Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Aquél fue el último verano que Elijah y yo pasamos en España. Cuando llegó el mes de junio de 1932, Zachary West pidió permiso a mis padres para llevarme consigo en un viaje al extranjero. El plan era quedarnos una semana en Biarritz, y viajar luego a París para permanecer en la ciudad durante veinte días. En la casa, sólo mi abuela objetó que era demasiado joven para irme tan lejos, pero era un argumento sin demasiada consistencia y nadie lo tomó en consideración. Además, en 1932 un chico de quince años estaba mucho más cerca que ahora de la edad adulta. Así que mi padre gestionó mi pasaporte y me dejó marchar con sus bendiciones. El día que nos despedimos, mi madre se dio la vuelta para que no la viese llorar.

Fue ese verano cuando conocimos a Ithzak Sezsmann. Era el hijo único de Amos Sezsmann, un famoso violinista polaco a quien Zachary West, melómano declarado, había escuchado tocar en Berlín y en Viena. La esposa de Amos Sezsmann había muerto dos años atrás, y desde entonces él y su hijo viajaban siempre juntos para que el chico no estuviese solo en Varsovia durante las giras de su padre.

Algo mayor que nosotros, Ithzak era un adolescente sensible, algo triste -supongo que por la pérdida prematura de su madre- y de una inteligencia extremada. Era el perfecto ejemplo de un niño prodigio, que tocaba el violín y el piano con la soltura de un virtuoso, hablaba tres idiomas además del polaco y se comportaba con la corrección y la prudencia de un adulto precoz. Acababa de cumplir dieciséis años y quería ser director de orquesta. Ithzak hablaba de su futuro como músico con la firmeza del que ha tomado una decisión irrevocable, sin calibrar siquiera la posibilidad de que las circunstancias, la suerte o el destino fuesen capaces de torcer su voluntad de hierro.

La primera vez que vimos a Ithzak Sezsmann fue en París, en la embajada americana donde nos alojábamos durante nuestra estancia en la ciudad. Su padre había sido invitado a cenar después de ofrecer un recital, y para desconcierto del embajador, se presentó en compañía de su hijo, a quien el protocolo no había asignado un lugar en la mesa de gala. Zachary West propuso entonces que se uniera a Elijah y a mí, que cenábamos solos en las dependencias de invitados. Confieso que al principio me incomodó la presencia de aquel muchacho pálido y ojeroso, delgado como un huso, de cabello pajizo y relucientes ojos azules que parecían prestados. A los quince años y con una amistad tan bien definida como la nuestra, había veces que Elijah y yo veíamos a los demás como simples intrusos que iban a ser incapaces de comprender las reglas de conducta de nuestro dúo feliz. Pero Ithzak era distinto. Empezó a hablarnos en francés, y al darse cuenta de que yo no le comprendía, siguió la conversación en un inglés gramaticalmente impecable y de pronunciación casi perfecta. Era un chico extraño. Parecía libre de toda timidez, a pesar de su innato sentido de la moderación, y nada le acobardaba, ni siquiera la sensación de estar de más que Elijah y yo transmitíamos a veces sin darnos cuenta. En quince minutos hizo las preguntas precisas para conocernos a ambos, y prestó a las respuestas que le dábamos una atención halagadora y sincera. Luego, sin esperar nuestras inquisiciones, nos habló de su vida, de los viajes con su padre y de su intención de convertirse en músico. Contó que había aprendido a tocar el piano con cinco años, como si fuese un joven Mozart, y que no estaba muy seguro de cuál era su lengua materna, pues había sido educado en alemán, francés y polaco. El inglés lo había aprendido después, «por eso lo hablo peor», se justificó. Nos dijo que había padecido sarampión y tos ferina, que ahora cojeaba un poco a consecuencia de un accidente ocurrido hacía un mes cuando montaba a caballo, y que no sabía nadar porque había tomado un miedo cerval al agua desde que, siendo muy pequeño, estuviera a punto de ahogarse en un estanque. También nos habló de su casa de Varsovia, de los estudios precozmente comenzados en el conservatorio, de la excelente relación que mantenía con su padre, estrechada a la fuerza tras la muerte de su madre. Hablaba de sí mismo con una rara distancia, como si estuviese refiriéndose a otra persona, y parecía tener tanto interés en subrayar sus virtudes y sus logros como en dejar evidencia de sus limitaciones. Aquella noche, después de haber compartido con Ithzak nuestra cena para dos, Elijah y yo decidimos que aquel músico en ciernes podía convertirse, siquiera por un tiempo, en vértice de nuestro triángulo fraternal.

Ithzak y su padre se quedaron en París durante una semana. Antes de regresar a Varsovia debían hacer una parada en Amsterdam, donde Amos Sezsmann iba a ofrecer un único concierto. Zachary West y el músico acogieron con agrado la amistad incipiente nacida entre nosotros tres, y fomentaron nuestros encuentros durante la estancia de todos en la Ciudad de la Luz. Juntos visitamos los museos de París y el palacio de Versalles, subimos al último piso de la Torre Eiffel e hicimos cortas excursiones por los alrededores.

Recuerdo lo mucho que nos divertimos. El tiempo era espléndido, y París me pareció una ciudad radiante hecha para invitar a la vida. Creo que aquella semana fue una de las más felices que pasé nunca. Tenía quince años, buenos amigos y muchos planes y había descubierto que el mundo era enorme y estaba lleno de lugares deslumbrantes dignos de ser conocidos. Aquel verano decidí que Francia era sólo el principio de un larguísimo periplo que debía llevarme por los cinco continentes. Por las noches, soñaba con trenes y barcos, con aviones y coches de alquiler, con otras razas y otros hombres distintos que me esperaban en cada rincón del mapa.

Llevábamos ya quince días en París. Entre nuestros planes estaba el pasar unos días en Bruselas para finalizar las vacaciones, pero Amos Sezsmann convenció a Zachary de que cambiásemos la ruta y les acompañásemos en su visita a Holanda. Recordaré siempre aquel viaje en compañía del violinista y el futuro director de orquesta, y no sólo por el grato ambiente de camaradería que se desató desde el primer momento. Durante aquellos días tuve ocasión de descubrir hasta qué punto era perfecta y envidiable la relación entre Ithzak y su padre. Ambos parecían muy por encima de ataduras familiares, del afecto impuesto por los lazos de sangre. Eran amigos, cómplices, compañeros de fatigas, colegas, hermanos. Se reían exactamente igual y de las mismas cosas, tenían idéntica forma de sorprenderse y de emocionarse. Durante el viaje nocturno de París a Amsterdam, tocaron juntos el violín en el vagón restaurante, cuando ya todos los clientes se habían marchado. En un instante, una música prodigiosa recorrió todo el tren y, en un silencio lleno de respeto, los viajeros fueron abandonando sus compartimentos para compartir con nosotros aquel concierto improvisado de los dos Sezsmann.

Físicamente no se parecían demasiado. Amos era corpulento y su hijo más bien delgado, y los rasgos faciales de Ithzak eran notablemente más finos que los del padre, quien tenía los ojos saltones y una nariz enorme que parecía hacer alarde de su origen judío. Además, el señor Sezsmann tenía edad para ser el abuelo de su hijo. Pero aquella noche, mientras tocaban juntos, se obró en ambos una metamorfosis milagrosa, y me di cuenta de que, cuando estaban haciendo música, aquellos seres eran tan parecidos como dos gotas de agua. Era su expresión de triunfo mientras domesticaban las cuerdas del instrumento e iban haciendo surgir las notas en el orden preciso, el brillo idéntico en la mirada de ambos, incluso la forma casi salvaje de sostener el violín con la barbilla lo que les hacía prácticamente iguales. Tuve la convicción de que, cuando estaban tocando, el hombre y el muchacho sentían exactamente lo mismo, y que la energía que ponían en la música fluía del mismo sitio, de un lugar incógnito para todos excepto para ellos. Intuí que los Sezsmann, padre e hijo, estarían unidos de por vida por una misteriosa relación que nadie, salvo ellos dos, sería capaz de entender. Cuando acabó la música, Ithzak y Amos se abrazaron mientras los demás rompíamos con nuestros aplausos el breve silencio de los violines, y un segundo después cada uno de los Sezsmann recuperó su forma original, su diferencia frente al otro, y volvieron a ser padre e hijo, el niño que caminaba hacia la edad adulta y el hombre que veía acercarse el momento de la senectud.

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