Array Array - La guerra del fin del mundo
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Cuando salió, tomó otra vez la palabra Antonio Vilanova, pero para hablar de las muertes. Aumentaban, con la invasión de peregrinos, y el cementerio viejo, de detrás de las iglesias, ya no tenía espacio para muchas tumbas. Por eso, había puesto gente a limpiar y cercar un terreno en el Tabolerinho, entre Canudos y el Cambaio, para levantar uno nuevo. ¿Aprobaba eso el Consejero? El santo hizo un brevísimo signo de asentimiento. Cuando Joáo Grande, moviendo sus manazas, confuso, brillando de sudor su pelo crespo, contaba que la Guardia Católica abría desde ayer una trinchera con doble parapeto de piedras que, comenzando a orillas del Vassa Barris llegaría hasta la Fazenda Velha, volvió Joáo Abade. Hasta el León de Natuba alzó su enorme cabeza de ojos inquisitivos.
—Los soldados llegaron a Cumbe esta madrugada. Entraron preguntando por el Padre Joaquim, buscándolo. Parece que le han cortado el pescuezo.
El Beatito oyó un sollozo, pero no miró: sabía que era Alejandrinha Correa. Tampoco los otros la miraron, pese a que los sollozos crecieron y ocuparon el Santuario. El Consejero no se había movido.
—Vamos a rezar por el Padre Joaquim —dijo, por fin, con voz afectuosa—. Ahora está junto al Padre. Allí nos seguirá ayudando, más que en este mundo. Alegrémonos por él y por nosotros. La muerte es fiesta para el justo.
El Beatito, arrodillándose, envidió con fuerza al párroco de Cumbe, ya a salvo del Can, allá arriba, en ese lugar privilegiado donde sólo suben los mártires del Buen Jesús.
Rufino entra a Cumbe al mismo tiempo que dos patrullas de soldados que se conducen como si los vecinos fueran el enemigo. Registran las casas, golpean con las culatas a los que protestan, clavan una ordenanza prometiendo la muerte a quien oculte armas de fuego y la pregonan con redoble de tambor. Buscan al cura. A Rufino le cuentan que lo ubican por fin y que no tienen escrúpulos en entrar a la Iglesia y sacarlo a empellones. Después de recorrer Cumbe indagando por los cirqueros, Rufino se aloja en casa de un ladrillero. La familia comenta los registros, los maltratos. Los impresionan menos que el sacrilegio: ¡invadir la Iglesia y golpear a un ministro de Dios! Debe ser cierto, pues, lo que se dice: esas gentes impías sirven al Can.
Rufino sale del pueblo seguro de que el forastero no ha pasado por Cumbe. ¿Se encuentra tal vez en Canudos? ¿O en manos de los soldados? Está a punto de ser apresado en una barrera de guardias rurales que cierra la ruta a Canudos. Varios lo conocen e interceden por él ante los otros; después de un rato le permiten irse. Toma un atajo hacia el Norte y, al poco tiempo de marcha, oye un tiro. Comprende que le disparan, por el polvo alborotado a sus pies. Se tira al suelo, se arrastra, localiza a sus agresores: dos guardias agazapados en una elevación. Le gritan que arroje la carabina y la faca. Se lanza, veloz, corriendo en zigzag, hacia un ángulo muerto. Llega al refugio, ileso, y desde allí puede distanciarse por el roquerío. Pero pierde el rumbo y cuando está seguro de no ser seguido, se halla tan exhausto que se duerme como un tronco. El sol lo pone en la dirección de Canudos. Hay grupos de peregrinos que afluyen de distintos lados a la borrosa trocha que hace algunos años sólo recorrían convoyes de ganado y comerciantes paupérrimos. Al anochecer, acampando entre romeros, oye a un viejecillo con forúnculos que viene de San Antonio, recordar una función de circo. El corazón de Rufino late con fuerza. Deja hablar al viejo sin interrumpirlo y un momento después sabe que ha recobrado la pista.
Llega oscuro a San Antonio y se sienta junto a una de las pozas, a orillas del Massacará, a esperar la luz. La impaciencia no lo deja pensar. Con el primer rayo de sol, empieza a recorrer las casitas idénticas. La mayoría están vacías. El primer vecino que encuentra le señala dónde ir. Ingresa a un interior oscuro y pestilente y se detiene, hasta que sus ojos se acostumbren a la penumbra. Van apareciendo las paredes, con rayas, dibujos y un Corazón de Jesús. No hay muebles, cuadros, ni un mechero, pero queda como una reminiscencia de esas cosas que se llevaron los ocupantes.
La mujer está en el suelo y se reincorpora al verlo entrar. Hay a su alrededor trapos de colorines, una cesta de mimbre y un brasero. Tiene, en su falda, algo que le cuesta reconocer. Sí, es la cabeza de un ofidio. El rastreador advierte ahora la pelusa que sombrea la cara y los brazos de la mujer. Entre ella y la pared hay alguien tendido, del que ve medio cuerpo y los pies. Descubre la desolación que arrasa los ojos de la Barbuda. Se inclina y, en actitud respetuosa, le pregunta por el circo. Ella sigue mirándolo sin verlo y, por fin, con desaliento, le alcanza la cobra: puede comérsela. Rufino, acuclillado, le explica que no quiere quitarle la comida sino saber algo. La Barbuda habla del muerto. Ha estado agonizando a poquitos y la noche anterior expiró. Él la escucha, asintiendo. Ella se acusa, tiene cargos de conciencia, tal vez debió matar a Idílica antes para darle de comer. ¿Lo hubiera salvado, si lo hacía? Ella misma responde que no. La cobra y el muerto compartían con ella la vida desde los comienzos del circo. La memoria devuelve a Rufino imágenes del Gitano, del Gigante Pedrín y otros artistas que vio de niño, en Calumbí. La mujer ha oído que si no son enterrados en cajón, los muertos se van al infierno; eso la angustia. Rufino se ofrece a fabricar un ataúd y cavar una fosa para su amigo. Ella le pregunta a boca de jarro qué quiere. Rufino —su voz tiembla —se lo dice. ¿El forastero?, repite la Barbuda, ¿Galileo Gall? Sí, él. Se lo llevaron unos hombres a caballo, cuando salían del pueblo. Y habla otra vez del muerto, no podía arrastrarlo, le daba pena, y prefirió quedarse cuidándolo. ¿Eran soldados? ¿Guardias rurales? ¿Bandidos? No lo sabe. ¿Los que le cortaron los pelos en Ipupiará? No, no eran ésos. ¿Lo buscaban a él? Sí, a los cirqueros los dejaron en paz. ¿Partieron hacia Canudos? Tampoco lo sabe.
Rufino amortaja al difunto con las tablas de la ventana, que amarra con los trapos de colorines. Se echa al hombro el dudoso ataúd y sale, seguido por la mujer. Algunos vecinos lo guían hasta el cementerio y le prestan una pala. Abre una fosa, vuelve a llenarla y permanece allí mientras la Barbuda reza. Al volver al caserío, ella se lo agradece, efusivamente. Rufino, que ha estado con la mirada perdida, le pregunta: ¿se llevaron también a la mujer? La Barbuda pestañea. Tú eres Rufino, dice. Él asiente. Ella le cuenta que Jurema sabía que aparecería. ¿También a ella se la llevaron? No, se ha ido con el Enano, rumbo a Canudos. Un grupo de enfermos y de gente sana los oyen hablar, entretenidos. La fatiga que Rufino siente de pronto lo hace tambalearse. Le ofrecen hospitalidad y él acepta dormir en la casa que ocupa la Barbuda. Duerme hasta la noche. Al despertar, la mujer y una pareja le acercan una escudilla con una sustancia espesa. Conversa con ellos sobre la guerra y los trastornos del mundo. Cuando la pareja se va, interroga a la Barbuda sobre Galileo y Jurema. Ella le dice lo que sabe y, también, que se va a Canudos. ¿No teme meterse en la boca del lobo? Más teme quedarse sola; allá, tal vez, encuentre al Enano y puedan seguir acompañándose.
A la mañana siguiente, se despiden. El rastreador parte hacia el Oeste, pues los vecinos aseguran que ese rumbo tomaron los capangas. Marcha entre arbustos, espinas y matorrales y a media mañana esquiva una patrulla de exploradores que rastrilla la caatinga. A menudo se detiene a estudiar las huellas. Ese día no captura ninguna presa y sólo mastica yerbas. Pasa la noche en el Riacho de Varginha. A poco de retomar la travesía, divisa el Ejército del Cortapescuezos, ese que está en todas las bocas. Ve brillar las bayonetas en el polvo, oye el crujido de las cureñas rodando por la trocha. Reanuda su trotecito pero no entra a Zélia hasta oscurecer. Los vecinos le cuentan que, además de los soldados, han estado allí los yagunzos de Pajeú. Nadie recuerda a una partida de capangas con alguien como Gall. Rufino oye ulular a lo lejos los pitos de madera que, de manera intermitente, resonarán toda la noche.
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