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Anna Gavalda: Juntos, Nada Más

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Anna Gavalda Juntos, Nada Más

Juntos, Nada Más: краткое содержание, описание и аннотация

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto. Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia. Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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– Lestafier.

– ¡Ah, sí! -Le hizo un gesto a su colega-. Sígame…

Le explicó brevemente la situación, le comentó la operación, le dijo cuál sería el periodo de rehabilitación, y le preguntó detalles sobre el estilo de vida de la paciente. A Franck le costaba entenderla, molesto por el olor del lugar y por el ruido del motor que seguía zumbando en sus oídos.

– ¡Aquí esta su nieto! -anunció alegremente la enfermera abriendo la puerta-. ¿Lo ve? ¡Ya le había dicho yo que vendría! Bueno, les dejo -añadió-, pásese luego por mi despacho, porque si no, no le dejarán salir…

Franck no acertó a darle las gracias. Lo que veía ahí delante de él, en esa cama, le partía el corazón.

Primero se dio la vuelta para reunir un poco de fuerzas. Se quitó la cazadora y el jersey, y buscó con la mirada dónde colgarlos.

– Hace calor aquí, ¿no?

Su voz sonaba rara.

– ¿Cómo estás?

La anciana, que trataba valientemente de sonreírle, cerró los ojos y se echó a llorar.

Le habían quitado la dentadura postiza. Sus mejillas parecían horriblemente hundidas y su labio superior flotaba dentro de su boca.

– ¿Qué ha sido? ¿Otra de tus locuras, es eso?

Adoptar ese tono de broma exigía de Franck un esfuerzo sobrehumano.

– He hablado con la enfermera, ¿sabes?, y me ha dicho que la operación ha ido muy bien. Ahora llevas dentro un buen pedazo de hierro…

– Me van a meter en un asilo…

– ¡Que no, mujer! ¿Qué tonterías son ésas? Te vas a quedar aquí unos días, y luego irás a una clínica de convalecencia. No es un asilo, es como un hospital, pero no tan grande. Te van a mimar, y te van a ayudar a que vuelvas a andar, y luego, ¡hala, de vuelta a tu huerto!

– ¿Y eso cuántos días va a durar?

– Unas semanas… Después, dependerá de ti… Tendrás que aplicarte…

– ¿Vendrás a verme?

– ¡Pues claro que vendré!. Tengo una moto muy bonita, ¿sabes?…

– No correrás mucho, ¿no?

– Qué va, voy a paso de burra…

– Mentiroso…

Le sonreía entre las lágrimas.

– Para, abuela, que si no yo también me voy a poner a lloriquear…

– No, tú no. Tú no lloras nunca… Ni siquiera cuando eras niño, ni cuando te torciste el brazo, nunca te he visto derramar una sola lágrima…

– Bueno, pero para de todas maneras.

No se atrevía a cogerle la mano por culpa de los tubos.

– ¿Franck?

– Estoy aquí, abuela.

– Me duele.

– Es normal, ya se te pasará, tienes que dormir un poco.

– Me duele demasiado.

– Se lo diré a la enfermera antes de irme, le pediré que te dé algo para aliviarte el dolor…

– ¿No te vas a ir enseguida, verdad?

– ¡Que no!

– Háblame un poco. Háblame de ti…

– Espera, voy a apagar… Esta luz es demasiado fea.

Franck subió la persiana, y la habitación, que estaba orientada al Oeste, quedó bañada de pronto en una dulce penumbra. Luego cambió de lugar el sillón para situarse del lado de la mano sin tubos, y la tomó entre las suyas.

Al principio le costó encontrar las palabras, él que nunca había sabido hablar, y menos de sí mismo… Empezó por nimiedades, el tiempo que hacía en París, la contaminación, el color de su Suzuki, le describió los menús, y todas esas tonterías.

Y después, ayudado por el declive del día y por el rostro casi sosegado de su abuela, encontró recuerdos más precisos y confidencias menos fáciles. Le contó por qué lo había dejado con su novia, y cómo se llamaba la que tenía esperando en el banquillo, sus progresos en la cocina, su cansancio… Imitó a su nuevo compañero de piso y oyó que su abuela se reía bajito.

– Estás exagerando…

– ¡Te juro que no! Lo conocerás cuando vengas a visitarnos, y ya comprenderás…

– Huy, pero si yo no tengo ganas de ir hasta París…

– Entonces iremos a verte nosotros, ¡y nos prepararás una buena comida!

– ¿Tú crees?

– Sí. Le harás tu pastel de patatas…

– Oh, no, eso no… Es demasiado rústico…

Después le habló del ambiente del restaurante, de las broncas del chef, de aquel día que vino un ministro a la cocina a felicitarlos, de la destreza del joven Takumi y del precio de las trufas. Le dio noticias de Momo y de la señora Mandel. Calló por fin para escuchar su respiración y comprendió que estaba dormida. Se levantó sin hacer ruido.

Cuando iba a salir, ella lo llamó:

– ¿Franck?

– ¿Sí?

– No he avisado a tu madre, ¿sabes…?

– Has hecho bien.

– Yo…

– Shhh, ahora tienes que dormir, cuanto más duermas, antes saldrás de aquí.

– ¿He hecho bien?

Franck asintió con la cabeza y se llevó un dedo a los labios.

– Sí. Venga, ahora a dormir…

Se sintió agredido por la violencia de las luces de neón y le costó muchísimo encontrar la salida. La enfermera de antes lo pilló por banda en un pasillo.

Le indicó una silla y abrió el historial que le concernía. Empezó por hacerle algunas preguntas prácticas y administrativas, pero el chico no reaccionaba.

– ¿Está bien?

– Cansado…

– ¿No ha comido nada?

– No, es que…

– Espere. Aquí tenemos todo lo necesario…

Sacó de un cajón una lata de sardinas y un paquete de biscotes.

– ¿Tiene bastante con esto?

– ¿Y usted?

– ¡No se preocupe! ¡Mire! ¡Tengo un montón de galletas! ¿Una copita de vino para acompañar?

– No, gracias. Me voy a sacar una lata de la máquina…

– Vaya, vaya, yo me voy a servir una copita para acompañarlo, pero… chitón, ¿eh?

Comió un poco, contestó a todas sus preguntas, y recogió sus bártulos.

– Dice que le duele…

– Mañana se sentirá mejor. Le hemos puesto antiinflamatorios en el gotero y cuando se despierte estará mucho mejor…

– Gracias.

– Es mi trabajo.

– Lo decía por las sardinas…

Franck condujo deprisa, se desplomó sobre su cama y hundió la cabeza bajo la almohada para no derrumbarse. Ahora no. Había aguantado el tipo tanto tiempo… Todavía podía luchar un poco más…

7

– ¿Café?

– No, una Coca-Cola, por favor.

Camille se la bebió a sorbitos. Estaba en la barra de un bar frente al restaurante en el que había quedado con su madre. Extendió las manos a ambos lados del vaso, y con los ojos cerrados, empezó a respirar muy despacito. Esas comidas, por muy espaciadas que fueran, siempre la machacaban por dentro. Terminaba hecha polvo, tambaleándose, y como desollada viva. Como si su madre se dedicara, con una meticulosidad sádica, aunque probablemente inconsciente, a levantar las costras y volver a abrir, una a una, miles de pequeñas cicatrices. Camille la vio reflejada en el espejo, detrás de las botellas, cuando franqueaba las puertas del Paraíso de Jade. Se fumó un cigarrillo, bajó al cuarto de baño, pagó su consumición y cruzó la calle, con las manos en los bolsillos, y los bolsillos apretados contra el estómago.

Vio su silueta encorvada y fue a sentarse en frente de ella, respirando hondo:

– ¡Hola, mamá!

– ¿No me das un beso? -dijo la voz.

– Hola, mamá -articuló Camille más despacio.

– ¿Estás bien?

– ¿Por qué me lo preguntas?

Camille se aferró al borde de la mesa para no levantarse inmediatamente.

– Te lo pregunto porque es lo que la gente suele preguntarse cuando se ve…

– Yo no soy «la gente»…

– Y entonces, ¿qué eres?

– Oh, por favor, ¡no empieces, ¿eh?!

Camille ladeó la cabeza y contempló la decoración inmunda, compuesta por estucos y bajorrelieves seudoasiáticos. Las incrustaciones de carey y de nácar eran de plástico, y la laca, de formica amarilla.

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