Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

Здесь есть возможность читать онлайн «Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «En tiempo de prodigios»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

En tiempo de prodigios — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «En tiempo de prodigios», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Me imagino que por eso, cuando mi madre se puso enferma, fue pánico lo primero que sentí. Miedo puro al entender que se avecinaba un encuentro con el dolor en mayúsculas, con una forma de dolor desconocida. ¿Qué tamaño tendría ese dolor? ¿A qué sabría, a qué olería? ¿Me dejaría dormir? ¿Me dejaría respirar? ¿Sería posible hacer alguna otra cosa al margen de sentir dolor? ¿Es factible caminar, comer, vestirse, mantenerse en pie con el alma partida en dos? ¿Puede soportarse ese dolor sin reventar por dentro, sin dejarse caer de bruces sobre el suelo, sin gritar? ¿Sería yo capaz de tolerar el dolor? Y mientras esperaba la respuesta a esas preguntas me consumía de miedo, de un miedo irracional que me cortaba el aliento. Aquello duró muy poco. No tardé en darme cuenta de que si quería servir de ayuda a las personas que amaba, tenía que aparcar ese pánico, colocarlo en segunda, en última posición. Así lo hice: puse mi miedo en el mismo lugar que otras muchas cosas que habían dejado de tener importancia. La necesidad de ayudar a mi madre lo ocupó todo. Así vencí mi miedo. Y supe entonces que, a mi manera, también podría resistir el dolor sin venirme abajo.

Fue lo primero que aprendí al morir mi madre: que la fortaleza del alma humana no conoce límites. Que estamos hechos para aguantar absolutamente cualquier cosa. Sí, ya sé que existen casos de personas que se han trastornado después de sufrir una tragedia, pero esos ejemplos son la excepción y no la regla. El instinto de supervivencia y el afán por conservar la cordura son, en muchos casos, muy superiores al propio sufrimiento. Por eso el dolor casi nunca nos mata, ni nos vuelve locos. Nos mutila por dentro, eso sí, pero ¿es que no puede uno vivir lisiado?

El dolor es parte de un largo proceso de crecimiento al que casi todo el mundo debe enfrentarse en alguna ocasión. Supongo que son pocos los que saben hacerlo de la forma correcta. Recuerdo que, siendo yo una niña, una mujer llegó a mi barrio y abrió junto al mercado de abastos un bazar de útiles domésticos. Vendía cafeteras, baterías de acero inoxidable, tostadoras de pan y artilugios de cocina. Aquella mujer tenía poco más de treinta años, vestía de negro y siempre estaba triste. Un día, mi madre supo su historia y nos la contó, supongo que para que no juzgásemos mal su sempiterno gesto de amargura. El marido de la dueña del bazar había muerto seis meses antes. Sólo unas semanas después, su hijo pequeño sufrió una meningitis fulminante y murió también. Viuda y con otro niño, la mujer había abierto el negocio para ganarse la vida. Se me encogió el corazón al escuchar aquel relato, y empecé a observarla con una piedad infinita cada vez que pasaba por delante de la tienda. Allí estaba ella, entre espumaderas, batidoras y sartenes antiadherentes, siempre haciendo algo, colocando cajas, ordenando el mostrador, tejiendo… No sé qué me desconcertaba más: si el despliegue de energía de aquella mujer o el que conservase, a pesar de su eterna tristeza, una completa serenidad. Nunca la vimos llorando. A veces se le perdía la mirada o contraía el gesto, y supongo que era entonces cuando redoblaba su actividad, llevaba las cajas vacías al almacén, colocaba las piezas de menaje, quitaba el polvo de los estantes, recomponía el escaparate o retomaba una labor de punto que siempre llevaba consigo. Yo no entendía el porqué de tanto ajetreo. Era una niña, y no imaginaba que la entrega al trabajo pudiese ser una forma de dar esquinazo momentáneo a la desesperación.

A veces, por la noche, le rezaba a Dios para pedir que aquel negocio fuese viento en popa, y se me aligeraba un poco el espíritu cuando a través del escaparate descubría a alguien adquiriendo una sandwichera, unas tazas de desayuno o una cubertería. Yo misma compré en el bazar un juego de café bastante feo con el propósito de colaborar en la prosperidad de aquella pequeña empresa, que pertenecía a la más desdichada de todas las personas con las que tenía contacto.

Una tarde vi a aquella mujer después de cerrar la tienda. Llevaba un abrigo negro y una bufanda del mismo color alrededor del cuello. Me saludó con la sonrisa triste de siempre, y luego se subió en una bicicleta. Entonces, en Lugo, nadie iba en bicicleta por el casco urbano. Ella usaba la suya para desplazarse, quizá porque no podía permitirse el comprar un coche. Y aquella tarde, tras verla pedalear con energía, con los músculos tensos y el rostro todavía joven desafiando al frío del invierno, supe que estaba ante alguien excepcionalmente valiente, que a pesar de su congoja quería salir adelante, que era capaz de encarar su desgracia y seguir viviendo. Esa mujer nunca lo supo, pero con los años se convirtió para mí en un referente moral. Me dije siempre que, al llegar la hora del dolor, querría estar hecha del mismo material que ella.

Yo no soy como aquella joven madre que montaba en bicicleta con el abrigo negro y el alma golpeada por una desgracia que, sería injusto no reconocerlo, era mucho mayor que la que me ha tocado en suerte. Pero, aunque hace mucho que no pienso en ella -y sin embargo ahora vuelvo a verla con una inexplicable nitidez- supongo que debería recordar su valor para convencerme de que, quizá, yo también puedo ser valiente.

El dolor nos quita muchas cosas, y a cambio nos deja otras. En estos meses me he negado a aceptar que el dolor nos hace crecer, que nos vuelve más sabios e, incluso, un poco más buenos. Que nos descubre facetas que ignorábamos sobre nosotros mismos y también sobre los demás. Por eso es necesario aprovecharse del dolor, exprimirlo hasta el fondo, exigirle una cuota de aprendizaje a cambio de todo aquello de lo que nos ha privado. He escuchado mil veces que la desgracia hace aflorar lo más bajo del ser humano. Yo no puedo estar de acuerdo. Al menos, en mi caso no fue así. La enfermedad de mi madre, su muerte, me mostraron una nueva dimensión del mundo y de las personas, y puedo jurar que nada ni nadie resultó ser peor de lo que parecía. Más bien al contrario. Lo que ocurre es que, en un principio, no me tomé el trabajo de pensar en ello. La pesadumbre llenaba hasta los rincones más pequeños de mi inteligencia, de mis sentidos, de mi capacidad de análisis. Era incapaz de ver más allá de la pena inmensa que sentía, de experimentar algo que no fuese un pesar profundísimo. Incapaz de buscar, entre los restos del naufragio, los útiles indispensables para seguir adelante, como un moderno Robinson.

En el colegio, siendo yo muy pequeña, una profesora nos explicó que, tras el desbordamiento de un río, en sus márgenes se forman las llamadas tierras de aluvión, que son de una fertilidad extrema. Cuando en el pasado las crecidas fluviales arrasaban poblados enteros, los campesinos sabían aprovechar aquellas tierras nacidas del desastre, que eran generosas y devolvían en forma de cosecha una buena parte de lo que el agua se había llevado. Ahora que admito lo mal que lo he hecho durante todos estos meses, me he propuesto explorar el dolor, que después de haber arrasado una parte de las vidas de todos los míos ha debido de dejar entre los escombros algunas cosas que debería conservar y que podrían servirme de ayuda para continuar con mi vida. Es algo que me debo a mí misma. Y, sobre todo, algo que le debo a mi madre.

Recuerdo algo que sucedió la misma mañana en que ella murió. Ya he contado cómo transcurrieron aquellas horas demenciales en casa de mi hermana, cómo aquel lugar se llenó de pena, de desesperanza y de angustia. Durante mucho tiempo recordé sólo eso: el golpe demoledor de la pérdida. No dediqué ni un segundo a pensar en otros acontecimientos que también tuvieron lugar allí y que disputaron un pequeño espacio al desconsuelo que se había enseñoreado de todo. Ahora pienso, por ejemplo, en la dulzura infinita del médico que nos confirmó la muerte de mi madre, su modo sereno de confortarnos al asegurar que nada de lo que hubiéramos hecho habría podido ayudarla a seguir con vida. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, con el pelo gris y supongo que muchas horas de experiencia a sus espaldas. Tenía un tono de voz equilibrado y austero al que era capaz de imprimir una justa dosis de ternura. No había una forma mejor de tratarnos en ese momento. Y recuerdo también que el camillero, que era joven e inexperto -un veinteañero imberbe, más bien poca cosa, a todas luces escasamente acostumbrado a tratar con la burocracia de la muerte- parecía abrumado con nuestra desdicha, y en un momento dado bajó la cabeza para enjugarse, en silencio, dos lágrimas lloradas en nombre de otros, en nuestro nombre, cuando ni siquiera sabía quiénes éramos, ni nosotros sabríamos nunca quién era él. El recuerdo de aquellas lágrimas me sirve hoy para dulcificar, siquiera levemente, el amargo recuerdo de la mañana infame en la que perdí a mi madre.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «En tiempo de prodigios»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «En tiempo de prodigios» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «En tiempo de prodigios»

Обсуждение, отзывы о книге «En tiempo de prodigios» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x