Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Se encogió de hombros.

– Debería decir que sí, pero te estaría mintiendo. Son para un libro que vamos a publicar a finales del año que viene…

– Entonces, si no te importa, ¿podemos hablar dentro de unas semanas? Llevo seis meses trabajando sin parar, y creo que voy a regalarme una especie de vacaciones.

Silvia me apretó el brazo.

– Te las has ganado. Llámame cuando quieras.

Salí del despacho sin la carpeta y con la sensación de haberme liberado de otro peso. Al volver de la editorial, pedí al taxi que se detuviese un poco antes de llegar a casa de Silvio, y paseé sola y en silencio por entre las hojas caídas en el bulevar de Recoletos, mientras el viento de noviembre me acariciaba la cara. Tenía muchas cosas en qué pensar, mucho tiempo que recuperar. Mucha vida que poner en orden después de seis meses entregada al trabajo en cuerpo y alma, parapetándome detrás de mis dibujos, refugiándome en ellos de un montón de cosas a las que no quería enfrentarme. Supongo que, en su momento, el trabajo fue una buena excusa para aplazar mi regreso a la vida. Pero había llegado el momento de volver, o mejor, el momento de empezar otra vez.

Ya había oscurecido cuando llegué a casa de Silvio. Al abrirme la puerta, tuve la sensación de que Lucinda me miraba de otra forma, como si ya no se asustase de mi presencia.

– Buenas tardes, señorita Cecilia. Tomará usted la merienda con el señor Silvio, ¿verdad?

– Claro. Por cierto, Lucinda… -Acababa de ocurrírseme una idea-: ¿Tiene usted hijos?

– Sí, señorita. Tres. Ya están grandes.

Por supuesto. No sé por qué había pensado en niños pequeños. Niños a los que pudiese regalar algunos ejemplares de los cuentos que ilustraba.

– Perdone, ¿por qué lo quiere saber?

– Es que… tengo muchos libros para niños… y si usted tuviera hijos, le traería alguno. Pero, claro, si sus chicos ya son mayores…

El rostro de Lucinda se iluminó.

– Ay, señorita, pero me los puede dar a mí. Yo leo malamente, pero voy despacito y me entero de todo. ¿Me los trae al otro día? ¿Me los trae de verdad?

Se lo prometí. Silvio me esperaba en la sala, ante la mesa con el servicio de té, con la caja de fotografías en una esquina. Mientras merendábamos hablamos de media docena de obviedades: el tiempo de noviembre, el tráfico en Madrid, el precio astronómico de las flores en la fiesta horrenda de los Fieles Difuntos. Conversaciones de ascensor, charla para entretener la espera hasta que pudiésemos llegar a esa parte de la tarde que esperábamos ambos: Silvio, porque quería seguir contando su historia. Yo, porque en cuanto llegaba a aquella casa, se me despertaba la necesidad de saber más acerca de la historia de mi amigo.

– Alcánzame la caja -dijo, en cuanto Lucinda retiró los platos. Sacó unas cuantas fotos que no me enseñó inmediatamente. Las apartó del resto, cerró la caja y puso aquellos retratos boca abajo y encima de la mesa.

– El otro día les dejé a ustedes en la estación de ferrocarril de Varsovia -le ayudé-, despidiéndose de los Sezsmann y de aquella chica, Hannah Bilak. ¿Qué ocurrió después?

Silvio sonrió unos segundos antes de recuperar su gesto grave y retomar el relato.

El verano siguiente lo pasamos entre Italia y Suiza. Amos Sezsmann iba a dar conciertos en Roma, Milán, Zurich y Basilea, y Zachary decidió que acompañarle en su gira sería un buen plan para el mes de agosto. Fueron unas vacaciones estupendas pero, a diferencia de las del verano del 33, estuvieron libres de acontecimientos excepcionales. Nuestro Ithzak había obtenido calificaciones excelentes en el conservatorio, y continuaba su noviazgo con Hannah Bilak. Después de las semanas de zozobra vividas el año anterior, su relación se había consolidado, y aunque me pareció que ya no tenía el apasionamiento de aquellos primeros tiempos -apasionamiento provocado, a partes iguales, por la juventud, las emociones y la incertidumbre- había evolucionado hasta volverse estable y de una grata placidez que iba muy bien al carácter de Ithzak y al de la propia Hannah. Se habían comprometido formalmente aquella primavera, después de que Edith Griessmer diese su consentimiento por escrito desde Alemania, y entre sus planes estaba casarse en cuanto Ithzak concluyera su formación musical. Le quedaba un curso en el conservatorio, y a continuación el señor Sezsmann quería someterle a la disciplina de distintos profesores particulares para consolidar su aprendizaje. Luego vendrían los conciertos, las giras y, me decía yo, los aplausos y la gloria. Aunque Ithzak jamás pensaba en el reconocimiento ajeno. Sólo pensaba en la música. Y, por supuesto, en Hannah.

Amos había invitado a la novia de su hijo a unirse a nosotros en nuestro viaje, pero la anciana señora Bilak no quiso ni oír hablar del asunto: hubiera sido escandaloso que una muchacha tan joven viajase por Europa en compañía de su prometido. Así que Hannah e Ithzak se contentaron con intercambiarse cartas y telegramas en espera del tiempo en el que no tendrían obstáculos para recorrer el mundo los dos juntos. Ithzak hablaba de su matrimonio con Hannah con la misma tranquila seguridad que utilizaba para referirse a su futuro como director de orquesta. Para él, no se trataba de simples posibilidades, sino de estaciones perfectamente prefijadas en el itinerario de la vida. Un día, mientras paseábamos por el Trastévere bajo un sol de justicia aprendiendo que en Roma el mes de agosto puede ser implacable, le pregunté cómo, con dieciocho años, podía estar tan convencido de que su destino era casarse con Hannah y convertirse en músico profesional. Me dijo que porque eran cosas que dependían únicamente de sí mismo: tenía talento y su novia estaba enamorada de él, así que sólo debía cultivar y cuidar aquello que amaba: la música y Hannah.

En el verano del 35 no hubo viaje al extranjero. Mentiría si dijese que Elijah y yo no nos sentimos decepcionados, pues habíamos diseñado por nuestra cuenta una excitante gira con Ithzak por Hungría y Checoslovaquia. Teníamos la tímida esperanza de que se nos permitiera viajar solos en aquella ocasión, y a los dieciocho años la idea de vivir por unos días libre de la presencia de tutores nos parecía emocionante. Pero, cuando Zachary West nos informó de que los Sezsmann iban a trasladarse a España para cumplir con algunos compromisos profesionales de Amos, supimos, resignados, que debíamos guardar en un cajón las guías, las listas de hoteles y los horarios de los trenes. Aunque consideramos casi una desgracia el ver desbaratados nuestros planes para el mes de julio, la perspectiva de ser anfitriones de los Sezsmann nos compensaba hasta cierto punto de la decepción, así que no pensamos más en nuestra excursión frustrada y la pospusimos hasta que llegase una mejor oportunidad. Ahora creo que, si hubiese sabido lo que iba a ocurrir en cuestión de meses, hubiera insistido en realizar aquel viaje.

Ithzak y su padre estuvieron seis semanas con nosotros, primero en Barcelona, donde Amos ofreció dos recitales en el Liceo, y luego en Madrid, pues también había sido contratado para dar un concierto. Después viajamos juntos a Galicia para que los Sezsmann conociesen Santiago de Compostela -a Amos le fascinó la ciudad, que definió como «un magistral concierto de piedra»- y nos quedamos una semana en Ribanova antes de trasladarnos a San Sebastián junto a mi familia. Esta foto nos la hicimos allí, en una terraza junto al paseo marítimo. Mira a mi madre, estaba preciosa con aquel sombrero. La foto la tomó Efraín, que no se separaba de su cámara y parecía entregado al arte de la daguerrotipia. A pesar de que mi hermano no hablaba más idioma que el suyo y apenas podía entenderse con nuestros amigos extranjeros, Ithzak simpatizó mucho con él. Es un artista, me dijo un día, después de verle medir la luz y la distancia de una forma milimétrica, para obtener una foto -por supuesto, en blanco y negro- de la puesta de sol en la playa de la Concha.

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