«Shh -se murmuró a sí misma-, shh, estoy aquí. Todo va a salir bien, bonita. Mira, es ahora o nunca… Venga… No tengas miedo…»
Levantó la mano, la dejó a varios centímetros de la mesa, y esperó a que cesara el temblor. Así está bien, ¿lo ves…? Cogió su mochila y rebuscó en su interior. Ahí estaba.
Sacó la caja de madera y la dejó sobre la mesa. La abrió, cogió una piedrecita rectangular y se la pasó por la mejilla. Era una sensación tibia y suave. Abrió entonces un paquetito de tela azul y extrajo un bastoncillo de tinta del cual emanaba un fuerte olor a sándalo y, por fin, desenrolló un mantelito de tablillas de bambú en el que descansaban dos pinceles.
El más gordo era de pelo de cabra, el otro, mucho más fino, de cerdas de seda.
Se levantó, cogió una jarra de agua de la barra, dos guías telefónicas, y le hizo una pequeña reverencia al anciano loco.
Colocó las dos guías sobre su silla para poder extender el brazo sin tocar la mesa, vertió unas gotas de agua sobre la piedra de pizarra y empezó a desmenuzar la tinta. La voz de su maestro volvió a sus oídos: «Dale vueltas a la piedra muy despacio, mi pequeña Camille… ¡Huy, mucho más despacio! ¡Y más tiempo! Tal vez doscientas veces, al hacerlo flexibilizas la muñeca y preparas tu espíritu para grandes cosas… No pienses ya en nada, ¡no me mires, ni se te ocurra! Concéntrate en tu muñeca, ella te dictará el primer trazo, y sólo el primer trazo importa, es el que dará vida a tu dibujo…»
Cuando la tinta estuvo lista, desobedeció a su maestro y empezó por unos pequeños ejercicios en un rincón del mantel para recuperar recuerdos demasiado lejanos. Hizo primero cinco manchas, de la más oscura a la más diluida, para recordar los colores de la tinta, luego intentó varios trazos y se dio cuenta de que se le habían olvidado casi todos. Sólo quedaban algunos en su memoria: la cuerda suelta, el cabello, la gota de lluvia, el hilo enrollado y los pelos de buey. Luego le tocó el turno a los puntos. Su maestro le había enseñado más de veinte, pero sólo recordó cuatro: el redondel, la roca, el arroz y el escalofrío.
Basta así. Ya estás preparada … Tomó el pincel más fino entre los dedos pulgar y corazón, extendió el brazo por encima del mantel y aguardó unos segundos más.
El anciano, que no se había perdido ni uno solo de sus gestos, la animó cerrando los ojos.
Camille Fauque salió de un largo sueño con un gorrión, y otro, y otro más, y después con una bandada de pájaros de aire burlón.
Llevaba más de un año sin dibujar nada.
***
De niña hablaba poco, menos aún que ahora. Su madre la había obligado a dar clases de piano, y ella lo odiaba. Una vez que su profesora se retrasaba, cogió un rotulador grueso y, concienzudamente, dibujó un dedo en cada una de las teclas. Su madre le retorció el cuello y su padre, para calmar los ánimos de toda la familia, volvió el fin de semana siguiente con la dirección de un pintor que daba clases un día a la semana.
Su padre murió poco después y Camille no volvió a abrir la boca. Ni siquiera hablaba durante las clases de dibujo con el señor Doughton (ella lo pronunciaba Duguetón), al que tanto quería.
El anciano inglés no se lo tomó a mal y siguió indicándole temas o enseñándole técnicas en silencio. Él le daba ejemplo y ella lo imitaba, limitándose a asentir o negar con la cabeza. Con él, y sólo en ese lugar, se sentía a gusto. Su mutismo parecía incluso convenirles. Él no tenía que esforzarse por encontrar las palabras adecuadas en una lengua que no era la suya, y ella se concentraba más fácilmente que sus compañeros.
Un día, sin embargo, cuando todos los demás alumnos se habían marchado ya, rompió su acuerdo tácito y le dirigió la palabra mientras ella se divertía con unas pinturas pastel:
– ¿Sabes a quién me recuerdas, Camille?
Ella negó con la cabeza.
– Pues bien, me recuerdas a un pintor chino que se llamaba Chu Ta… ¿Quieres que te cuente su historia?
Camille asintió con la cabeza, pero él se había dado la vuelta para retirar el agua del fuego.
– No te oigo, Camille… ¿No quieres que te la cuente?
Ahora sí la estaba mirando.
– Contéstame, pequeña.
Ella le lanzó una mirada de odio.
– ¿Cómo dices?
– Sí -articuló ella por fin.
Él cerró los ojos en señal de satisfacción, se sirvió una taza de té, y vino a sentarse junto a ella.
– De niño, Chu Ta era muy feliz.
Bebió un sorbo de té.
– Era un príncipe de la dinastía Ming… Su familia era muy rica y poderosa. Su padre y su abuelo eran célebres pintores y calígrafos, y el pequeño Chu Ta había heredado su talento. Y fíjate tú que un día, cuando apenas contaba ocho años, dibujó una flor, una simple flor de loto flotando en un estanque… Su dibujo era tan bello, tan bello que su madre decidió colgarlo en el salón. Afirmaba que, gracias a él, en esa gran habitación se sentía una ligera brisa fresca y que incluso se podía respirar el aroma de la flor al pasar por delante del dibujo. ¿Te das cuenta? ¡Hasta el aroma! Y su madre debía de ser bastante exigente… Con un marido y un padre pintores, sabía de qué hablaba…
El anciano se inclinó de nuevo sobre su taza de té.
– Así fue creciendo Chu Ta, sin preocupaciones, con la alegría y la certeza de que un día él también sería un gran artista… Pero desgraciadamente, cuando tenía dieciocho años, los manchúes tomaron el poder, arrebatándoselo a la dinastía Ming. Los manchúes eran gente cruel y brutal, que no gustaba de pintores y escritores. Así pues les prohibieron trabajar. Te puedes imaginar que era lo peor que se les podía imponer… La familia de Chu Ta no volvió a conocer la paz y su padre murió de desesperación. De la noche a la mañana, su hijo, que era un muchacho travieso, a quien le gustaba reír, cantar, decir tonterías o recitar largos poemas, hizo algo increíble… ¡Anda!, ¿quién viene por aquí? -preguntó el señor Doughton, descubriendo a su gato de pie sobre el alféizar de la ventana. Entonces inició con él, a propósito, una larga conversación sin importancia.
– ¿Qué hizo? -murmuró por fin Camille.
El profesor escondió su sonrisa entre su barba y prosiguió como si nada:
– Hizo algo increíble. Una cosa que nunca adivinarías… Decidió callar para siempre. Para siempre, ¿me oyes? ¡De su boca ya no saldría una sola palabra más! Estaba asqueado por la actitud de quienes lo rodeaban, aquellos que renegaban de sus tradiciones y sus creencias para ser bien vistos por los manchúes, y no quería volver a dirigirles la palabra nunca más. ¡Que se fueran al diablo! ¡Todos! ¡Eran unos esclavos! ¡Unos cobardes! Entonces, escribió la palabra «Mudo» en la puerta de su casa, y si algunas personas intentaban de todas maneras hablar con él, desplegaba ante su rostro un abanico en el que también había escrito «Mudo» y lo agitaba de un lado a otro para ahuyentarlas…
La niña bebía sus palabras.
El problema es que nadie puede vivir sin expresarse. Nadie… es imposible… Entonces a Chu Ta, que como todo el mundo, como tú y yo por ejemplo, tenía muchas cosas que contar, se le ocurrió una genial idea. Se marchó a las montañas, lejos de todos aquellos que lo habían traicionado, y se puso a dibujar… Desde ese momento, era así como pensaba expresarse y comunicarse con el resto del mundo: a través de sus dibujos… ¿Quieres verlos?
Fue a buscar un gran libro blanco y negro en su biblioteca y se lo colocó delante:
– Mira qué bonito… Qué sencillo… Un solo trazo, y ya está… Una flor, un pez, un saltamontes… Mira este pato qué enfadado parece, y estas montañas envueltas en bruma… Mira cómo ha dibujado la bruma… Como si no fuera nada, sólo vacío… Y esos pollitos, ¿ves? Parecen tan suaves que dan ganas de acariciarlos. Mira, su tinta es como una pelusilla… Su tinta es suave…
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