Array Array - La guerra del fin del mundo
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«¿A cambio de eso recuperaré la libertad?», le había preguntado Gall. El Barón negó con la cabeza: «Usted es la mejor arma que tengo contra mis enemigos». El revolucionario había permanecido mudo y el Barón dudaba que estuviera escribiendo esa confesión. ¿Qué era entonces lo que podía garabatear, día y noche? Sintió curiosidad, en medio de su desazón.
—¿Un idealista? —lo sorprendió la voz de Gall—. ¿Un hombre del que se dicen tantas atrocidades?
Comprendió que el escocés, sin prevenirlo, retomaba la conversación de su despacho. —¿Le parece raro que el Coronel sea un idealista? —repuso, en inglés—. Lo es, sin duda alguna. No le interesan el dinero, ni los honores y acaso ni siquiera el poder para él. Lo mueven cosas abstractas: un nacionalismo enfermizo, la idolatría del progreso técnico, la creencia de que sólo el Ejército puede poner orden y salvar a este país del caos y de la corrupción. Un idealista a la manera de Robespierre…
Calló, mientras un sirviente recogía los platos. Jugueteó con la servilleta, distraído, pensando que la noche próxima todo lo que lo rodeaba sería escombros y cenizas. Deseó un instante que ocurriera un milagro, que el Ejército de su enemigo Moreira César se presentara en Calumbí e impidiera ese crimen.
—Como ocurre con muchos idealistas, es implacable cuando quiere materializar sus sueños —añadió, sin que su cara trasluciera lo que sentía. Su esposa y Gall lo miraban— . ¿Sabe usted qué hizo en la Fortaleza de Anhato Miram, cuando la revuelta federalista contra el Mariscal Floriano? Ejecutar a ciento ochenta y cinco personas. Se habían rendido, pero no le importó. Quería un escarmiento.
—Las degolló —dijo la Baronesa. Hablaba el inglés sin la desenvoltura del Barón, despacio, pronunciando con temor cada sílaba—. ¿Sabe cómo le dicen los campesinos? Cortapescuezos.
El Barón soltó una risita; miraba, sin verlo, el plato que acababan de servirle. —Imagine lo que va a ocurrir cuando ese idealista tenga a su merced a los insurrectos monárquicos y anglofilos de Canudos —dijo, en tono lúgubre—. Él sabe que no son ni lo uno ni lo otro, pero es útil para la causa jacobina que lo sean, así que da lo mismo. ¿Por qué hace eso? Por el bien del Brasil, naturalmente. Y cree con toda su alma que es así. Tragó con dificultad y pensó en las llamas que arrasarían Calumbí. Las vio devorándolo todo, las sintió crepitando.
—A esos pobres diablos de Canudos los conozco bien —dijo, sintiendo las manos húmedas—. Son ignorantes, supersticiosos, y un charlatán puede hacerles creer que ha llegado el fin del mundo. Pero son también gente valerosa, sufrida, con un instinto certero de la dignidad. ¿No es absurdo? Van a ser sacrificados por monárquicos y anglofilos, ellos que confunden al Emperador Pedro II con uno de los apóstoles, que no tienen idea dónde está Inglaterra y que esperan que el Rey Don Sebastián salga del fondo del mar a defenderlos.
Volvió a llevarse el tenedor a la boca y tragó un bocado que le supo a hollín. —Moreira César decía que hay que desconfiar de los intelectuales —añadió—. Más aún de los idealistas, señor Gall.
La voz de éste llegó a sus oídos como si le hablara desde muy lejos: —Déjeme partir a Canudos. —Tenía la expresión encandilada, los ojos brillantes y parecía conmovido hasta el tuétano —: Quiero morir por lo mejor que hay en mí, por lo que creo, por lo que he luchado. No quiero acabar como un estúpido. Esos pobres diablos representan lo más digno de esta tierra, el sufrimiento que se rebela. A pesar del abismo que nos separa, usted puede entenderme.
La Baronesa, con un gesto, indicó al sirviente que recogiera los platos y saliera. —No le sirvo de nada —añadió Gall—. Soy ingenuo, tal vez, pero no fanfarrón. Esto no es un chantaje sino un hecho. De nada le valdrá entregarme a las autoridades, al Ejército. No diré palabra. Y, si hace falta, mentiré, juraré que he sido pagado por usted para acusar a Epaminondas Gonce de algo que no hizo. Porque aunque él sea una rata y usted un caballero, preteriré siempre a un jacobino que a un monárquico. Somos enemigos, Barón, no lo olvide. La Baronesa intentó ponerse de pie.
—No es necesario que te vayas —la contuvo el Barón. Escuchaba a Gall pero sólo podía
pensar en el fuego que abrasaría Calumbí. ¿Cómo se lo diría a Estela? —Déjeme partir a Canudos —repitió Gall.
—Pero ¿para qué? —exclamó la Baronesa—. Los yagunzos lo matarán, creyéndolo enemigo. ¿No dice usted que es ateo, anarquista? ¿Qué tiene que ver con Canudos? —Los yagunzos y yo coincidimos en muchas cosas, señora, aunque ellos no lo sepan — dijo Gall. Hizo una pausa y preguntó —: ¿Podré partir? El Barón, casi sin darse cuenta, le habló a su esposa, en portugués:
—Tenemos que irnos, Estela. Van a quemar Calumbí. No hay otro remedio. No tengo hombres para resistir y no vale la pena suicidarse. Vio que su esposa se quedaba inmóvil, que palidecía mucho, que se mordía los labios. Pensó que se iba a desmayar. Se volvió a Gall —: Como ve, Estela y yo tenemos algo grave que tratar. Iré a su cuarto, más tarde. Gall se retiró de inmediato. Los dueños de casa quedaron en silencio. La Baronesa esperaba, sin abrir la boca. El Barón le contó su conversación con Pajeú. Notó que ella hacía esfuerzos por parecerle serena, pero apenas lo conseguía: estaba demacrada, temblando. Siempre la había querido mucho, pero, en los momentos de crisis, además, la había admirado. Jamás la vio flaquear; tras esa apariencia delicada, grácil, decorativa, había un ser fuerte. Pensó que también esta vez ella sería su mejor defensa contra la adversidad. Le explicó que no podrían llevarse casi nada, que debían guardar en baúles lo más valioso y enterrarlos y que, lo demás, era mejor distribuirlo entre los criados y peones.
—¿No hay nada que hacer? —susurró la Baronesa, como si algún enemigo fuera a oírla. El Barón movió la cabeza: nada.
En realidad, no quieren hacernos daño a nosotros, sino matar al diablo y que la
tierra descanse. No se puede razonar con ellos. —Encogió los hombros y, como sintió que empezaba a conmoverse, puso fin al diálogo —: Partiremos mañana a mediodía. Es el plazo que me han dado.
La Baronesa asintió. Sus facciones se habían afilado, había pliegues en su frente y le chocaban los dientes.
—Entonces, habrá que trabajar toda la noche —dijo, levantándose. El Barón la vio alejarse y supo que, antes que nada, había ido a contárselo a Sebastiana. Mandó llamar a Aristarco y discutió con él los preparativos del viaje. Luego, se encerró en su despacho y durante mucho rato rompió cuadernos, papeles, cartas. Lo que llevaría consigo cabía en dos maletines. Cuando iba al cuarto de Gall comprobó que Estela y Sebastiana se habían puesto en acción. La casa era presa de una actividad febril y criadas y sirvientes circulaban de un lado a otro, acarreando cosas, descolgando objetos, llenando canastas, cajas, baúles y cuchicheando con caras de pánico. Entró sin llamar. Gall estaba escribiendo, en el velador, y al sentirlo, con la pluma todavía en la mano, lo interrogó con los ojos.
—Sé que es una locura dejarlo partir —dijo el Barón, con una media sonrisa que era en realidad una mueca—. Lo que tendría que hacer es pasearlo por Salvador, por Río, como se hizo con sus pelos, con el falso cadáver, con los falsos fusiles ingleses… Dejó la frase sin terminar, ganado por el desánimo.
—No se equivoque —dijo Galileo. Estaba muy cerca del Barón y sus rodillas se tocaban—. No voy a ayudarlo a resolver sus problemas, no seré nunca su colaborador. Estamos en guerra y todas las armas valen.
Hablaba sin agresividad y el Barón lo veía lejos: pequeñito, pintoresco, inofensivo, absurdo.
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