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Anna Gavalda: Juntos, Nada Más

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Anna Gavalda Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto. Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia. Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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– Ésta es su casa, ¿de acuerdo? Puede venir a comer cuando quiera. Si no viene, mi tío abuelo se enfadará… Y se pondrá triste también…

Cuando llegó al curro tenía una buena tajada.

Samia le preguntó muy intrigada:

– Eh, tú, ¿qué pasa? ¿Has conocido a algún tío?

– Sí -confesó Camille, confusa.

– ¿En serio?

– Sí.

– No… No lo dices en serio… ¿Cómo es? ¿Es mono?

– Monísimo.

– Joé, cómo mola, tía… ¿Qué edad tiene?

– 92 años.

– Venga, déjate de paridas, tonta, ¿qué edad tiene?

– Bueno, chicas… Cuando vosotras digáis, ¿eh?

La Josy señalaba su reloj.

Camille se alejó riendo y tropezando con el tubo de la aspiradora.

9

Ya habían pasado más de tres semanas. Franck, que hacía horas extra todos los domingos en otro restaurante del Campo de Marte, iba todos los lunes a visitar a su abuela.

Ella se encontraba ahora en una clínica de convalecencia a varios kilómetros al norte de la ciudad y acechaba su llegada desde el amanecer.

Él, en cambio, no tenía más remedio que poner el despertador. Bajaba como un zombi hasta el bar de la esquina, se bebía dos o tres cafés seguidos, se subía a la moto e iba a dormirse junto a su abuela en un horroroso sillón de eskai negro.

Cuando le traían la comida, la anciana se llevaba un dedo a los labios y, con un gesto de cabeza, señalaba al chico acurrucado que le hacía compañía. Se lo comía con los ojos y velaba por que la cazadora le tapara bien el pecho.

La anciana se sentía feliz. Franck estaba ahí. Ahí mismo. Para ella solita…

No se atrevía a llamar a la enfermera para pedirle que le subiera la cama, cogía delicadamente el tenedor y comía en silencio. Escondía algunas cosas en su mesilla de noche, pedazos de pan, un trozo de queso, o algo de fruta para dárselas cuando se despertara. Luego apartaba con cuidado la mesita y cruzaba las manos sobre su regazo, sonriendo.

Cerraba los ojos y dormitaba, acunada por la respiración de su nieto y por los excesos del pasado. Lo había perdido tantas veces ya… Tantas veces… Le daba la sensación de que se había pasado la vida yendo a buscarlo… Allá, en la otra punta del huerto, en lo alto de un árbol, en casa de los vecinos, escondido en un establo o repantingado delante de su televisión, y años más tarde, en los billares, por supuesto, y ahora en trocitos de papel donde le garabateaba números de teléfono que siempre resultaban ser falsos…

Y eso que ella había hecho todo lo que había podido… Lo había alimentado, besado, mimado, reconfortado, regañado, castigado y consolado, pero todo aquello no había servido de nada… En cuanto aprendió a andar, el chaval puso pies en polvorosa, y en cuanto tuvo sombra de barba, se acabó. Se marchó del todo.

A veces esbozaba muecas en medio de sus ensoñaciones. Le temblaban los labios. Demasiadas penas, demasiados problemas, y tantos pesares… Había habido momentos tan duros, tan duros… Oh, pero no, ya no había que pensar en todo eso, de hecho Franck se estaba despertando, con el pelo revuelto y una cicatriz en la mejilla que le había dejado el reborde del sillón.

– ¿Qué hora es?

– Van a ser las cinco…

– ¡Joder!, ¿ya?

– Franck, ¿por qué siempre dices «joder»?

– Oh, caramba, ¿ya?

– ¿Tienes hambre?

– No, estoy bien, más bien lo que tengo es sed… Voy a dar una vuelta…

Ya estamos , pensó la anciana, ya estamos

– ¿Te vas?

– ¡Que no, hombre, que no me voy, jo… caramba!

– Si te cruzas con un señor pelirrojo con una blazer blanca, ¿le puedes preguntar cuándo voy a salir de aquí?

– Sí, sí, vale -dijo, saliendo por la puerta.

– Uno alto con gafas y…

Pero Franck ya estaba en el pasillo.

– ¿Y bien?

– No lo he visto…

– ¿Ah, no?

– Anda, abuela… -le dijo cariñosamente-, ¿no te irás a poner a llorar otra vez, no?

– No, pero… Pienso en mi gato, en mis pajaritos… Y además ha llovido toda la semana y me hago mala sangre por mis herramientas… Como no las guardé, se van a oxidar, seguro…

– En el camino de vuelta me paso por casa y te las guardo…

– ¿Franck?

– ¿Qué?

– Llévame contigo…

– Ay… No me hagas esto a cada vez… Ya no puedo más…

La anciana volvió a decir:

– Las herramientas…

– ¿Qué?

– Habría que darles un poco de aceite…

La miró hinchando los carrillos:

– ¡Eh, eh, a ver!, si me da tiempo, ¿eh? Bueno, y ya está bien de tanta charla, que nos toca clase de gimnasia… A ver, ¿dónde está tu andador?

– No lo sé.

– Abuela…

– Detrás de la puerta.

– ¡Hala, arriba, viejita, te voy a enseñar yo pajaritos, ya lo verás!

– Bah, aquí no hay. Aquí sólo hay buitres y carroñeros…

Franck sonreía. Le encantaba la mala fe de su abuela.

– ¿Estás bien?

– No.

– ¿Y ahora qué pasa?

– Me duele.

– ¿Dónde te duele?

– Todo el cuerpo.

– Todo el cuerpo no puede ser, no es verdad. Encuéntrame una parte precisa que te duela.

– Me duele por dentro de la cabeza.

– Eso es normal. Eso nos pasa a todos, anda… Venga, mejor me enseñas quiénes son tus amigas…

– No, da la vuelta. A ésas no quiero verlas, no las aguanto.

– Y ese de ahí, el viejo del blazer, ése no está mal, ¿no?

– No es un blazer, tontorrón, es un pijama, y además está sordo como una tapia… Y encima es un arrogante…

Paulette ponía un pie delante del otro y hablaba mal de sus compañeros, todo iba bien.

– Bueno, me voy…

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. Si quieres que me ocupe de tu casa… Que yo mañana madrugo, a ver qué te has creído, y a mí nadie me trae el desayuno a la cama…

– ¿Me llamarás por teléfono?

Franck asintió con la cabeza.

– Dices que sí y luego nunca lo haces…

– No tengo tiempo.

– Sólo decirme hola y después cuelgas.

– Vale. Por cierto, no sé si podré venir la semana que viene… El chef nos va a llevar por ahí de paseo…

– ¿Adónde?

– Al Moulin Rouge.

– ¿De verdad?

– ¡Que no, hombre, que no! Vamos a la región del Limousin a visitar al tío que nos vende las reses…

– A quién se le ocurre…

– Es idea de mi jefe… Dice que es importante…

– ¿Entonces no vas a venir?

– No lo sé.

– ¿Franck?

– Sí…

– El médico…

– Que sí, ya lo sé, el panocha ese, voy a ver si hablo con él… Y tú me haces bien los ejercicios, ¿eh? Porque según tengo entendido, el fisio no está muy contento contigo que digamos…

Al ver la cara de asombro de su abuela, añadió, bromeando:

– ¿Ves como alguna vez sí que llamo…?

Guardó las herramientas, se comió las últimas fresas del huerto y se sentó un momento en el jardín. El gato vino a restregarse contra sus piernas, gruñendo.

– No te preocupes, viejo, no te preocupes. Volverá…

El timbre de su móvil lo sacó de su ensimismamiento. Era una chica. Imitó el canto de un gallo, y ella se rió.

Le propuso ir al cine.

Franck condujo a más de ciento setenta durante todo el trayecto, pensando en algún truco para tirársela sin tener que tragarse la película. No le gustaba mucho el cine. Siempre se quedaba dormido antes del final.

10

Hacia mediados de noviembre, cuando el frío empezaba a ensañarse de lo lindo, Camille se decidió por fin a ir a una tienda de bricolaje para mejorar sus condiciones de supervivencia. Se tiró allí un sábado entero, recorrió todas las secciones, tocó los paneles de madera, admiró las herramientas, los clavos, las tuercas, los picaportes, las barras de cortinas, los botes de pintura, las molduras, las cabinas de ducha y demás grifos cromados. Luego fue a la sección de jardinería, e hizo inventario de todo cuanto llamaba su atención: guantes, botas de caucho, escardillos, corrales para gallinas, semilleros, abono, y sobrecitos de semillas de todo tipo. Se pasó tanto tiempo inspeccionando la mercancía como observando a los clientes. La señora embarazada en medio de los papeles pintados de tonos pastel, esa pareja joven que discutía por un aplique horroroso, o aquel recién prejubilado, con sus zapatos náuticos, su cuaderno de espiral en una mano y el metro en la otra.

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