Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Mi padre había arreglado las cosas para que, durante sus estancias en Ribanova, Elijah pudiese tomar lecciones en el colegio al que yo acudía. Mi amigo se había vuelto algo más sociable, pero de todos modos los otros chicos pusieron límites a su completa adaptación. Es cierto que habían acabado por habituarse a su presencia inconstante entre nosotros. Ya no le miraban como si llegase de otra galaxia, y algunos incluso intercambiaban con él algunas bromas sin consecuencias. Pero, en cualquier caso, Elijah seguía siendo un ser distinto, al que se podía tolerar pero no integrar completamente. Él lo sabía, y creo que en el fondo le daba exactamente igual la consideración que de su persona pudieran tener todos aquellos muchachos.

En cuanto a mí, llegué a la conclusión de que poco o nada tenía que ver con los chicos que se negaban a derribar el muro levantado entre ellos y mi amigo, y fui yo quien voluntariamente se aisló de todos ellos. Durante las ausencias de Elijah, me relacionaba más bien poco con mis compañeros de clase. Pasaba mucho tiempo solo, generalmente leyendo. En una de sus visitas, Zachary West me trajo como regalo una colección completa de novelas de aventuras escritas en inglés, y los volúmenes de Karl May, Jack London o Conan Doyle se convirtieron en buenos compañeros de armas. No necesitaba mucho más. Fue en aquellos años cuando aprendí que la soledad puede ser un valor en sí misma, y que uno alcanza la completa madurez cuando sabe asumirla e incluso disfrutar de ella en su justa medida. Aquel que sabe estar solo tiene más facilidad para apreciar la buena compañía, y el que no se encuentra a gusto consigo mismo difícilmente estará bien con los demás.

Es cierto que mi amistad con Elijah y el consiguiente acercamiento a los West me distanció un poco de mi propia familia. Solía pasar con ellos casi toda la temporada de vacaciones, a veces en la casa de Madrid, a veces participando de algún viaje preparado por el padre de mi amigo. Nos llevaba a Santander, a San Sebastián, a las playas templadas del Mediterráneo, a la costa de Cádiz. Hasta entonces, yo había viajado poco con los míos. Mis abuelos no estaban en condiciones de baquetearse demasiado en trenes y coches de alquiler, y la salud de mi madre, que siempre fue delicada, desaconsejaba los desplazamientos largos. Con ellos iba a tomar las aguas al balneario de Caldas, y, una vez al año, a pasar una semana en La Coruña para que Efraín y yo nos diésemos los convenientes baños de mar. Por eso, aquellos viajes con los West tenían todos los ingredientes de la mejor aventura.

Nunca supe qué opinaban mis padres acerca de mi querencia por la que empezaba a ser mi familia de adopción, pues jamás me comentaron nada al respecto. Supongo que el desapego que demostraba hacia ellos cuando me marchaba, jubiloso, a pasar lejos de Ribanova dos, tres o cuatro semanas tenía que ser para ellos un motivo de disgusto. Su hijo mayor les había sido arrebatado por un americano misterioso y rico, que cojeaba de la pierna derecha y se permitía el lujo de desaparecer durante dos meses al año como si se lo hubiese tragado la tierra. Pero, por otro lado, mis padres debieron de ver con claridad el abanico de posibilidades que se abría ante mí gracias a la relación mantenida con los West: iba a viajar, a ver el mundo, a conocer una realidad que en Ribanova me estaba vedada. Había aprendido a hablar inglés con una corrección más que notable, a comportarme en la mesa con la exquisitez de un príncipe ruso y, a pesar de mi poca edad, a interesarme siquiera mínimamente por los avatares de la política europea. Zachary West me enseñó a escuchar música y a contemplar pintura -aunque nunca fui un experto en ninguna materia-, a practicar algunos deportes entonces considerados elitistas como el patinaje o el tenis, a apreciar la buena comida y a disfrutar de pequeños lujos, desde las trufas de chocolate a los almohadones de plumas, los jerseys de cachemir o los baños turcos.

– Aprecia estas cosas, Silvio, pero jamás te acostumbres a ellas -me dijo una vez-. El que no sabe prescindir de los placeres es tan imbécil como el que se muestra incapaz de valorarlos.

El tiempo pasó para todos. Mi hermano Efraín se convirtió en el mismo niño que yo había sido. Heredó de mí muchos juguetes, varias prendas de ropa y determinados rasgos de carácter. Sin parecemos mucho, algunos de nuestros comportamientos y nuestras actitudes eran sorprendentemente similares. Después de haberle detestado durante sus primeros meses de vida, había aprendido a quererle, pero de una forma equivocada, y le dedicaba las mismas atenciones que hubiera prestado a un cachorrito. Por su parte, él me adoraba, y jamás ocultó su admiración por aquel hermano mayor que, cuando no estaba fuera de casa, no hacía otra cosa que contar los días que le faltaban para marcharse otra vez. Soy consciente de que nunca correspondí al cariño de Efraín con la intensidad que hubiera debido, y que el haber limitado mi afecto hacia él fue un error del que me arrepentí durante toda mi vida adulta. En aquellos años, perdí por voluntad propia la ocasión de convertirme en el mejor amigo de mi hermano.

Estaba a punto de cumplir catorce años cuando los republicanos hicieron poner pies en polvorosa a la familia real, que salió de España en dirección al exilio en aquella primavera de 1931. Mi abuelo, que era un monárquico ferviente, llegó a llorar por la marcha de don Alfonso XIII. Avanzamos hacia el desastre, dijo, pero no encontró eco en ningún otro miembro de la familia, pues mi padre sentía pocas simpatías por el rey y entonces las mujeres no solían entrar a discutir asuntos de ese tipo. No, Cecilia, no me mires así: eran cosas de la época.

El advenimiento de la República coincidió con una de las ausencias de Zachary West. Elijah estaba en nuestra casa el 14 de abril, y aquel día él y yo pensamos que el ocaso de la monarquía española y la desaparición del señor West podían estar directamente relacionados. La idea de imaginar al padre de Elijah como uno de los artífices de la caída de Alfonso XIII nos llenaba de emoción. Aunque éramos demasiado jóvenes como para entrar de lleno en cuestiones políticas, ambos simpatizábamos con la causa de la república. Supongo que aquella querencia nuestra estaba claramente influida por el ideario particular del señor West, que aseguraba que en una sociedad moderna el concepto de los privilegios heredados estaba condenado a desaparecer para siempre. Además, Zachary afirmaba que el rey Alfonso le había causado una pésima impresión cuando tuvo oportunidad de conocerlo durante una recepción en el palacio real.

– Es pobre de espíritu, pagado de sí mismo y profundamente egoísta, lo cual sorprende viniendo de una persona que lo tiene todo. El carácter de este hombre es fruto de sus pocas luces, y también de una malísima educación. Le han criado para convertirse en un niño pera, no para ser un jefe de Estado.

Zachary West podía ser muy duro en sus juicios cuando quería. Su desprecio hacia el carácter del rey en particular y la institución monárquica en general nos convenció de su concurso en la caída de los Borbón. Ni Elijah ni yo podíamos sospechar que el señor West tenía entre manos algo mucho más grave, y que en aquel momento le importaba bastante poco el envío al exilio de un rey mal educado.

El padrastro de Elijah regresó a mediados de mayo. Le encontré desmejorado y algo triste, y no entendí muy bien a qué venía aquella palidez ni el gesto adusto que llevaba en la cara, si acababa de culminar con éxito una misión en favor de la democracia y la abolición de los privilegios de sangre. Aquel verano lo pasamos en Santander, y en esta ocasión Zachary convenció a mis padres para que viajasen con nosotros. Mi madre protestó débilmente alegando que no se encontraba demasiado bien, pero el señor West insistió, diciendo que el descanso junto al mar mejoraría su salud y su estado de ánimo. Así que nos acompañaron y pasaron en Santander dos semanas enteras. Fue divertido estar fuera de casa todos juntos, aunque debo decir que Elijah y yo hacíamos la guerra por nuestra cuenta la mayor parte del día. Efraín trataba de seguirnos a todas partes, pero a los catorce años un hermano que sólo tiene siete resulta un estorbo. Así que el pobre Efraín estaba casi siempre con mi madre que, tal y como Zachary West había augurado, se había fortalecido con el aire del mar y los baños de sol, y estaba más guapa que nunca. A veces la veía desde la playa, paseando despacio por el Sardinero, acompañada de mi padre o de algunas amigas ocasionales que había conocido en el hotel, y tenía que recordar que aquella dama elegante y hermosa era mi madre. Quizá porque, en el fondo, ya había empezado a distanciarme de ella espiritualmente.

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