– Esto es ¿qué? -soltó Camille, de repente cansada, mientras tiritaban los dos de frío delante de su tienda de alimentación preferida.
– Es… esto…
– ¿No es posible?
– No, es… ¡Es demasiado honor para mí!
– ¡Ah! -dijo Camille, divertida-. Es demasiado honor para usted… Que no, hombre, que no, ya lo verá, será algo muy sencillo. ¿Acepta entonces?
– Pues, sí… me… me encantará compartir su mesa…
– Mmm… No es exactamente una mesa, ¿sabe?…
– ¿Ah, no?
– Digamos que será más bien un picnic… Una cena sencilla en plan merienda campestre…
– ¡Muy bien, me encanta ir de picnic! Puedo incluso venir con mi manta de cuadros y mi cesta, si quiere…
– ¿Su cesta de qué?
– ¡Mi cesta de picnic!
– ¿Un chisme con vajilla dentro y todo?
– Pues sí, en efecto, tiene cubiertos, un mantel, cuatro servilletas, un sacacor…
– ¡Huy, sí, qué buena idea! ¡Yo no tengo nada de eso! ¿Pero cuándo? ¿Esta noche?
– Pues, esta noche… es que… yo…
– ¿Usted, qué?
– Es decir que no he avisado a mi compañero de piso…
– Entiendo. Pero puede venir él también, eso no es problema.
– ¿Él? -preguntó extrañado-. No, él no… Para empezar no sé sí… o sea, no sé si se trata de un chico muy… muy… Entendámonos, no hablo de su conducta, aunque… en fin… yo no la comparto, ¿sabe usted? No, me refiero más bien a… Oh, bueno, de todas maneras no está aquí esta noche. Ni ninguna otra noche, de hecho…
– Recapitulemos -dijo Camille, perdiendo la paciencia-, no puede usted venir porque no ha avisado a su compañero de piso, que de todas maneras nunca está en casa, ¿es así la cosa?
Él bajaba la cabeza, toqueteando los botones de su abrigo.
– Oiga, no hay ninguna obligación, ¿eh? Si no quiere, no tiene por qué aceptar mi invitación, ¿sabe…?
– Es que…
– Es que, ¿qué?
– No, nada. Iré.
– Esta noche o mañana. Porque después vuelvo a trabajar hasta el fin de semana…
– De acuerdo -murmuró-, de acuerdo, mañana… Estará… Estará en casa, ¿verdad?
Camille sacudió la cabeza de lado a lado.
– ¡Anda que no es usted complicado ni nada! ¡Pues claro que estaré en casa, puesto que le invito a cenar!
Él esbozó una sonrisa insegura.
– ¿Hasta mañana entonces?
– Hasta mañana, señorita.
– ¿A eso de las ocho?
– A las ocho en punto, allí estaré.
Se inclinó, y dio media vuelta.
– ¡Eh!
– ¿Disculpe?
– Tiene que tomar por la escalera de servicio. Vivo en el séptimo piso, la puerta número 16, ya verá, es la tercera a mano izquierda…
Con un gesto de cabeza, el hombre le indicó que había entendido sus indicaciones.
– ¡Pase, pase! ¡Huy, pero si está usted elegantísimo!
– Oh -dijo él, poniéndose colorado-, no es más que un canotier … Era de mi tío abuelo, y he pensado que, para un picnic…
Camille no daba crédito. El sombrero de paja no era más que la guinda. Su invitado llevaba un bastón con el mango de plata bajo el brazo, y vestía un traje claro con una corbata de pajarita roja. Le tendió una enorme maleta de mimbre.
– ¿Es ésta la cesta de la que me hablaba?
– Sí, pero espere, aún hay una cosa más…
Se fue al fondo del pasillo y volvió con un ramo de rosas.
– Qué detalle…
– ¿Sabe?, no son flores de verdad…
– ¿Cómo dice?
– No, vienen de Uruguay, creo… Hubiera preferido verdaderas rosas de rosal, pero en pleno invierno, es… es…
– Es imposible.
– ¡Sí, eso! ¡Es imposible!
– Vamos, pase, está usted en su casa.
Era tan alto que tuvo que sentarse enseguida. Hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas pero, por una vez, no era un problema de tartamudez, sino de… estupefacción.
– Su casa es… es…
– Pequeña.
– No, es, cómo diría yo… Es coquetona. Sí, es muy coquetona y… pintoresca, ¿verdad?
– Muy pintoresca -repitió Camille riendo.
Se quedó un momento callado.
– ¿De verdad vive usted aquí?
– Pues sí…
– ¿Completamente?
– Completamente.
– ¿Todo el año?
– Todo el año.
– Es un poco pequeño, ¿no?
– Me llamo Camille Fauque.
– Ah, claro, por supuesto, encantado. Yo soy Philibert Marquet de la Durbellière -anunció poniéndose de pie y dándose un coscorrón contra el techo.
– ¿Todo eso se llama usted?
– Pues sí…
– ¿Tiene usted algún apodo?
– No, que yo sepa…
– ¿Ha visto mi chimenea?
– ¿Disculpe?
– Ahí… Mi chimenea…
– ¡Ah, hela aquí! Muy bien… -añadió, volviéndose a sentar y estirando las piernas delante de las llamas de plástico-, muy, pero que muy bien… Se diría que estamos en un cottage inglés, ¿no le parece?
Camille estaba contenta. No se había equivocado. Ese chico era todo un personaje, pero un ser perfecto a la vez…
– Es bonita, ¿eh?
– ¡Magnífica! ¿Tira bien, al menos?
– Impecablemente.
– ¿Y la leña?
– Huy, con la tormenta… Hoy en día ya no hay más que agacharse…
– Ay, sí, demasiado bien lo sé yo… tendría usted que ver la maleza en casa de mis padres… Un verdadero desastre… Pero, ¿qué es lo que arde? Madera de roble, ¿no?
– ¡Bravo!
Se sonrieron.
– ¿Le parece bien una copa de vino?
– Me parece perfecto.
A Camille le maravilló el contenido de la maleta de mimbre. No faltaba un detalle, los platos eran de porcelana; los cubiertos, de esmalte, y los vasos, de cristal fino. Había incluso un salero, un pimentero, unas aceiteras, tacitas de café, de té, servilletas de lino bordadas, una ensaladera, una salsera, una mantequillera, una cajita para los mondadientes, un azucarero, cubiertos de pescado, y una chocolatera. Todo ello con el escudo de la familia de su invitado.
– Nunca había visto nada tan bonito…
– Ahora entiende por qué no podía venir ayer… Si supiera la de horas que he pasado limpiándola y sacándole brillo a todo…
– ¡Pero habérmelo dicho!
– ¿De verdad cree que si le hubiera puesto como excusa: «Esta noche no, tengo que dejar como nueva mi maleta», no me habría tomado usted por loco?
Camille se guardó muy mucho de hacer ningún comentario.
Extendieron un mantel en el suelo y Philibert Fulano de Tal puso la mesa.
Se sentaron con las piernas cruzadas, encantados y alegres, como dos niños estrenando un juego de cocinitas, con modales exquisitos y mucho cuidadito de no romper nada. Camille, que no sabía cocinar, había ido a una tienda de comida preparada y había comprado un surtido de taramas , salmón ahumado, pescados marinados y mermelada de cebolla. Llenaron concienzudamente todas las fuentes del tío abuelo e idearon una especie de tostador muy ingenioso, fabricado con una vieja tapa y papel de estaño, para calentar los blinis sobre la parrilla eléctrica. Apoyaron la botella de vodka sobre el canalón, y así bastaba abrir el tragaluz para servirse. Esas idas y venidas enfriaban la habitación, desde luego, pero en la chimenea chisporroteaba un fuego maravilloso.
Como de costumbre, Camille bebió mucho y comió poco.
– ¿Le molesta que fume?
– No, por Dios, adelante… Lo que sí me gustaría es estirar las piernas porque me siento anquilosado…
– Siéntese en mi cama…
– P… por supuesto que no, yo no… De ninguna manera…
A la mínima, Philibert volvía a atorarse y a perder la serenidad.
– ¡Que sí, hombre! De hecho, es un sofá cama…
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