Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Tras estrechar nuestras manos, el recién llegado se dirigió a Sezsmann en polaco y en un tono de voz apenas audible.

– De eso nada, Siewerski. No quiero hablar en privado. Al contrario, prefiero tener testigos de lo que va a decirme, y le rogaría que hablase en inglés para que mis amigos puedan entenderle. Los artistas necesitamos público en nuestras horas de gloria, y también en los momentos de humillación. Vamos, hable. Le escucho.

– Señor Sezsmann… sabe que es mi músico favorito… de todos mis representados no hay ninguno al que admire más que a usted…

– Pero ha consentido que anulen una gira contratada desde hace nueve meses… ¿Qué explicación le han dado? ¿Creen que me he vuelto imbécil, que me han cortado una mano? ¿Que no estoy a la altura de los teatros alemanes?

– Señor Sezsmann… lo que ocurre es complicado… no sé cómo decirlo…

– Oh, eso me resulta difícil de creer…

Me pareció que a Siewerski se le llenaban los ojos de lágrimas.

– No quieren que toque en Alemania porque… porque es usted judío. Lo siento, señor Sezsmann. Puedo conseguirle algo en Salzburgo para los primeros días de agosto… y sabe que en Viena están locos por contratarle… Hay… hay una sala de conciertos en Praga desde donde me preguntan a diario si tiene fechas libres…

Siewerski desgranó ante nosotros todo un rosario de nombres de ciudades y teatros donde estarían dispuestos a recibir a Sezsmann con los brazos abiertos. Pero creo que el músico ya no le escuchaba. En su cabeza, y también en las nuestras, resonaba sólo aquella frase que supuestamente lo explicaba todo: «Es usted judío.»

Hannah Bilak regresó a Varsovia cinco días después. La misma mañana en que deberíamos estar tomando nuestro tren en dirección a Berlín, la vimos paseando por el parque en compañía de su abuela. En un principio me llamó tanto la atención el porte majestuoso de la anciana, que ni siquiera me fijé en aquella niña vestida de blanco, que llevaba el cabello dorado recogido en una trenza. Me di cuenta de que se trataba de la joven de los sueños de Ithzak cuando éste enrojeció violentamente al distinguirla entre el grupo de caminantes que disfrutaban de la mañana de verano. A nuestro amigo le temblaban las piernas.

– Ya ha vuelto. No puedo creerlo. Voy a saludarla. Vosotros quedaos aquí un momento.

– ¿No nos vas a presentar? -En nuestro tono había un deje de burla.

– Ahora no. Llevo dos meses sin verla. Otro día, ¿de acuerdo? Id a dar un paseo, o volved a casa.

Se alejó atusándose el pelo y tratando de colocar bien el cuello almidonado de su camisa blanca. Elijah y yo elegimos una posición más bien discreta para observar aquel reencuentro y, a qué negarlo, tomar nota de los gestos y ademanes de Ithzak para mofarnos de él en cuanto tuviésemos ocasión. Le vimos acercarse a Hannah y a su abuela, hacer una profunda reverencia a la mujer e inclinar respetuosamente la cabeza delante de la niña y, a continuación, unirse a ellas en el paseo matinal. Elijah y yo desechamos la idea de seguirles: no había nada demasiado interesante en aquella escena, así que regresamos a casa.

Ithzak estaba muy contento cuando volvió, poco antes de la hora de comer. Dijo que le había hablado de nosotros a la abuela de Hannah, y que ésta nos había invitado a tomar el té aquella misma tarde. Así que a las cuatro menos cuarto, perfectamente arreglados y llevando en las manos una caja de bombones para la señora Bilak, Elijah, Ithzak, y yo nos presentamos en la casa de Hannah.

Era una residencia más bien modesta, pequeña y exquisitamente decorada, lo que me hizo pensar que seguramente la familia Bilak había conocido tiempos mejores. Una criada vieja y gruesa nos abrió la puerta y nos condujo al salón, donde nos esperaban Hannah y su abuela. Excepto para Ithzak, a quien la proximidad de Hannah hacía sentirse en el séptimo cielo, fue una tarde aburrida para todos. La conversación discurrió en francés, y al no conocer yo el idioma más allá de media docena de palabras, apenas pude meter baza. La señora Bilak, que era alta y delgada y tenía un magnífico cabello plateado recogido en un moño, nos trató con una frialdad considerable. Cuando nos despedimos, cerca de las seis y después de haber tomado un par de tazas de té y media docena de pastelillos resecos, me dije que no había sido una buena idea aceptar aquella invitación. Por alguna razón, las Bilak no se sentían cómodas con nuestra presencia en aquella casa. Entonces ¿por qué demonios nos habían invitado?

Aquella noche, Ithzak se las arregló para hablar a solas conmigo. Acababa de recibir una carta de Hannah Bilak en la que le pedía, me dijo, que disculpásemos la escasa simpatía de su abuela. Al parecer, le había desconcertado la presencia de Elijah.

– ¿Por qué?

Ithzak me miró, desesperanzado.

– Silvio, Elijah es… es negro. ¿Con cuántos negros te has cruzado en Varsovia? Apostaría a que la señora Bilak jamás había visto a un ser humano de un color distinto al suyo.

Así que ahí estaba el problema. Acababa de descubrir que Varsovia, a pesar de sus parques umbríos, sus palacios dieciochescos y sus amplias avenidas con ínfulas modernas podía ser un lugar tan atrasado como mi pequeña ciudad natal. Intenté adoptar un aire de indiferencia.

– Bueno, no te preocupes. Puedes decirle a tu amiga que ni Elijah ni yo volveremos a su casa para no herir la sensibilidad de nadie. La verdad, empiezo a pensar que es muy difícil moverse por el mundo. A tu padre no le quieren en Alemania porque es judío, y a Elijah no le quieren en casa de Hannah porque es negro. Debo de tener suerte de ser blanco y católico…

Ithzak parecía desolado.

– No es culpa de Hannah. Ella dice que Elijah le parece muy simpático. Y tú también. Sólo que, mientras que Elijah esté aquí, tendremos que vernos sin que su abuela se entere.

Tenía dieciséis años y todas aquellas tonterías empezaban a ponerme de mal humor. Encuentros clandestinos, engaños, secretos… Tiempo atrás, quizá aquellas conspiraciones me hubieran parecido emocionantes, pero ahora encontraba que todo aquello era una verdadera niñería.

– Mira, Ithzak, no te preocupes por nosotros. No te estorbaremos, ¿de acuerdo? Podrás ir a casa de Hannah, pasear con ella y con su abuela y hacer todo lo que te apetezca. Elijah y yo nos mantendremos a distancia.

– Por favor, no digas eso. Yo quiero estar con vosotros. Sois mis amigos y no tenemos muchas ocasiones de vernos. A mí no me gusta el comportamiento de la señora Bilak, ni a Hannah tampoco… por favor, Silvio, quiero que estemos todos juntos… Quiero que Hannah sea vuestra amiga…

Prometí a Ithzak que le ayudaría. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Aquellas semanas en Varsovia fueron irrepetibles por lo extrañas. Elijah, Ithzak y yo nos veíamos a diario y en secreto con una adolescente judía que escapaba de la vigilancia de su abuela para reunirse con nosotros. Las conversaciones discurrían en francés, pero mis amigos traducían para mí algunas frases, y Hannah se esforzaba por utilizar las cuatro palabras que sabía en un inglés macarrónico para comunicarse conmigo.

Por supuesto, no hicimos ningún viaje. Después de la visita del señor Siewerski, Amos Sezsmann había caído en una profunda melancolía, así que rechazó todas las proposiciones viajeras del bueno de Zachary West, que se quedó con las ganas de conocer Cracovia. Él y el señor Sezsmann pasaban muchas horas hablando. West congenió enseguida con otros amigos que solían visitar la casa: un puñado de intelectuales polacos tan distinguidos como el propio Amos, que dominaban el inglés y venían casi a diario después de cenar para dilatarse hasta el alba en conversaciones que, invariablemente, acababan deslizándose en el terreno de la política, y más en concreto de la ola antisemita que estaba barriendo Alemania. Algunos de los amigos de Sezsmann eran también judíos, y casi todos habían tenido ocasión de comprobar en carne propia que no eran bienvenidos más allá de la frontera germana. Jan Szapiro, un profesor de filosofía que llevaba diez años dictando un seminario de verano en la Universidad de Heidelberg había recibido una carta del propio rector informándole de que su compromiso quedaba rescindido « sine die », y Pawel Grupinska, un anticuario oriundo de Galitzia que tenía negocios en el país vecino, había visto denegado su visado cuando estaba a punto de viajar a Alemania.

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