Array Array - La guerra del fin del mundo

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—Lo único que no entendía era de qué se había valido Epaminondas para atraer al sertón al supuesto agente —dijo, moviendo los dedos como si los tuviera acalambrados—. No se me pasó por la cabeza que el cielo lo favoreciera poniendo en sus manos a un idealista. Raza curiosa, la de los idealistas. No conocía a ninguno y ahora, con pocos días de diferencia, he tratado a dos. El otro es el Coronel Moreira César. Sí, es también un soñador. Aunque sus sueños no coincidan con los suyos… Los interrumpió una viva agitación en el exterior. Fue a la ventana y, a través de los cuadraditos de la rejilla metálica, vio que no era Rufino, de vuelta, sino cuatro hombres con carabinas, a los que rodeaban Aristarco y los capangas. «Es Pajeú, el de Canudos», oyó decir a Gall, ese hombre que ni él mismo sabía si era un prisionero o su huésped. Examinó a los recién llegados. Tres permanecían mudos, mientras el cuarto hablaba con Aristarco. Era caboclo, bajo, macizo, ya no joven, con la piel como cuero de vaca. Una cicatriz seccionaba su cara: sí, podía ser Pajeú. Aristarco asintió varias veces y el Barón lo vio venir hacia la casa.

—Éste es un día de acontecimientos —murmuró, chupando su tabaco. Aristarco traía la cara impenetrable de siempre, pero el Barón adivinó la alarma que lo habitaba. —Pajeú —dijo, lacónicamente—. Quiere hablar con usted. El Barón, en vez de responder, se volvió a Gall:

—Le ruego que se retire ahora. Lo veré a la hora de la cena. Comemos temprano, aquí en el campo. A las seis.

Cuando hubo salido, preguntó al capataz si sólo habían venido esos cuatro. No, en los alrededores había por lo menos medio centenar de yagunzos. ¿Seguro que el caboclo era Pajeú? Sí, lo era.

—¿Qué ocurre si atacan Calumbí? —dijo el Barón—. ¿Podemos resistir? —Podemos hacernos matar —replicó el capanga, como si antes se hubiera dado a sí mismo esa respuesta—. De muchos de los hombres, ya no confío. También pueden irse a Canudos en cualquier momento. . El Barón suspiró.

—Tráelo —dijo—. Quiero que asistas a la entrevista.

Aristarco salió y un momento después estaba de vuelta, con el recién llegado. El hombre de Canudos se quitó el sombrero a la vez que se detenía, a un metro del dueño de casa. El Barón trató de identificar en esos ojitos pertinaces, en esas facciones curtidas, las fechorías y crímenes que se le atribuían. La feroz cicatriz, que podía ser de bala, faca o zarpa, rememoraba la violencia de su vida. Por lo demás, hubiera podido ser tomado por un morador. Pero éstos, cuando miraban al Barón, solían pestañear, bajar los ojos. Pajeú sostenía su mirada, sin humildad. —¿Tú eres Pajeú? —preguntó, por fin.

—Soy —asintió el hombre. Aristarco permanecía tras él, como una estatua. —Has hecho tantos estragos en esta tierra como la sequía —dijo el Barón—. Con tus robos, tus matanzas, tus pillajes.

—Fueron otros tiempos —repuso Pajeú, sin resentimiento, con una recóndita conmiseración—. En mi vida hay pecados de los que tendré que dar cuenta. Ahora ya no sirvo al Can sino al Padre.

El Barón reconoció ese tono: era el de los predicadores capuchinos de las Santas Misiones, el de los santones ambulantes que llegaban a Monte Santo, el de Moreira César, el de Galileo Gall. El tono de la seguridad absoluta, pensó, el de los que nunca dudan. Y, por primera vez, sintió curiosidad por oír al Consejero, ese sujeto capaz de convertir a un truhán en fanático. —¿A qué has venido?

—A quemar Calumbí —dijo la voz sin inflexiones.

—¿A quemar Calumbí? —El estupor cambió la expresión, la voz, la postura del Barón. —A purificarla —replicó el caboclo, despacio—. Después de tanto sudar, esta tierra merece descanso.

Aristarco no se había movido y el Barón, que había recobrado el aplomo, escudriñaba al ex–cangaceiro como, en épocas más tranquilas, solía hacerlo con las mariposas y las plantas de su herbario, ayudado por un lente de aumento. Sintió, de pronto, el deseo de penetrar en la intimidad del hombre, de conocer las secretas raíces de eso que decía. Y, a la vez, imaginaba a Sebastiana, escobillando los claros cabellos de Estela en medio de un círculo de llamas. Se puso pálido.

—¿No se da cuenta el infeliz del Consejero de lo que está haciendo? —Hacía esfuerzos por contener la indignación—. ¿No ve que las haciendas quemadas significan hambre y muerte para cientos de familias? ¿No se da cuenta de que esas locuras han traído ya la guerra a Bahía?

—Está en la Biblia —explicó Pajeú, sin inmutarse—. Vendrá la República, el Cortapescuezos, habrá un cataclismo. Pero los pobres se salvarán, gracias a Belo Monte. —¿Has leído tú la Biblia, siquiera? —murmuró el Barón.

—La ha leído él —dijo el caboclo—. Usted y su familia pueden irse. El Cortapescuezos ha estado aquí y se ha llevado pisteros, reses. Calumbí está maldita, se ha pasado al Can. —No permitiré que arrases la hacienda —dijo el Barón—. No sólo por mí. Sino por los centenares de personas para las que esta tierra representa la supervivencia. —El Buen Jesús se ocupará de ellas mejor que usted —dijo Pajeú. Era evidente que no quería ser ofensivo; hablaba esforzándose por mostrarse respetuoso; parecía desconcertado por la incapacidad del Barón para aceptar las verdades más obvias—. Cuando usted parta, todos se irán a Belo Monte.

—Para entonces, Moreira César lo habrá desaparecido —dijo el Barón—. ¿No comprendes que las escopetas y las facas no pueden resistir a un Ejército? No, nunca comprendería. Era tan vano tratar de razonar con él, como con Moreira César o con Gall. El Barón tuvo un estremecimiento; era como si el mundo hubiera perdido la razón y sólo creencias ciegas, irracionales, gobernaran la vida.

—¿Para esto se les ha mandado comida, animales, cargamentos de granos? —dijo—. El compromiso de Antonio Vilanova era que ustedes no tocarían Calumbí ni molestarían a mi gente. ¿Así cumple su palabra el Consejero? —Él tiene que obedecer al Padre —explicó Pajeú.

—O sea que es Dios quien ha ordenado que quemes mi casa —murmuró el Barón. —El Padre —corrigió el caboclo, con viveza, como para evitar un gravísimo malentendido—. El Consejero no quiere que se le haga daño a usted ni a su familia. Pueden irse todos los que quieran.

—Muy amable de tu parte —replicó el Barón, con sarcasmo—. No dejaré que quemes esta casa. No me iré.

Una sombra veló los ojos del caboclo y la cicatriz de su cara se crispó. —Si usted no se va, tendré que atacar y matar a gente que puede salvarse —explicó, con pesadumbre—. Matarlos a usted y a su familia. No quiero que esas muertes caigan sobre mi alma. Además, casi no habría pelea. —Señaló con la mano, atrás —: Pregúntele a Aristarco.

Esperó, implorando con la mirada una respuesta tranquilizadora. —¿Puedes darme una semana? —murmuró al fin el Barón—. No puedo partir… —Un día —lo interrumpió Pajeú—. Puede llevarse lo que quiera. No puedo esperar más. El Perro está yendo a Belo Monte y tengo que estar allá, yo también. —Se puso el sombrero, dio media vuelta y, de espaldas, a modo de despedida, añadió al cruzar el umbral seguido por Aristarco —: Alabado sea el Buen Jesús.

El Barón advirtió que se le había apagado el tabaco. Arrojó la ceniza, lo encendió y mientras daba una bocanada, calculó que no tenía posibilidad alguna de pedir ayuda a Moreira César antes de que se cumpliera el plazo. Entonces, con fatalismo —él también era, a fin de cuentas, un sertanero — se preguntó cómo tomaría Estela la destrucción de esta casa y esta tierra tan ligada a sus vidas.

Media hora después estaba en el comedor, con Estela a su derecha y Galileo Gall a su izquierda, sentados los tres en las sillas «austríacas» de altos espaldares. Todavía no oscurecía, pero los criados habían encendido las lámparas. El Barón observó a Gall: se llevaba las cucharadas a la boca con desgano y tenía la expresión atormentada de costumbre. Le había dicho que, si quería estirar las piernas, podía salir al exterior, pero Gall, salvo los momentos que pasaba conversando con él, permanecía en su cuarto —el mismo que había ocupado Moreira César — escribiendo. El Barón le había pedido un testimonio de todo lo que había ocurrido desde su entrevista con Epaminondas Gonce.

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