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Anna Gavalda: Juntos, Nada Más

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Anna Gavalda Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto. Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia. Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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La vida le había enseñado a desconfiar de las certezas y de los proyectos de futuro, pero había algo de lo que Camille estaba segura: un día, dentro de mucho, mucho tiempo, cuando fuera muy vieja, mucho más vieja que ahora, con el pelo blanco, miles de arrugas y manchas oscuras en las manos, tendría su propia casa. Una casa de verdad, con una olla de cobre para hacer mermelada, y galletas dentro de una caja de hojalata escondida en el fondo de un aparador. Una larga mesa de granja, de madera bien gruesa, y cortinas de cretona. Camille sonreía. No tenía ni tenía ni idea de lo que era la cretona, ni siquiera sabía si le gustaría, pero esas palabras le encantaban: cortinas de cretona… Tendría habitaciones de invitados y, ¿quién sabe, tal vez incluso invitados? Un jardincito lindo, gallinas que le darían huevos de primera que tomaría pasados por agua, gatos para perseguir a los ratones, y perros para perseguir a los gatos. Un rincón de plantas aromáticas, una chimenea, sillones muy cómodos y libros por todas partes. Manteles blancos, servilleteros comprados a chamarileros, una cadena de música para escuchar las mismas óperas que su padre, y una cocina de carbón donde prepararía a fuego lento, durante toda la mañana, guisos de ternera y zanahorias…

Ternera y zanahorias… vaya unas tonterías se le ocurrían.

Una casita como las que dibujan los niños, con una puerta y ventanas a cada lado. Anticuada, discreta, silenciosa, invadida por la hiedra y los rosales. Una casa con adornos en la entrada. Un porche calentito, que habría acumulado todo el calor del día, y en el que se sentaría por la noche, para acechar el regreso de las garzas…

Y un viejo invernadero que haría las veces de taller… Bueno, eso no era seguro… Hasta entonces, sus manos siempre la habían traicionado, y más valía quizá no volver a contar con ellas…

¿Tal vez al final el sosiego no habría de llegar por ese camino?

Pero, ¿por cuál, entonces? Por cuál, se angustiaba Camille de pronto.

¿Por cuál?

Se serenó enseguida, y llamó a un vendedor antes de perder pie. La pequeña choza del bosque era una imagen muy linda, sí, pero mientras tanto se pelaba de frío en el fondo de un pasillo húmedo, y ese joven del polo amarillo chillón seguro que podría ayudarla:

– ¿Dice que deja pasar el aire?

– Sí.

– ¿Es un Velux?

– No, un tragaluz.

– ¿Todavía existen esos chismes?

– Desgraciadamente, sí…

– Pues tenga, esto es lo que necesita…

Le tendió un rollo de burlete para clavar, «especial ventanas», de goma espuma con una base de PVC, duradero, lavable e impermeable. Una maravilla.

– ¿Tiene grapadora?

– No.

– ¿Un martillo? ¿Clavos?

– No.

Camille siguió como un perrito al vendedor por toda la tienda, mientras el chico le iba llenando la cesta.

– ¿Y para calentarme?

– ¿Ahora mismo qué tiene?

– ¡Un radiador eléctrico que se apaga en plena noche y que encima huele mal!

El vendedor se tomó su papel muy en serio y le dio una clase magistral.

Con tono docto, alabó, comentó y comparó las virtudes de los inyectores de aire, el calor por irradiación, los infrarrojos, las placas de cerámica, las estufas y los convectores. A Camille le daba vueltas la cabeza.

– Bueno, ¿y entonces qué me llevo?

– Ah, eso ya, usted verá…

– Pero es que justamente… no lo veo nada claro.

– Llévese una estufa de éstas, no son muy caras y calientan bien. La Oleo de la marca Calor no está mal…

– ¿Tiene ruedas?

– Pues… -vaciló el dependiente, inspeccionando la ficha técnica-… termostato mecánico, recogecable automático, potencia regulable, humidificador integrado, blablabla, ¡y ruedas! ¡Sí, señorita!

– Genial. Así la podré poner cerca de mi cama…

– Eh… Si me permite un comentario… Un chico tampoco está mal… Da calorcito, en una cama…

– Sí, pero no lleva recogecable incorporado…

– Ah, eso no…

El vendedor sonreía.

Al acompañarlo hacia la caja para que le firmara la garantía, Camille vio al pasar una chimenea falsa, con brasas falsas, leña falsa, llamas falsas y morillos falsos.

– ¡Hala! ¿Y esto qué es?

– Una chimenea eléctrica, pero no se la aconsejo, es un timo…

– ¡Sí, sí! ¡Enséñemela!

Era la Sherbone , un modelo inglés. Sólo los ingleses podían inventar algo tan feo y tan kitsch . Según la potencia (1.000 o 2.000 vatios), las llamas alcanzaban una determinada altura. Camille estaba encantada:

– ¡Es genial, parece de verdad!

– ¿Ha visto el precio?

– No.

– 532 euros, a quién se le ocurre… Es una estupidez… No se deje engañar…

– De todas maneras yo con los euros no me aclaro…

– Pero si no es tan difícil, vienen a ser unos 3.500 francos, para un chisme que le dará menos calor que la Oleo , que cuesta menos de…

– Me llevo la chimenea.

El vendedor era un chico sensato, y nuestra cigarra cerró los ojos mientras le tendía su tarjeta de crédito. Ya puestos, se apuntó también al servicio a domicilio. Cuando anunció que vivía en un séptimo sin ascensor, la señora la miró mal y le dijo que entonces le costará diez euros más…

– No hay problema -contestó Camille poniéndose tensa.

El vendedor tenía razón. Era una locura.

Sí, era una locura, pero el lugar en el que vivía también era de locos. Quince metros cuadrados debajo de un tejado, de los cuales, tan sólo en seis podía mantenerse erguida del todo, un colchón en el suelo, en un rincón, un minúsculo lavabo que más parecía un urinario, y que le servía de fregadero y de cuarto de baño. Una barra que hacía las veces de armario ropero, y dos cajas de cartón una encima de la otra a modo de estantería. Una parrilla eléctrica apoyada sobre una mesita de camping. Una mini neverita que también servía de encimera, de mesa de comedor y de mesita de café. Dos taburetes, una lámpara halógena, un espejito, y otra caja de cartón como despensa. ¿Y qué más? La maletita escocesa donde guardaba el poco material que le quedaba, tres cuadernos de dibujo y… No, nada más. Ésa era toda su casa.

El retrete era un agujero en el suelo, al fondo del pasillo a la derecha, y la ducha estaba encima del retrete. No había más que colocar encima del agujero el entramado de madera podrida, previsto para tal efecto…

No había vecinos, o tal vez un fantasma, pues a veces oía susurros detrás de la puerta del número 12. En la suya había un candado y el nombre de la antigua inquilina, escrito con una bonita letra de color violeta, sobre un pedacito de cartón clavado en el quicio de la puerta con una chincheta: Louise Leduc

Una criada jovencita del siglo pasado…

No, Camille no se arrepentía de haber comprado su chimenea, aunque le hubiera costado la mitad de su sueldo… Nada menos que la mitad… Pero bah… para lo que hacía con su sueldo… Camille pensaba en todas esas cosas en el autobús, preguntándose a la vez a quién podría invitar para inaugurarla…

Unos días más tarde, dio con el personaje adecuado:

– ¡Tengo una chimenea, ¿sabe?!

– Perdón, ¿cómo dice? ¡Ah! ¡Oh! Es usted… Buenos días, señorita. Un tiempo algo tristón, ¿verdad?

– ¡Y que lo diga! Y entonces, ¿por qué se quita el gorro?

– Pues… pues… para saludarla.

– ¡No, hombre, no, vuélvaselo a poner! ¡Va a agarrar una pulmonía! Justamente lo estaba buscando. Quería invitarlo un día de estos a cenar al calor de la chimenea…

– ¿A mí? -preguntó, atragantándose.

– ¡Sí! ¡A usted!

– Oh, no, pero si yo… esto… ¿Por qué? Esto es de verdad…

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