Es una imagen hermosa. Tres mujeres separadas por un abismo de tiempo y de circunstancias riendo al mismo tiempo. Mi madre, la abuela, intentando a sus sesenta años agarrarse a la vida. Yo, con treinta y cuatro, buscando desesperadamente algún motivo para la esperanza, perdida en mis dudas, haciéndome preguntas, esperando respuestas, intentando dominar mi angustia. Y el bebé, inconsciente de todo, aguardando otra ocasión para seguir riendo. Mi madre, que pertenece a una generación que consideraba a los médicos como enemigos. Yo, que llevo años visitando al ginecólogo y haciéndome exámenes periódicos de todo tipo para prevenir los infinitos morbos de la sociedad moderna. Y la niña, mi sobrina, riendo a nuestro lado. Ella verá otro mundo distinto y, quizá, cuando tenga mi edad, o la edad de mi madre, ya nadie morirá de cáncer. Aquella noche, con menos de un año de vida, ajena a la realidad terrible que nos había tocado enfrentar, se reía sin saber que su risa nos hacía a su abuela y a mí extraordinariamente libres y, por unos segundos, incapaces de pensar en otra cosa distinta de aquellas carcajadas que volaban por la habitación y nos bendecían a las tres. Algún día, cuando sea mayor y capaz de entenderlo, explicaré a esta niña que mucho tiempo atrás hizo a dos mujeres tristes uno de los más grandes regalos que habían recibido en su vida: la oportunidad de ser felices durante unos instantes de plenitud irrepetible.
También recuerdo el día que nevó. La ciudad estuvo bellísima durante unas horas, hasta que la nieve fresca se convirtió en una especie de porquería fangosa que ensuciaba las calles y complicaba el tráfico. Aquella tarde, en muchas páginas de internet publicaron fotos de los edificios nevados, de los parques y jardines cubiertos de blanco. Se las enseñé a mi madre. Y ella hizo el esfuerzo supremo de dejar de lado el dolor físico para admirar conmigo las estampas invernales, los árboles purificados por la nieve, los palacios inmaculados, las calles desiertas de un Madrid distinto. Aquel ordenador portátil dio a la enferma la oportunidad de contemplar la momentánea metamorfosis de un mundo que podía volverse espléndido, y a mí la ocasión de participar de su entusiasmo valiente al ver las fuentes heladas del Retiro, la blanca explanada del Palacio Real, los árboles de los jardines de Sabatini combados bajo el peso de la nieve, las torres nevadas de las iglesias. ¡Qué cosa tan preciosa, qué cosa tan preciosa!, decía ella, mientras yo abría otras páginas y buscaba otras imágenes con las que avivar su espíritu. Sólo los seres extraordinarios, como mi madre, son capaces de hacer algo así: conmoverse pasando por encima de las miserias del sufrimiento. Fue una suerte haberle mostrado aquellas fotos, porque fue la última ocasión que tuvimos para asomarnos juntas a la belleza en estado puro.
Al rememorar aquella tarde, frente al ordenador, se me cayeron algunas lágrimas. Al contrario que otras veces, no las sequé de un manotazo, ni empecé a hacer otra cosa para apartar a empujones el recuerdo de mi madre. Quería entregarme a aquella imagen, ella y yo viendo juntas las fotos de la nieve, mientras fuera hacía frío y el aire del invierno, de nuestro último invierno juntas, golpeaba los cristales. Luego vinieron otras escenas, otras estampas, otras lágrimas. Me vi besando las manos de mi madre la tarde anterior a su muerte. La recordé acariciándome la cara después de que la hubiese arropado en su cama de enferma, en un gesto de gratitud innecesaria. Y seguí llorando todo lo que no lloré el día que murió, y las semanas posteriores en las que dediqué a alimentar mi rabia por su pérdida todo el tiempo que hubiera podido emplear en honrar su recuerdo.
Creo que ha llegado el tiempo de aprender a llorar por mi madre, sin histerismos, sin aspavientos, yo sola, acompañada por su memoria y por su ausencia. Ahora soy consciente del valor de cada lágrima, y me siento aliviada porque, seis meses después, por fin puedo llorar como hay que hacerlo, con la dignidad que mi madre se preocupó de inculcarme y el abandono de quien conoce el peso exacto de la tristeza. Se acabaron los reproches, se acabaron las preguntas. He perdido a mi madre, y eso es lo peor. Eso es lo único por lo que hay que llorar, lo único por lo que se debe llorar, lo único que vuelve necesario el llorar. Qué gran error por mi parte el no haberlo hecho antes. Qué estupidez cometí al buscar excusas para no abandonarme a una legítima tristeza. Prefería sentir rabia antes que estar triste, destilar rencor antes que reconocer el tamaño de mi desconsuelo. Hacer reproches al recuerdo de mi madre antes que dolerme por su muerte. Por fortuna, uno casi siempre está a tiempo de dar marcha atrás y volver a empezar. A tiempo de aprender a hacer las cosas de la forma correcta.
Antes dije que el dolor es una estación de paso. Ahora creo que puede ser también un punto de partida.
Acabé los dibujos unos días antes de la fecha fijada, y tras meterlos en una carpeta me fui a la editorial para hacer la entrega en mano. Normalmente llamo por teléfono para que un mensajero los recoja en mi casa, pero esta vez, no sé por qué, quería llevarlos yo. Hice el trayecto en un taxi y atravesé la ciudad dorada bajo el sol caramelo del mes de noviembre. Había dejado de llover y el cielo azul tenía la transparencia particular que le otorga el otoño. Los árboles conservaban aún parte de sus copas amarillas, y los bulevares estaban cubiertos de una alfombra crujiente de hojas secas. Cuando era niña, hace ya muchos años, me gustaba pasear por el parque dando patadas a las hojas muertas que se amontonaban en los paseos, bajo los plátanos y los castaños de indias. Al verlas volar, mecidas por el aire del otoño, me daba la sensación de estar insuflándoles vida. No sé cuándo dejé de pasear por los parques, de pisar hojas secas, ni tampoco por qué lo hice. Madrid está lleno de parques, de árboles desnudos, de follaje marrón que se derrama cada otoño sobre las avenidas de gravilla.
Entregué los bocetos a la editora. Después de las discusiones de los últimos días, habíamos llegado a una especie de pacto de no agresión. Ella estaba disgustada conmigo, yo con ella, pero el enfado de ambas se desvaneció en cuanto los dibujos estuvieron desparramados por la mesa del despacho, y ante nosotros empezaron a desfilar las princesas de los cuentos, los príncipes encantados, las hadas y los ogros, y el castillo envuelto en maleza donde la bella durmiente se entregaba a su sueño de cien años en espera de un beso de amor.
– Ay, Cecilia… esto era lo que quería.
– ¿Te parecen bien las hadas?
Había dibujado a tres mujeres completamente distintas entre sí, una alegre y serena de edad avanzada, otra delgada y lánguida en su camino hacia la madurez, y una tercera, aniñada y libre de formas, con la mirada esquiva de una adolescente. Tres hadas madrinas diferentes, inconfundibles, particulares. Silvia estaba entusiasmada con aquellos bocetos.
– Creo que es lo mejor que has dibujado en tu vida. Ven, dame un abrazo… pobrecita, he estado insoportable contigo.
– Oh, yo sí que estuve insoportable. Con todo el mundo -suspiré-. Me alegro de que te gusten los dibujos.
– ¿Gustarme? Me entusiasman. Mira el caballo del príncipe, parece que va a echar a volar… y la bruja… Cecilia, este libro va a llevarse un premio. ¿Has traído la factura? ¿No? Pásamela mañana, sin falta. Les daré caña a los de administración para que cobres enseguida. Por cierto, tengo otro trabajo para ti. Como últimamente pareces más rápida que Billy el Niño …
Iba a sacar la libreta de notas para apuntar los detalles del nuevo encargo, pero cambié de opinión.
– Silvia… esos otros dibujos… ¿te corren mucha prisa?
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