Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Contesté al correo de Elena sin hacer mención a sus temores sobre la posible torpeza de los doctores de Manhattan:

Querida:

Di a tu madre que no tiene que preocuparse, que Silvio está estupendamente y que Lucinda se ocupa de la organización de la casa con más rigor que un coronel de artillería. Hoy he ido por allí, y volveré el lunes.

Abrazos para ti y para tus padres. Da un beso a los niños de mi parte, y dile a Eliza que la próxima vez que vaya a vuestra casa le llevaré un regalo tan bonito, tan bonito, que ni siquiera se lo puede imaginar.

Cecilia

Hacía un par de semanas que le había comprado a la pequeña Eliza un disfraz de mariposa, con alas transparentes y unas antenas de colores que se colocan como una diadema. Le va a gustar. Supongo que a los niños les sigue encantando disfrazarse. Y, después de todo ¿qué se le puede comprar a una pequeña neoyorquina hija de un médico rico que ya debe de estar de vuelta de cualquier cosa? De hecho, en esta época es difícil hacer regalos a los niños; a partir de cierta edad, no les ilusiona casi nada, a pesar de que los juguetes que hay en las tiendas son cada vez más bonitos y más perfectos. Cuando nosotros éramos pequeños sólo había media docena de muñecos con la cabeza grande y dura, algunos juegos de mesa y las construcciones de toda la vida que, por cierto, me parecían de lo más entretenido. Ahora, cada juguetería es igual que una Disneylandia en pequeñito. Ojalá yo hubiera tenido todos esos juguetes. Lo más sofisticado que me regalaron fue una muñeca que se hacía pis y echaba mocos y babas, y era capaz de andar con unas piernas rígidas de víctima de la polio. En el siglo XXI, los muñecos tienen el tacto tierno de los bebés, y es difícil resistir la tentación de acunarlos como si fueran niños de verdad, con la piel tibia y olorosa a leche y a polvos de talco.

Hace unos días compré un muñeco de esos para mi sobrina, a pesar de que es demasiado pequeña para jugar con él. Siempre me ha gustado comprar cosas. Cosas para los demás, cosas para mí: un pastel de yema para mi cuñado, que adora los tocinos de cielo; fresas para mi hermana, chocolate para una amiga. Cada vez que venía mi madre, compraba para ella boquerones en vinagre y escabeche de atún. Le volvían loca los encurtidos. También le llevaba caramelos de violeta, una porción de tarta capuchina, confit de pato o aceitunas rellenas. O churros para tomar con el desayuno. Le encantaban los churros con el café con leche, y agradecía hasta el infinito el que alguien se hubiese desviado unos metros de su camino para comprarle este o aquel capricho. No había nadie en el mundo con un sentido de la gratitud tan desmesurado. Le llevabas una bolsita de aceitunas con anchoa y era como si hubieses aparecido en casa con el tesoro de Alí Baba.

Por eso siempre estaba buscando cosas para comprarle. No era por ella, sino por mí, porque me encantaba disfrutar de su reconocimiento. Y aún ahora, cuando hace medio año que murió, me sorprendo a mí misma asomada a la sección de conservas de El Corte Inglés para seleccionar el próximo obsequio. Es sólo un segundo, claro. Enseguida vuelvo a la vida real, y ya no puedo ser una hija que compra regalitos a su madre para recibir de ella todo aquel torrente de satisfacción que era como un aliento de vida. La última cosa que le compré fue un jersey, un jersey de color malva, de lana suave, con un poco de escote. Mi madre estaba en la cama cuando se lo llevé. Y aún así, enferma y triste, aquel jersey le encendió la mirada.

– Qué bonito. Siempre me estás trayendo cosas.

Pero no lo decía protestando, como esas personas ñoñas que se quejan cuando reciben un regalo, como si las dádivas fuesen un motivo de ofensa. Mi madre entendía lo que significaban aquellos presentes, los boquerones, los caramelos, el jersey de lana. Eran pequeñísimos, insignificantes actos de amor que ella se encargaba de llenar de sentido. Llegó a estrenar aquel jersey. Ahora lo llevo yo. Cuando me lo pongo, vuelvo a ver a mi madre y la luz de sus ojos enfermos.

El fin de semana pasó deprisa. Vi a mis amigos de siempre y nadie me preguntó por Miguel, aunque en algún momento casi todos me interrogaron con la mirada. Yo guardé silencio. Aún no había decidido qué iba a contarles. De hecho, ni siquiera estaba muy segura de los pasos que iba a dar a continuación. Seguía sin contestar al teléfono. Si había esperado tantos meses para hablar conmigo, bien podía aguardar unos cuantos días más a que yo levantase el auricular.

Pasé en casa todo el domingo, trabajando en las ilustraciones de El patito feo y comiendo galletas caducadas de una lata que había comprado en Holanda unos meses atrás. El teléfono no sonó en todo el día, y tampoco lo hizo el lunes por la mañana, ni a mediodía, cuando salí de casa para tener una reunión en la editorial.

Al volver seguía pensando en el silencio del teléfono, que me parecía incomprensible. No sé por qué había pensado que esta situación iba a durar eternamente, que Miguel podía pasar toda la vida ignorando mis silencios tercos. Había dejado de llamar, y en vez de entender como una victoria la repentina mudez del teléfono, me embargaba una especial sensación de derrota. No había sido una buena jornada. En la reunión, la editora que me había encargado las ilustraciones de los cuentos puso algunos problemas a los bocetos que le había enviado. Sus objeciones me parecieron estúpidas, y discutimos. Al llegar a casa, descubrí que me había dejado un grifo abierto, y como el desagüe del lavabo llevaba atascado un par de días, había provocado un conato de inundación. Me pasé una hora dale que te pego con la fregona, intentando ver el lado positivo del asunto: al menos, el agua no había llegado al piso de abajo. Pero resulta difícil ser optimista cuando mi casa está medio encharcada, me he peleado con mi jefa y el teléfono ya no suena.

Había quedado en ir a ver a Silvio aquella tarde, pero no me apetecía ni tanto así. En aquel momento, su historia ni siquiera me interesaba. Pensé en inventar una excusa para ahorrarme el viaje a la calle Velázquez. Después de todo, no tenía ninguna obligación con Silvio, y el primer día quedó muy claro que no había compromisos por mi parte. Él mismo me lo había dicho, no quiero que te compliques la vida para verme. Entonces ¿qué me impedía coger el teléfono, llamar a casa de Silvio y decirle que teníamos que dejar nuestro encuentro para otra tarde? Quizá mi particular sentido de la formalidad. Silvio estaría esperándome ante la mesa de la merienda, buscando en la caja de fotografías una imagen adecuada para ilustrar su relato de la tarde. Guardé la fregona, me aseguré de que el grifo estaba esta vez bien cerrado y me preparé para salir.

Cuando llegué a casa de Silvio, Lucinda estaba a punto de servir el té, y Silvio había colocado en un lugar bien visible una fotografía algo quemada que les inmortalizaba a él y a su amigo Elijah a punto de subir en un balandro. Iban vestidos de domingo, y junto a ellos, mirando a la cámara con el descaro de un galán de cine, estaba el aviador americano. Merendamos casi en silencio, y luego Silvio empezó a hablar. Para mi sorpresa, retomó la narración en el punto justo en que la había dejado: con el extraño telegrama de Zachary West.

La noche en que debía producirse la misteriosa llegada de Zachary West, mi madre me envió a la cama sin mucha convicción, «acuéstate y duerme», me dijo, pero mi padre y ella estaban demasiado pendientes de otras cosas como para preocuparse de mis horas de sueño. La jornada había transcurrido entre silencios y susurros, entre las miradas furtivas y llenas de ansiedad que intercambiaban mi padre y mi madre y un montón de preparativos desordenados para no se sabía qué exactamente. Me imagino que pasaron el día haciéndose preguntas, sopesando posibilidades, elucubrando y tratando de leer entre las líneas del cable recibido. Puede que te extrañe, pero a veces creo que, a mis ocho años, fui el único que entendió el telegrama de Zachary West, el único que intuyó que la visita de nuestro común amigo era el preludio de acontecimientos que iban a cambiar las vidas de todos nosotros, y, sobre todo, mi propia vida.

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