Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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La casa estaba llena de gente y de lágrimas. Y entonces, en medio de aquel escenario demencial donde, al menos para la burocracia de la ley, éramos sospechosos de haber asesinado a mi madre hasta que un forense certificara lo contrario, mi hermana se dio cuenta de que la niña tenía que comer y que no había en la casa ni un solo potito. Así que me ofrecí a buscar una farmacia de guardia, pues para colmo de males estábamos en domingo. En domingo de Pascua, para ser más exactos. Todo Madrid flotaba, pues, en el limbo particular de los días festivos.

Era una preciosa mañana de marzo. Descubrí las primeras flores tiernas apuntando en las ramas de los árboles, y hasta me pareció que podía oler su perfume dulzón. Atravesé un parque donde jugaba todo un ejército de niños, hartos de tantos días de reclusión a causa del mal tiempo. En los bancos había padres leyendo el periódico, parejas besándose, jubilados matando el tiempo de su eterno domingo. Me crucé con una adolescente esbelta que patinaba con los brazos abiertos como si tuviese alas, con un niño gordito a quien su padre enseñaba a montar en bicicleta, con una pareja de ancianos que regresaban de la procesión del Domingo de Ramos llevando en la mano, en una escena de otra época, las palmas bendecidas de la Semana Santa. No había nada a mi alrededor que pudiera considerarse deprimente o luctuoso: al contrario, el ambiente que se respiraba en la calle era casi festivo y, en general, tímidamente feliz. El mundo seguía existiendo al margen de mi pena. La vida común me ignoraba y transcurría al ritmo habitual.

Siempre pensé que, en medio de la desdicha, la alegría ajena podía considerarse como un insulto. Pero no es así. La normalidad del entorno era como una especie de bálsamo para las heridas que sangraban en mi interior, un soplo de paz para la conmoción que acababa de sacudir mi vida. Hice un extraño ejercicio de imaginación e intenté ver toda la realidad en su conjunto, conmigo dentro, preguntándome si había algo en mí que desentonara en aquel escenario apacible de una mañana de marzo. Pero no lo había. Allí estaba yo, con mi desdicha, rodeada de niños que jugaban, de hombres y mujeres, y ancianos perezosos, y muchachas ligeras de pies, y chicos de voz aflautada por la pubertad que se llamaban unos a otros. Qué alivio, qué infinito alivio, pensé al caer en la cuenta de que todas aquellas personas ignoraban el tamaño de mi dolor. Nadie me compadecía, nadie se fijaba en mí ni observaba mis reacciones. Yo era un elemento más de la amable mañana de primavera, una pieza que no contribuía a hacer mejor la escena, ni tampoco a empeorarla. Una pieza perfectamente prescindible, pero no necesariamente indeseable.

Para participar del juego, compré los periódicos en el quiosco, y durante un segundo me sentí como en un domingo cualquiera. El que me viese pensaría que la lentitud de mis pasos estaba provocada por la indolencia del fin de semana, por la falta de prisa dictada por los días festivos. Una mujer que camina despacio tras comprar la prensa, bajo el primer sol del año. Ésa era yo para los demás. Nadie especial, nadie distinto, nadie digno de conmiseración. El quiosquero me había dado el cambio con una indiferencia absoluta, libre de atención y de vestigios de lástima. La mujer de la farmacia que me vendió los potitos debió de confundirme con una madre poco previsora. El conductor que se detuvo en un paso de cebra no lo hizo por compasión hacia mi condición de huérfana reciente sino probablemente por dar ejemplo a sus dos hijos, que disfrutaban del domingo en el asiento de atrás. Y el niño del monopatín que estuvo a punto de destrozarme un tobillo al pasar junto a mí me sacó la lengua con una fiereza que no hubiera utilizado, a buen seguro, de saber que mi madre acababa de morirse. Recorrí el camino a casa con los periódicos bajo el brazo, llevando en la mano la bolsa de la farmacia, una tristeza intensísima en el corazón y, en la cabeza, la seguridad de que la vida estaba esperando mi regreso.

Me había entretenido tanto junto a Silvio que llegué a mi apartamento bastante tarde. Aquella noche tenía una cita con unos amigos, y me quedaba el tiempo justo para darme una ducha rápida. Con el albornoz puesto consulté el correo electrónico. Había cuatro mensajes: una oferta de vuelos baratos de un buscador que utilizo a menudo, el acuse de recibo de una factura que había enviado, una nota de la editorial preguntándome cómo iban los dibujos (que era una forma de decir «te estás retrasando más de lo debido») y un texto que me enviaba Elena desde Nueva York:

Ceci querida, espero que todo vaya bien con el abuelo. A veces me remuerde la conciencia por haberte echado el muerto encima, pero cada vez que mi madre empieza a dar la murga con el asunto de que Silvio está solo en Madrid, le recuerdo que tú estás yendo a verle y se queda más tranquila. Los niños están muy contentos con su abuela aquí y mi madre dedica todo el tiempo libre a maleducarlos, cuando se marche me va a costar meses volver a reconducirlos. Por cierto, Eliza me dice que te mande besos y más besos y que te pregunte cuándo vas a venir.

Mi padre está bien, bueno, bien a medias, pero por lo menos no está mal. Esta semana va a pasarse tres días ingresado en el hospital porque tienen que aislarlo completamente para hacerle unas pruebas. El médico asegura que no es nada importante, aunque digo yo que si no es importante no sé para qué le tienen que aislar al pobre. Peter dice que no me meta porque los médicos saben lo que tienen que hacer, pero yo no las tengo todas conmigo.

Te echo de menos.

Elena

Normalmente contesto de inmediato a los correos de Elena. Esta vez no lo hice: hubiera tenido que hacer referencia concreta a sus recelos sobre la clase médica, y para tranquilizarla al respecto me hubiese visto obligada a mentir. Porque los médicos no son infalibles. A veces cometen errores. Errores tremendos e irremediables. A mi madre, uno de esos errores la privó de algunos meses de vida. Cuántos, no lo sé. Pero aunque hubiese acortado su final sólo unas cuantas horas, tendría motivos para detestar de por vida al matasanos que confundió una metástasis ósea con una ciática severa. Porque eso fue lo que le ocurrió a mi madre: en lugar de una terapia contra el cáncer, durante cinco meses recibió tratamiento para un problema de huesos. El cretino que ni siquiera le hizo un análisis de sangre le prescribió antiinflamatorios, aspirinas y unas sesiones de rehabilitación que la dejaban agotada de cansancio y de dolor. El muy insensato tardó semanas en solicitar una resonancia magnética, y ni siquiera lo hizo por el procedimiento de urgencia: total, ya se sabía lo que era aquello, el ataque de ciática de una postmenopáusica quejica que se inventaba excusas para no hacer los ejercicios y lloriqueaba con los estiramientos. Nada que mereciera la pena tomarse en serio. Así que mi madre perdió cinco meses preciosos que el cáncer aprovechó para seguir disparándose.

Siempre me he preguntado si el médico de mi madre sintió algún remordimiento a causa de su ineptitud, si alguna vez se reprochó su falta de rigor, su dejadez, su incompetencia. Y algo me dice que no. A pesar de que conocía a mis padres, jamás nos llamó para preguntar cómo iban las cosas, ni tampoco lamentó ante nosotros el haberse equivocado en su diagnóstico de forma tan evidente. Por eso creo que aquel médico se limitó a anotar su equivocación en el mismo cuaderno imaginario en el que apuntaba todas sus chapuzas, y donde supongo que se mezclan, sin orden ni concierto, escayolas retiradas antes de tiempo, vendajes mal colocados, fisuras ignoradas y la muerte de una mujer que debía estar viva. Todo el mundo se equivoca, debió de decirse, es lamentable pero sucede. Y nadie podría llevarle la contraria. Yo me equivoqué con el código de colores en una ilustración, y si el impresor no llega a darse cuenta, el dios Júpiter hubiese tenido la cara verde en la portada de un libro. Mi error hubiese llevado a confundir a una deidad griega con el increíble Hulk. Cualquiera puede equivocarse, me dijo el editor mientras arreglaba el desaguisado. Claro que sí. Hasta los doctores lo hacen. Y no pasa nada. Un gazapo, una chapuza, un descuido sin mala intención. A veces pienso que los médicos deben ser extraordinariamente indulgentes consigo mismos, pues a diferencia de los de los demás, sus errores acaban siempre bajo tierra.

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