Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Como aquella primera noche que pasamos juntos, era casi de día cuando Publio y yo nos despedimos, sólo que aquella vez yo tenía la convicción de que no tardaríamos mucho en volver a vernos. Me besó en la frente cuando llegamos a la puerta.

– Mucha suerte -me dijo-. Y haz las paces con el viejo, o te sentirás como la misma mierda.

Estaba a punto de darme la vuelta cuando recordé algo.

– Publio… ¿recuerdas aquella noche, cuando me contaste tu… bueno, tu secreto? Dijiste que sólo había otras dos personas que lo sabían. Una es tu psiquiatra… y la otra…

Publio me miró como pidiendo perdón.

– La otra es mi madre.

Le dirigí una sonrisa.

– Me alegro mucho por ti.

Muy a mi pesar, estuve más de una semana sin ver a Silvio. La Feria del Libro de Frankfurt había organizado un encuentro entre ilustradores, y alguien de mi editorial consiguió que me invitaran. Había tomado con cierta desgana aquel viaje, diciéndome que sólo lo emprendía por pura conveniencia profesional, pero el día antes de coger el vuelo a Alemania, mientras ordenaba mi maleta y revisaba los papeles que tenía que llevar conmigo, experimenté una sensación parecida a la dicha que sentía de niña antes de emprender un viaje con el colegio, cuando el acto de preparar la mochila con la comida a base de bocadillos era tan trascendente como seleccionar el contenido de una valija diplomática. Recuerdo aquellas excursiones que no duraban más allá de un día: salíamos en autobús de delante del colegio, y allí nos despedían las madres hasta nuestro regreso, cuando caía la tarde. Nunca entendí por qué todas nos abrazaban y nos besaban con tanto ímpetu, si después de todo sólo pasarían unas horas hasta que volviesen a vernos. Ahora entiendo que estaban secretamente asustadas al ver marchar a todas aquellas niñas, sus hijas, que tenían siete, ocho, nueve años, que empezaban a volar solas y no disimulaban la felicidad proporcionada por aquellas pocas horas de independencia. Sabían que aquellas excursiones eran como pequeños ensayos de libertad hasta que decidiésemos levantar el vuelo definitivo en dirección a nuestras vidas.

Un día después de volver de Frankfurt me presenté en casa de Silvio. Lucinda abrió la puerta con la misma expresión asustada de siempre. Me costaba acostumbrarme a los ojos húmedos de aquella mujer que parecía tener miedo a todo, y especialmente miedo a mí, lo cual no contribuía a mejorar la situación. Estaba segura de que cualquier cosa que yo hiciese o dijera podría acentuar el pánico en sus pupilas amarillas, y eso condicionaba mi relación con ella, reduciéndola al mínimo indispensable.

– Señorita Cecilia -me dijo, y su voz era un susurro-, menos mal que ha venido. El señor Silvio estaba preocupado. Dice que el otro día se marchó usted enfadada, y anda triste desde aquella tarde. Se va a contentar cuando vea que ha vuelto. Yo creo que pensaba que ya no la iba a ver más nunca.

Era un discurso demasiado largo para Lucinda, que acabó su parlamento bajando la cabeza y ruborizándose bajo la piel cetrina. Me deprimía pensar que era yo quien despertaba sus temores, quien azuzaba su aire medroso. Y aquella tarde, precisamente, decidí empezar a poner remiendos a una situación que no nos ayudaba a ninguna de las dos.

– ¿De dónde es usted, Lucinda? -le pregunté.

– De Bolivia. -La pregunta la había cogido por sorpresa.

– ¿De La Paz? -insistí.

– Quite de ahí, soy de una aldea chiquita. Palomares se llama. -Me miró arrugando los ojos, que eran pequeños y oscuros-. ¿Viene a ver al señor Silvio, verdad?

La pobre mujer debía de estar horrorizada ante la perspectiva de que mi intención fuese tener una charla con ella en mitad del vestíbulo.

– Sí, claro… pero es que al oírla hablar… yo tuve un compañero de clase boliviano -era mentira, por supuesto- y su acento me recuerda al suyo. Él era de La Paz. Se llamaba José Andrés Cifuentes. Muy buen chico, y muy listo.

Al escuchar el nombre que acababa de inventarme, Lucinda me miró con una expresión reconcentrada.

– Pues no me suena, señorita Cecilia. Pero es que Bolivia es muy grande. -Meneó la cabeza-. Ande adentro, que el señor Silvio acaba de despertarse de la siesta.

Pasé a la sala. El abuelo estaba allí, solo, mirando por la ventana. No parecía haber oído el timbre de la puerta ni mi conversación con Lucinda. Como mi primera tarde en aquella casa, pude mirarle sin que él me viera: el perfil limpio recortado en la tarde de otoño, el cabello blanco, las manos nudosas y los ojos fijos en quién sabe qué, como si estuviese esperando algo. O quizá como si pensase que no había nada que esperar, puesto que todas las cosas ya habían sucedido. Así que esto es la vejez, pensé.

– Hola, Silvio…

Apartó la vista de la ventana, y la forma en que me miró hizo que entendiese hasta qué punto había sido implacable con él la otra tarde al marcharme de aquel modo.

– Cecilia, hija…

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me acerqué a Silvio y le di un breve abrazo cuando se levantó a saludarme. Olía a loción de afeitado y a jabón de La Toja.

– Pensé que no ibas a volver.

– Qué tontería…

– Pero siéntate. Lucinda traerá el té enseguida. ¿Hace frío en la calle? ¿Quieres que subamos la calefacción?

No sabía si me merecía todos aquellos mimos, pero los acepté de buen grado. Lucinda apareció con la bandeja de la merienda y, por primera vez desde que la conocía, me dirigió una sonrisa que quise entender como cómplice. Ella nos sirvió el té y el bizcocho, y se retiró igual que siempre, en su particular silencio, como si se hubiese desvanecido en el aire.

– Cecilia… hay algo que quiero explicarte. Es por lo del otro día…

Yo no necesitaba aclaraciones. Sólo quería olvidar lo que había pasado y mi lamentable comportamiento. Las excusas de Silvio no harían sino avergonzarme todavía más, y ya me encontraba suficientemente arrepentida tras haber sacado los pies del tiesto.

– En realidad, soy yo la que tiene que explicarse -le dije-. No debí haber reaccionado de esa forma… Había tenido un día horrible, ¿sabe? Y supongo que…

Silvio me interrumpió.

– No, eso es igual. Pero me gustaría que entendieses a qué me refería cuando dije que quizá era mejor que las cosas hubieran sucedido así con tu madre.

– Le aseguro que no es necesario.

Silvio se pasó la mano por los ojos.

– Pues yo creo que sí. Dame unos minutos, ¿de acuerdo? -Desvió la vista y, apoyando la espalda en el sillón, volvió a mirar por la ventana-. Verás, mi mujer… la abuela de Elena… también murió de cáncer.

– No lo sabía. Lo siento mucho. -Era una frase torpe. Elena debía haberme advertido de aquella coincidencia.

– Sucedió hace tiempo, antes de que Elena naciera. Carmen estuvo enferma durante casi doce años. A ella le diagnosticaron el tumor en una exploración de rutina. Carmina era muy joven y no reaccionó bien cuando supo lo que le ocurría a su madre. Ya sabes lo que viene en cuanto te dicen que tienes cáncer: quimioterapia, bomba de cobalto, la incertidumbre de las revisiones… Mi hija no estaba preparada para lo que se nos vino encima. Y se hundió. No puedo explicarte el daño que aquello le causó a Carmen. Creo que el ver así a su hija fue para ella mucho peor que el propio cáncer. Carmina adoraba a su madre. Intentaba ayudarla, pero, sencillamente, era incapaz. Le faltaban años, experiencia, sentido común, fortaleza, todo. Esas son cosas que uno aprende poco a poco, y ella tuvo que asumirlas de un solo golpe en mitad de su paso a la edad adulta. Lo llevó muy mal. Mucho peor que Carmen su enfermedad. Después, cuando ella murió, a Carmina le costó mucho superar la convicción de que había sido incapaz de ayudar a su madre.

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