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Anna Gavalda: Juntos, Nada Más

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Anna Gavalda Juntos, Nada Más

Juntos, Nada Más: краткое содержание, описание и аннотация

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto. Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia. Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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Camille sonreía.

– ¿Quieres que te enseñe a dibujar como él?

Camille asintió con la cabeza.

– ¿Quieres que te enseñe?

– Sí.

Cuando todo estuvo preparado, cuando terminó de enseñarle cómo sostener el pincel, y de explicarle lo importante que era el primer trazo, Camille se quedó un momento perpleja. No lo había entendido bien y creía que había que realizar todo el dibujo de un solo trazo, sin levantar la mano del papel. Era imposible.

Reflexionó largo tiempo sobre qué dibujar, miró a su alrededor y acercó el brazo al papel.

Hizo un largo trazo ondulado, una montañita, un pico, otro pico más, llevó el pincel hacia abajo en un largo trazo contoneante, y volvió sobre la primera ondulación. Como el profesor no la miraba, aprovechó para hacer trampa, levantó el pincel para añadir una gran mancha negra y seis rayitas. Prefería desobedecerle antes que dibujar un gato sin bigotes.

Malcolm , su modelo, seguía dormido sobre el alféizar de la ventana y Camille, en un afán de hacer honor a la verdad, terminó pues su dibujo con un fino rectángulo alrededor del gato.

Se levantó después para acariciarlo y, cuando se dio la vuelta, vio que su profesor la estaba mirando con una cara muy rara, casi severa:

– ¿Esto lo has hecho tú?

De modo que había visto en su dibujo que había levantado el pincel varias veces… Camille hizo una mueca.

– ¿Esto lo has hecho tú, Camille?

– Sí…

– Ven aquí, por favor.

Camille avanzó, un poco avergonzada, y se sentó junto a él.

El profesor lloraba:

– Es magnífico esto que has hecho, ¿sabes…? Magnífico… A este gato se lo oye ronronear… Oh, Camille…

Sacó un gran pañuelo, lleno de manchas de pintura, y se sonó ruidosamente.

– Escúchame, pequeña, yo no soy más que un pobre viejo, y un mal pintor encima, pero escúchame bien… Sé que la vida no es fácil para ti, me imagino que en tu casa no debe de haber mucha alegría, y también sé lo de tu padre, pero… No, no llores… Ten, toma mi pañuelo… Pero hay una cosa que te tengo que decir: las personas que dejan de hablar se vuelven locas. Chu Ta, por ejemplo, no te lo he dicho antes pero se volvió loco, y también muy desgraciado… Muy, muy desgraciado y muy, muy loco. Sólo recuperó la paz cuando ya era un anciano. Tú no vas a esperar hasta ser una anciana, ¿verdad? Dime que no. Tienes mucho talento, ¿sabes? Eres la mejor de todos los alumnos que he tenido nunca, pero eso no es razón, Camille… No es razón… El mundo actual ya no es como el de Chu Ta y tienes que volver a hablar. No te queda más remedio, ¿comprendes? Porque si no, te encerrarán con locos de verdad y nadie verá nunca estos dibujos tan bonitos que haces…

La llegada de su madre los interrumpió. Camille se levantó y le advirtió, con una voz ronca y entrecortada:

– Espérame… No he terminado de guardar mis cosas…

Un día, no hace mucho tiempo, recibió un paquete mal atado acompañado de una breve nota:

Hola,

Me llamo Eileen Wilson. Mi nombre probablemente no dice nada a usted, pero yo era amiga de Cecil Doughton que hace tiempo fue su profesor de dibujo. Tengo la triste de anunciarle que Cecil nos ha dejado a nosotros hace dos meses de ello. Sé que aprecia que le digo (perdón que no me expreso bien) que lo hemos enterrado en su región de Darlmoor que le tanto gustaba en un cementerio al cual la vista es preciosa. He puesto sus brochas y sus pinturas en la tierra con él.

Antes de morir, me había pedido que le doy esto. Creo que estaría contento que usted lo usa pensando en él.

Eileen w.

Camille no pudo contener las lágrimas al ver el material de pintura china de su viejo profesor, el mismo que utilizaba ahora…

***

Intrigada, la camarera vino a recuperar la taza vacía y echó una ojeada al mantel. Camille acababa de dibujar una multitud de tallos de bambú. «Los tallos y las hojas del bambú son lo más difícil de dibujar que hay. Una hoja, bonita, una simple hoja que se balancea al compás del viento exigía de esos maestros años de trabajo, a veces toda una vida… Juega con los contrastes. Sólo tienes un color a tu disposición, y sin embargo puedes sugerirlo todo… Concéntrale más. Si quieres que algún día te grabe tu sello, tienes que hacerme unas hojas mucho más ligeras…»

El soporte de papel era de mala calidad, y se combaba y empapaba la tinta demasiado rápido.

– ¿Me permite? -preguntó la chica.

Le tendió un paquete de manteles sin usar. Camille se echó para atrás y dejó su trabajo en el suelo. El anciano gemía, y la camarera lo regañó.

– ¿Qué dice?

– Refunfuña porque no puede ver lo que está usted haciendo…

Añadió:

– Es mi tío abuelo… Está paralítico…

– Dígale que el próximo será para él…

La chica volvió a la barra y le dijo unas palabras al anciano. Éste se calmó y miró a Camille severamente.

Ella se lo quedó mirando largo rato y luego dibujó, en toda la superficie del mantel, un hombrecillo risueño que se le parecía, y que corría por un arrozal. Camille nunca había estado en Asia, pero improvisó, en segundo plano, una montaña envuelta en bruma, unos pinos, unas rocas e incluso la cabañita de Chu Ta en lo alto de un promontorio. Bosquejó al anciano con su gorra Nike y su chaqueta de chándal, pero sin nada en las piernas más que el taparrabos tradicional. Añadió algunas salpicaduras de agua que salían despedidas bajo sus pies, y una pandilla de chavales que lo perseguía.

Camille se echó hacia atrás para juzgar su trabajo.

Muchos detalles no le gustaban, por supuesto, pero bueno, el anciano parecía feliz, verdaderamente feliz, así que colocó un plato debajo del mantel como soporte, abrió el frasquito de cinabrio rojo y aplicó su sello en el centro, a la derecha. Se levantó, despejó la mesa del anciano, volvió a buscar su dibujo, y se lo colocó delante.

El anciano no reaccionaba.

Ahí va , se dijo Camille, he debido meter la pata en algo

Cuando su sobrina nieta volvió de la cocina, dejó escapar un largo y doloroso quejido.

– Lo siento mucho -dijo Camille-, pensaba que…

Ésta la interrumpió con un gesto, sacó unas gafas muy grandes de detrás de la barra y se las deslizó al anciano debajo de la gorra. Éste se inclinó ceremoniosamente y se echó a reír. Una risa infantil, cristalina y alegre. También lloró, y luego volvió a reír, balanceándose, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Quiere beber sake con usted.

– Genial…

La chica trajo una botella, el anciano soltó un grito, ella suspiró y regresó a la cocina.

Volvió con otra botella, seguida del resto de la familia. Una mujer madura, dos hombres de unos cuarenta años y un adolescente. Todo fueron risas, gritos, efusiones y reverencias de todo tipo. Los hombres le daban palmaditas en el hombro, y el chaval le chocaba los cinco como hacen los deportistas.

Luego todos regresaron a sus quehaceres y la chica colocó un vasito delante de cada uno. El anciano la saludó y vació el suyo, para volver a llenarlo inmediatamente después.

– Se lo advierto, le va a contar su vida…

– No hay problema -dijo Camille-. Huuuuy… qué fuerte está esto, ¿no?

La camarera se alejó riendo.

Se habían quedado solos. El viejo parloteaba y Camille lo escuchaba con una expresión muy seria, limitándose a asentir con la cabeza cada vez que éste le pasaba la botella.

Le costó levantarse y reunir sus bártulos. Cuando estaba cerca de la salida, después de haberse inclinado mil veces para despedirse del hombrecillo, la camarera se dirigió hacia ella para ayudarla a tirar de la puerta, que Camille se empeñaba en empujar desde hacía un buen rato, riéndose como una tonta.

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