Pasó el otoño y llegó el tiempo del Adviento. En Ribanova cayeron las primeras nieves, y mientras yo me deslizaba en un trineo artesanal que me había hecho mi abuelo, una carta de Elijah me informaba de que su padre le había prometido que pasarían las Navidades en una estación de esquí de los Alpes suizos. Aquellas noticias me decepcionaron, porque albergaba la esperanza de que los West volvieran para pasar en Ribanova las fechas pascuales, pero en mi carta de contestación me limité a pedir a Elijah que me enviase una postal desde las montañas. Empezaba a pensar que mis presentimientos no andaban desencaminados: quizá nunca volviese a ver al hijo de Zachary West.
Fueron unas Navidades blancas y felices. Nuestra casa, como cada año, se llenó de familia y de amigos que se reunieron con nosotros para compartir almuerzos y cenas de sobremesas larguísimas. El día 31 de diciembre se me permitió velar para recibir el año nuevo, y la mañana de Reyes los tres magos de Oriente dejaron junto a mis zapatos un montón de juguetes y de golosinas. A veces me acordaba de Elijah, que debía de estar en Suiza viendo caer la nieve o paseando en un trineo tirado por un solo caballo, como decía aquella canción inglesa que me había enseñado. No había vuelto a recibir cartas suyas, salvo una felicitación navideña garabateada apresuradamente en la que me expresaba sus mejores deseos para el año nuevo. Quizá Elijah había encontrado nuevos amigos en la estación alpina y se había olvidado de mí.
Y entonces, cuando ya me había resignado a dar por terminada mi relación fraternal con el pequeño West, ocurrió algo que cambió de golpe todas las cosas. Fue el 8 de enero de 1926. Yo acababa de regresar del colegio cuando el cartero llamó a la puerta para entregar un telegrama. Fue mi padre quien lo recogió. Lo leyó un par de veces, como si no entendiese bien lo que quería decir, y luego fue en busca de mi madre. Hablaron en susurros durante media hora en la que no se me permitió entrar en la sala donde se encontraban. Al fin, mi padre salió de aquel cuarto y, sin saberse observado, guardó el cable recibido en un mueble del vestíbulo de la entrada. Recuerdo perfectamente cómo me acerqué en completo sigilo al lugar donde mi padre había depositado el telegrama, y cómo, conteniendo el aliento, abrí muy despacio aquel cajón para hacerme con él. Lo leí allí mismo, con el corazón alborotado y conteniendo a la vez el aliento y la mala conciencia. Si cierro los ojos, puedo ver de nuevo aquellas líneas: Necesito vuestra ayuda stop Llegamos mañana once noche stop No aviséis a nadie stop. Y firmaba Zachary West.
Lucinda entró en el salón haciendo uso de su misteriosa capacidad para deslizarse, e interrumpió el relato de Silvio.
– Señor… es que… la cena.
Un poco sorprendida, miré mi reloj: eran casi las nueve.
– Me… me tiene que decir qué quiere que le prepare. Como hoy ha merendado tan tarde…
Silvio dijo que no tenía hambre. En realidad, creo que lo que quería era seguir con su narración y alejar de la sala a la criada, pero Lucinda era tan discreta como conocedora de sus obligaciones.
– Ah, no, señor, eso no puede ser. La señora Carmina dice que tiene usted que cenar algo todos los días, aunque sea poquita cosa. Le puedo traer una taza de caldo, una tortilla francesa, una ensalada de tomate y lechuga, unas tostadas con queso de Burgos o pollo cocido del que sobró a mediodía, pero no puedo dejar que se acueste sin comer. La señora Carmina dice…
Silvio detuvo la súbita elocuencia de Lucinda con un gesto de rendición.
– Está bien, tomaré el consomé. -Y volviéndose a mí-: Ya ves cómo me tienen, Cecilia. Aquí hay que tener apetito por obligación.
– Pues yo me marcho. Se me ha hecho un poco tarde. Volveré el próximo lunes.
Cuando salí a la calle, me sorprendió encontrarla casi desierta. Durante las horas de trabajo, las zonas comerciales parecen dotadas de una poderosa energía que se desvanece como barrida por el viento en cuanto cierran las tiendas. La calle se convierte entonces en un lugar distinto, con resabios de páramo, en el que a nadie extrañaría que brillasen los fuegos de San Telmo. A las diez de la noche, la zona de Velázquez era un conjunto de escaparates iluminados, de farolas encendidas en una luz amarillenta, de cortinas corridas, de verjas que se cierran y de aceras desoladas e inmóviles.
Entré en el metro pensando en Silvio, en la historia de Silvio, en los secretos de Silvio. Siempre y cuando hubiera alguno. Porque, a pesar del aire misterioso que sabía dar a la narración, a pesar de su acento solemne al relatar su propia historia, hasta el momento, el abuelo de Elena no me había hablado de nada particularmente excitante, salvo que alguien pueda considerar extraordinaria la amistad con un niño de otra raza. Claro que, para entender la situación, quizá habría que olvidarse de los criterios del siglo XXI y aplicar los imperantes en los años veinte. Es curioso pensar que hubo un tiempo, no tan lejano, en que el mundo era así: cerrado, pequeño, unánime. Miré con disimulo a mi alrededor, y junto a mí, en el vagón, había viajeros de media docena de nacionalidades distintas. Ellos también tendrían su historia y sus secretos. Como Silvio. Como yo.
Si pudiéramos conocer los secretos de todas las personas que se nos cruzan en el camino, creo que la carga sería insoportable. Por otro lado, saber que quienes nos rodean ignoran los nuestros nos proporciona una rara sensación de seguridad. A los ojos de la mujer que viaja enfrente (creo que es filipina) yo soy un ser incógnito, una página en blanco. Cuando me senté, cruzamos brevemente nuestros ojos, pero desviamos la mirada en un segundo, supongo que por no parecer indiscretas y para respetar el derecho del otro a ser ignorado. Yo no sé nada de ella, ella lo desconoce todo de mí, no sabe lo que siento ni cómo me siento, no se hace preguntas en torno a mi carácter o mis circunstancias vitales. Para esta mujer soy un simple contacto visual. Ahora se bajará del vagón y no volverá a verme, y no me olvidará porque ni siquiera se ha parado a pensar en que existo.
Esa paz que da el desconocimiento ajeno me fue de gran ayuda el día que murió mi madre. Aquella mañana de marzo, la casa de mi hermana se convirtió por unas horas en una especie de sucursal de cualquier manicomio. Si el dolor no hubiese llenado entonces hasta los más pequeños rincones de nuestros sentidos, creo que la escena hubiera podido resultar digna de un vodevil. Porque, cuando llegaron los servicios de emergencia y certificaron la muerte de mi madre, nos explicaron que, al no haberse producido el fallecimiento en un hospital, era necesario llamar a la policía. Así que ahí lo tenéis: un piso de poco más de cien metros cuadrados donde había un médico, una enfermera, un camillero y dos policías de uniforme, aparte de un bebé que acababa de despertarse, cuatro adultos anonadados por lo que estaba ocurriendo y, cómo no, un cadáver, pero no un cadáver cualquiera: el de mi madre. Enseguida aparecieron algunos allegados (mi tía, mi prima) con la encomiable intención de ayudarnos en todo lo posible, de compartir nuestra tristeza. Y de compadecernos, por supuesto. No podría ser de otro modo. Eran seres generosos, que nos amaban, que amaban a mi madre, que también se sentían heridos por su pérdida y por nuestro desconsuelo. Otras veces había sido yo quien había secado las lágrimas de otros, prodigado abrazos, transmitido serenidad y afecto. Esas cosas se me dan bien. Pero aquella mañana descubrí que no soportaba ser objeto de tantas atenciones. Que no quería que me consolaran. Que necesitaba manejar a mi aire todo lo que estaba sintiendo, porque no hay nada tan personal como el dolor, nada tan inmune a la buena intención ajena. Frente al dolor siempre estamos solos, y es necesario aprender a administrar esa sensación.
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