Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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No sé hasta qué punto aquellas precauciones sirvieron para sacar adelante a mi hermano, o si fue su naturaleza invulnerable quien le ayudó a desafiar los peores augurios de los doctores. Pero una mañana yo fui el primero en darme cuenta de que el pequeñajo lloraba más fuerte y con más ganas que nunca, como si quisiese anunciar a los cuatro vientos su firme determinación de aferrarse a la vida. Esa misma tarde supe que debía dejar de esperar la visita angelical, y prepararme para convivir en lo sucesivo con un hermano que no deseaba. Con un rival enviado por la suerte. Y me sentí desdichado. Intensamente desdichado, para qué te voy a decir otra cosa.

A Efraín lo había bautizado en casa un cura amigo de la familia a las pocas horas de nacer, cuando nadie daba un céntimo por su supervivencia. Su entrada en el paraíso quedaba así asegurada, pero dadas las circunstancias nadie pensó en celebrar el sacramento con una fiesta. El faldón de bautizo que mi abuela había bordado con sus propias manos quedó guardado en el armario, a la espera seguramente de servir de mortaja en el día previsible del entierro, y mi bisabuelo ni siquiera mencionó que tenía guardado para Efraín otro frasco con agua del río Jordán exactamente igual al que habían utilizado conmigo para hacerme cristiano. Por eso, cuando el médico dijo que Efraín viviría y la dicha se apoderó de todos los miembros de la familia, lo primero que dijo mi padre era que quería repetir la ceremonia del bautismo y organizar después una gran fiesta. El sacerdote al que mis padres y mis abuelos confesaban sus pecados dijo que, aunque las alharacas y albricias que sucedían al acto de cristianar le parecían una lamentable feria de vanidades, también podían interpretarse como un deseo de dar gracias al Creador por salvar de la muerte a una criatura inocente, y no sólo dio el visto bueno a la fiesta sino que, además, se ofreció a derramar de nuevo las aguas sagradas sobre la cabeza del recién nacido.

La familia decidió echar la casa por la ventana. Mi padre alquiló el Salón de los Espejos del hotel Almirante y encargó en la confitería de Alejo Pelayo una tarta de varios pisos adornada con frutas escarchadas y una cigüeña de azúcar. Mi madre se hizo un vestido de color palo de rosa y se compró un hermoso sombrero de paja adornado con flores de crinolina. La abuela añadió más encajes al faldón de cristianar, el abuelo (que era el padrino de Efraín) compró dos kilos de confites para lanzar a los chiquillos a la puerta de la iglesia. Mis tías entraban en casa a todas horas canturreando como pájaros, y traían para mi hermano pololos y camisitas, patucos y baberos, gorritos de ganchillo y manoplas de lana, y los amigos de mis padres enviaban sonajeros de plata, medallitas de oro, colgantes de chupete y todas cuantas chucherías inútiles puedas imaginarte. En cuanto a mí, vagaba por los pasillos con la conciencia de haberme vuelto invisible a los ojos de todos, de no tener lugar alguno en la atmósfera festiva de la casa. No sé cuántas cosas horribles se me pudieron ocurrir durante aquellos días, pero estaba convencido de que mis padres habían dejado de quererme para transferir todo su amor a mi nuevo hermano. Llegué a rezar al cielo para que me enviase alguna enfermedad grave (sarampión, escarlatina, tifus o viruela loca), por entender que sólo un virus alarmante podría servirme para recuperar el favor paterno. Pero nada ocurrió. Pasaban las horas y los días, se acercaba la fecha del bautizo y yo me sentía cada vez más ajeno a mi familia y a lo que, hasta entonces, había sido mi mundo.

Fue entonces cuando Zachary West llegó a Ribanova y se paseó por los cantones llevando de la mano a Elijah. ¿No te había dicho que el niño se llamaba Elijah? Faltaban sólo unos días para el bautizo, y era la primera vez que mis padres sacaban de casa a Efraín. Como todo el mundo, Zachary West se inclinó sobre el cochecito de capota para ver la cara de mi hermano, acarició sus manitas arrugadas y mintió diciendo que era un chico muy guapo. La cosa quedó ahí. Pero aquel mediodía, durante el almuerzo de los domingos que celebrábamos siempre en nuestra casa, mi abuelo Nicolás hizo a mi padre una singular oferta: la de renunciar al honor de apadrinar a Efraín si Zachary West aceptaba ocupar su puesto junto al neonato.

No recuerdo muy bien qué pasó a continuación, o puede que en realidad no lo supiera nunca. A mi edad, la memoria es una cosa muy rara. En fin, creo que mis padres y mis abuelos discutieron durante un rato, pero debieron de ponerse de acuerdo sin mucha dificultad porque aquella misma tarde fueron a hablar con el padre Mauro, que se había avenido a repetir la ceremonia del bautismo, para explicarle la nueva situación. Mi madre contaba siempre que, al principio, el cura montó en cólera con la propuesta que le hicieron, pero se fue amansando cuando mi padre le recordó que, a buen seguro, Zachary West haría un donativo a la parroquia de Santa María la Nova, y que desde luego mi abuelo pensaba mantener la limosna que había prometido entregar para los pobres de la diócesis. El padre Mauro debió de echar sus cuentas y aceptar que el negocio era redondo para todos, y que no había en aquel trapicheo con los sacramentos ningún perjudicado directo. Así que, pásmate, tras santiguarse muchas veces, el cura rompió la fe de bautismo de mi hermano Efraín.

– Y ahora, si se les muere el niño de aquí al sábado, allá se las tengan ustedes con su alma inocente -dijo-. A todos los efectos legales, hasta entonces la criatura es morita.

No te rías. Ya te he dicho que antes la gente era muy bruta, y los curas de provincias no iban a ser una excepción. El caso es que, aquella tarde, mi padre fue al hotel Almirante a hablar con Zachary West para pedirle que apadrinase al menor de sus hijos. Y el señor West, nacido en Alabama, criado en Boston, comandante del ejército de los Estados Unidos de América y héroe de la primera guerra mundial, aceptó llevar de la mano al pequeño Efraín en su entrada en la comunidad católica.

Supongo que te estarás preguntando qué demonios pintaba en Ribanova un americano aviador. Zachary West había venido por primera vez a nuestra ciudad sólo unos meses después de terminada la gran guerra, cuando el mundo y él mismo convalecían aún de las heridas terribles de la contienda. Vino por consejo de Juan Sebastián Arroyo, un diletante local aficionado a los viajes, que tenía una justa fama de encantador de serpientes. Te hubiera gustado. Era un tipo que gustaba a todo el mundo. Por eso, cuando conocía a alguien en Madrid, en París o en Londres, siempre le invitaba a visitar Ribanova. Supongo que debía de describir la ciudad como una especie de sucursal del paraíso, como una arcadia feliz donde todo era hermoso y ordenado, porque así veía él a nuestra ciudad. Luego, cuando sus amigos se bajaban del tren, les costaba adivinar el reflejo de la urbe fabulosa que Arroyo les había descrito, y sólo encontraban una muralla en lucha perpetua contra las malas hierbas, unas casas irregularmente conservadas y un ambiente provinciano que espantaba a cualquier recién llegado de una metrópolis.

Sin embargo, con Zachary West las cosas sucedieron de otro modo, y aquel americano alto y rubio que cojeaba ostensiblemente a consecuencia de su herida de guerra, fue víctima del hechizo de nuestra ciudad como antes lo había sido del fuego de los aviones alemanes. Venía a pasar cuatro días pero se quedó dos meses, y se marchó cuando no tuvo más remedio y prometiendo volver. Supongo que todo el mundo pensó que lo decía por decir, pero no había pasado ni medio año cuando ya el señor West estaba de regreso en nuestra ciudad. Aquellas visitas se repitieron de forma esporádica. Pronto todo Ribanova supo de su pasado de héroe de la aviación y de su historia presente: había abandonado por invalidez las filas del ejército americano, y ocupaba un cargo importante en la embajada estadounidense en Madrid. Seguía pilotando, pero ya sólo por puro placer, y a pesar de su pierna medio inútil se había convertido en aventurero vocacional tras comprar un aeroplano con el que había sobrevolado tres continentes.

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