Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Fue en el transcurso de uno de aquellos periplos de alto riesgo cuando se cruzó en su camino un niño de raza negra abandonado por sus padres en una aldea de Nigeria. Zachary West sacó del país al pequeño huérfano, lo adoptó y le puso el nombre de Elijah. Cuando el niño se instaló en su casa, el señor West dio carpetazo para siempre a sus aventuras aeronáuticas, porque ahora ya no era un lobo solitario que no tenía a quien rendir cuentas, sino el padre adoptivo de un niño desamparado que sólo podía contar con él. A partir de entonces, aquellos viajes desmadrados y peligrosos se transformaron en pacíficas excursiones a las capitales europeas para que su hijo pudiese descubrir una realidad que nunca hubiera imaginado desde su aldea africana. Supongo que West quería contagiar en el niño su cosmopolitismo y su curiosidad por cualquier cosa, y desde luego que lo consiguió, pero eso ya te lo contaré otro día. El caso es que, cuando Zachary West llegó a nuestra ciudad acompañado de Elijah, el chico ya había visto más mundo y recorrido más kilómetros que todos los adultos que yo conocía. Claro que eso lo supe después. En un principio, lo único que no se me ocultaba de aquel niño es que era negro de nacimiento y poseedor de un destino envidiable como hijo adoptivo del señor West.

La noticia de que Zachary West iba a apadrinar a mi hermano corrió como la pólvora por todo Ribanova. Los padres de otros recién nacidos debieron de darse de cabezazos contra la pared, porque hasta entonces nadie se había atrevido a hacer al americano una petición semejante, pero la naturalidad con la que el aviador había aceptado la oferta de mi padre daba a entender que consideraba el asunto más como un honor que como un incordio. Aquella misma tarde envió a mi hermano el primero de los muchos regalos que le haría en vida: una primorosa canastilla rebosante de ropita de color blanco y azul con una medalla de oro colocada en lugar bien visible. A mi madre le hizo llegar un ramo enorme de rosas blancas y un camafeo de marfil, y a mi padre una purera de cuero. ¿Y a mí? A mí, Zachary West no me regaló nada material, pero en cambio me brindó la oportunidad más grande de mi vida: la de trabar amistad con su hijastro Elijah, al que conocí el día del bautizo de Efraín.

Mi hermano fue bautizado a las 12 de la mañana del sábado 28 de mayo en la iglesia de Santa María la Nova, que estaba considerada la parroquia más elegante de la ciudad. Los feligreses de aquella iglesia eran -éramos- las familias acomodadas que vivían entre murallas, más concretamente en el perímetro privilegiado de la calle de San Marcos, la plaza de Campo Castillo y los escalones de la plaza de España, rematados por el imponente edificio del Casino. Nuestra entrada en la iglesia tuvo mucho de apoteosis, pues el día radiante había ayudado a congregar en la calle a no menos de un centenar de curiosos que aplaudían la llegada de los invitados (unos setenta) y, sobre todo, la presencia magnética de Zachary West, que entró llevando en los brazos al pequeño hereje cuyos lloriqueos mi madre intentaba aplacar con un chupete de plata. En la pila de bautismo, mi hermano recibió los nombres de Efraín Zacarías, el primero en recuerdo de un bisabuelo muerto en los tiempos del ruido, y el segundo en honor a su padrino West. Cuando salimos de la iglesia fuimos otra vez objeto de aplausos y ovaciones, que arreciaron cuando, mano a mano, mi abuelo y Zachary West bombardearon a la concurrencia con saquitos de peladillas y caramelos variados. Aquella escena, con el señor West y mi abuelo arrojando golosinas con un raro ímpetu juvenil mientras niños y mayores lanzaban hurras y vivas, se fijó en mi memoria con tanta pasión que, ochenta años después, puedo recordarla sin que se me escape un solo detalle.

El hotel Almirante estaba justo enfrente de la iglesia de la Nova, de modo que los asistentes al convite posterior a la ceremonia sólo tuvimos que cruzar la calle. Fue allí, en el vestíbulo del hotel, donde Elijah West y yo fuimos presentados oficialmente. No había más niños invitados al almuerzo. Mi padre era hijo único, y los hermanos de mi madre, bastante más jóvenes que ella, estaban solteros. No contaba, pues, con primos de mi edad, cosa que hasta entonces había amargado un poco mi primera infancia. Así que aquella mañana, después de haber ejercido a la perfección su papel de padrino, Zachary West tomó de la mano a Elijah y le trajo hasta donde yo estaba.

– Tú eres Silvio, ¿verdad? -dijo, con su español inimitable de aventurero de película-. ¿Cuántos años tienes?

– Ocho… -Yo miraba al suelo al hablar, algo que mi padre consideraba una muestra suprema de mala educación, pero ¿cómo iba a atreverme a mirar directamente a los ojos al señor West, el héroe de guerra?

– Los mismos que tú -dijo, dirigiéndose a Elijah. Luego se dio la vuelta, como si aquel dato de las edades idénticas fuese suficiente para que iniciásemos una conversación. Y así ocurrió. Aquella tarde, en el vestíbulo del hotel Almirante, Elijah West y yo comenzamos no sólo una charla infantil, sino una amistad que se prolongó durante muchos años y que sólo fue interrumpida por cuestiones que nada tenían que ver con nosotros, sino con los dictados del destino.

Nos sentaron juntos durante la comida. Elijah hablaba un español correcto pero difícil, de vocales torcidas y consonantes que parecían atravesársele en la lengua. Aquellos errores de pronunciación debían de ser hijos de su primera infancia africana y del tiempo pasado junto al señor West, cuyo castellano estaba fabulosamente trufado de meteduras de pata. El que mi amigo recién estrenado fuese capaz de hablar mi idioma con tan fantástica incorrección era un elemento más de su atractivo. En su lenguaje percudido, Elijah me contó que vivía en una casa con jardín, que tenía un caballo de madera y que estaba aprendiendo a nadar, y también que no iba al colegio, sino que se educaba con un profesor particular que le daba clase a domicilio. En el transcurso de aquel almuerzo (compuesto, aún me acuerdo, de langostinos rebozados, vieiras al horno, suprema de lubina y Chateaubriand), Elijah me hizo un retrato pormenorizado de su existencia al lado de Zachary West, pero no me habló de su pasado en Nigeria como yo hubiera querido, posiblemente porque ya no se acordaba de que había habido para él otra vida bien distinta a la que llevaba ahora. En cuanto a mí, le hablé de mi familia, de los insoportables lloros nocturnos de mi hermano Efraín, de mis maestros en el colegio de la Compañía de María y de mi pericia como jugador de canicas, que pareció impresionarle mucho, pues aseguraba ser un perfecto inútil en la materia, lo cual dificultaba enormemente sus relaciones sociales.

Cuando llegó la tarta del postre (un prodigio de repostería de cinco pisos de altura, con hojaldre liviano, crema pastelera y chantilly blanco como la nieve), tanto Elijah como yo estábamos secretamente convencidos de que nuestra amistad tendría que continuar por encima de las coordenadas del tiempo y el espacio. Faltaban sólo unos días para que él se marchara de Ribanova, y los utilizamos para afianzar nuestro primer encuentro ante tazones de chocolate con picatostes en el Salón de los Espejos del hotel Almirante, paseos por el parque de Rosalía y largas sesiones doctrinales en las que en vano intenté enseñar a Elijah los rudimentos del juego de las canicas: tal como me había advertido, era una completa nulidad. Quizá para compensar su torpeza y agradecer mi magisterio con las bolitas de colores, Elijah se empeñó en darme clases de inglés que, a decir de su padrastro West, era el idioma del futuro. Así que de vez en cuando Elijah se dirigía a mí en una jerigonza incomprensible. Pero, para mi sorpresa, aquellas palabras en clave empezaron a cobrar sentido, y cuando Elijah decía « ball » señalando una canica, « water », cuando bebíamos el agua de las fuentes del parque y « duck » al señalar a los patos del estanque, yo no necesitaba más explicaciones. Aquel niño fue el primer y mejor profesor de idiomas que tuve en mi vida.

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