegados del frío y lanzados contra un entorno que a veces, demasiadas veces, se volvía contra ellos. Ni siquiera me atreví a mirarles cuando bajé del vagón, pero pude sentir los ojos acerados de la madre clavados en mi nuca mientras dejaba el tren.

Cuando llegué a mi casa me dio la sensación de haber envejecido diez años y de soportar sobre los hombros un peso sobrenatural. Tenía tanto frío que me costó hasta abrir el portón de entrada, porque mis manos entumecidas no conseguían hacer girar la llave en la vieja cerradura roñosa, que a ver si el presidente de la comunidad la cambia de una puta vez.

– Malas noticias, Cecilia. Van a tardar dos semanas en dar la calefacción. Es un escándalo.

Era Publio, mi vecino, que sacaba cartas de su buzón bajo la luz amarillenta y triste de nuestro portal. Intenté sonreírle, pero sólo conseguí componer una mueca extraña antes de derrumbarme en llanto. Hubiera querido echar a correr para refugiarme en mi casa, pero estaba tan cansada, tan raramente cansada, que me senté en un escalón y seguí llorando allí, con la cara oculta entre las manos. Publio no dijo una palabra. Sólo me levantó tomándome del brazo con una delicadeza extrema, y me empujó suavemente escaleras arriba.

– Creo que será mejor que vengas un rato a mi casa. Tengo dos calefactores eléctricos, una botella de Armagnac y una caja de bombones Wittamer que me han traído ayer de Bruselas. -Publio no soltaba mi brazo, como si temiese que pudiera escapar o, quizá, desvanecerme en mis propios sollozos. Abrió la puerta de su piso. Era la primera vez que entraba allí, a pesar de que hacía más de dos años que vivíamos en el mismo edificio. Dicen que en Madrid la vecindad no da para gran cosa, pero lo cierto es que el asunto con Publio era mucho más complicado.

Publio y yo nos habíamos conocido cuando, una noche, cortaron la electricidad en su piso, que está enfrente del mío, y él fue a mi casa para preguntar si yo tampoco tenía luz. En mi apartamento todo estaba en orden, así que le invité a pasar para llamar desde allí a la compañía eléctrica. Hasta entonces, él y yo no habíamos intercambiado más que algún saludo amistoso en las escaleras o en el rellano, pero había algo en Publio que despertaba mis simpatías. Tal vez era su porte esmirriado, que le convertía en un ser físicamente inofensivo, su palidez extrema o su sonrisa luminosa, que no casaba en absoluto con su aspecto hético. Así que Publio entró en mi salón y llamó por teléfono a Iberdrola. Después de marear la perdiz durante un buen rato, la telefonista acabó confesando que había saltado un repetidor en el edificio, y que la avería afectaba a todos los pisos del lado izquierdo.

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