Array Array - La guerra del fin del mundo

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—Todas las armas valen —murmuró—. Es la definición de esta época, del siglo veinte que se viene, señor Gall. No me extraña que esos locos piensen que el fin del mundo ha llegado.

Veía tanta angustia en la cara del escocés que, súbitamente, sintió compasión por él. Pensó: «Todo lo que anhela es ir a morir como un perro entre gentes que no lo entienden y a las que no entiende. Cree que va a morir como un héroe y en realidad va a morir como lo que teme: como un idiota». El mundo entero le pareció víctima de un malentendido sin remedio.

—Puede usted partir —le dijo—. Le daré un guía. Aunque dudo que llegue a Canudos. Vio que la cara de Gall se encendía y le oyó balbucear un agradecimiento.

—No sé por qué lo dejo ir —añadió—. Tengo fascinación por los idealistas, aunque simpatía no, ninguna. Pero tal vez sí, algo, por usted, pues es un hombre perdido sin remedio y su fin será resultado de una equivocación.

Pero se dio cuenta que Gall no lo oía. Estaba recogiendo las páginas escritas del velador. Se las alcanzó:

—Es un resumen de lo que soy, de lo que pienso. —Su mirada, sus manos, su piel parecían en efervescencia—. Quizá no sea usted la persona más indicada para que le deje esto, pero no hay otra a mano. Léalo y, después, le agradecería que lo enviara a esa dirección, en Lyon. Es una revista, la publican unos amigos. No sé si sigue saliendo… — Calló, como avergonzado de algo—. ¿A qué hora puedo partir?

—Ahora mismo —dijo el Barón—. No necesito advertirle a lo que se arriesga, supongo. Lo más probable es que caiga en manos del Ejército. Y el Coronel lo matará de todos modos.

—No se mata a los muertos, señor, como usted dijo —repuso Gall—. Recuerde que ya me mataron en Ipupiará…

V

El grupo de hombres avanza por la extensión arenosa, los ojos clavados en el matorral. En las caras hay esperanza, pero no en la del periodista miope, quien, desde que salieron del campamento, piensa: «Será inútil». No ha dicho palabra que delate ese derrotismo con el que lucha desde que se racionó el agua. La poca comida no es problema para él, eterno inapetente. En cambio, soporta mal la sed. A cada rato, se descubre contando el tiempo que falta para tomar el sorbo de agua, según el rígido horario que se ha puesto. Tal vez por eso acompaña a la patrulla del Capitán Olimpio de Castro. Lo sensato sería aprovechar estas horas en el campamento, descansando. Esta correría, a él, tan mal jinete, lo fatigará y, por supuesto, aumentará su sed. Pero no, allá en el campamento la angustia haría presa de él, lo llenaría de suposiciones lúgubres. Aquí, por lo menos, está obligado a concentrarse en el esfuerzo que significa para él no caerse de la montura. Sabe que sus anteojos, sus ropas, su cuerpo, su tablero, su tintero, son motivo de burla entre los soldados. Pero eso no le molesta.

El rastreador que guía a la patrulla señala el pozo. Al periodista le basta la expresión del hombre para saber que el pozo ha sido también cegado por los yagunzos. Los soldados se precipitan con recipientes, empujándose; oye el ruido de las latas al chocar contra las piedras y ve la decepción, la amargura de los hombres. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no está en su desordenada casita de Salvador, entre sus libros, fumándose una pipa de opio, sintiendo esa gran paz?

—Bueno, era de esperar —murmura el Capitán Olimpio de Castro—. ¿Cuántos pozos quedan por los alrededores?

—Sólo dos por ver. —El rastreador hace un gesto escéptico —: No creo que valga la pena.

—No importa, verifique —lo interrumpe el Capitán—. Tienen que estar de vuelta antes de que oscurezca, Sargento.

El oficial y el periodista hacen un trecho con el resto de la patrulla y cuando están ya lejos del matorral, otra vez en la extensión calcinada, oyen murmurar al rastreador que se está cumpliendo la profecía del Consejero: el Buen Jesús encerrará a Canudos en un círculo, fuera del cual desaparecería la vida vegetal, animal y, por último, humana.

—Si crees eso ¿qué haces con nosotros? —le pregunta Olimpio de Castro. El rastreador se toca la garganta:

—Tengo más miedo al Cortapescuezos que al Can.

Algunos soldados ríen. El Capitán y el periodista miope se apartan de la patrulla. Cabalgan un rato hasta que el oficial, compadecido de su compañero, pone su caballo al paso. El periodista, aliviado, violentando su horario, bebe un sorbo de agua. Tres cuartos de hora después divisan las barracas del campamento.

Acaban de pasar al primer centinela, cuando los alcanza la polvareda de otra patrulla, que viene del Norte. El Teniente que la comanda, muy joven, cubierto de tierra, está contento.

—¿Y? —le dice Olimpio de Castro, a modo de saludo—. ¿Lo encontró? El Teniente se lo muestra, con el mentón. El periodista miope descubre al prisionero. Tiene las manos amarradas, expresión de terror y ese camisón debe haber sido su sotana. Es bajito, robusto, barrigón, con mechones blancos en las sienes. Mueve los ojos, en una dirección y en otra. La patrulla prosigue su marcha, seguida por el Capitán y el periodista. Cuando llega ante la tienda del jefe del Séptimo Regimiento, dos soldados le sacuden la ropa al prisionero a palmazos. Su llegada produce revuelo, muchos se acercan a observarlo. Al hombrecillo le castañetean los dientes y mira con pánico, como temiendo que lo vayan a golpear. El Teniente lo arrastra al interior de la tienda y el periodista miope se desliza tras ellos.

—Misión cumplida, Excelencia —dice el joven oficial, chocando los talones. Moreira César se levanta de una mesita plegable, donde está sentado entre el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos. Se acerca y examina al prisionero, con sus ojitos fríos. Su cara no trasluce emoción, pero el periodista miope advierte que se muerde el labio inferior, como siempre que algo lo impresiona.

—Buen trabajo. Teniente —dice, estirándole !a mano—. Vaya a descansar ahora. El periodista miope ve que los ojos del Coronel se posan un instante en los suyos y teme que le ordene salir. Pero no lo hace. Moreira César estudia al prisionero con detenimiento. Son casi de la misma altura, aunque el oficial es mucho más delgado. —Está usted muerto de miedo.

—Sí, Excelencia, lo estoy —tartamudea el prisionero. Apenas puede hablar, por el temblor—. He sido maltratado. Mi condición de sacerdote…

—No le ha impedido ponerse al servicio de los enemigos de su patria —lo calla el Coronel. Da unos pasos, frente al párroco de Cumbe, que ha bajado la cabeza. —Soy un hombre pacífico. Excelencia —gime.

—No, usted es un enemigo de la República, al servicio de la subversión restauradora y de una potencia extranjera.

—¿Una potencia extranjera? —balbucea el Padre Joaquim, con un estupor tan grande que ha interrumpido su miedo.

—A usted no le admito la coartada de la superstición —añade Moreira César, en voz suave, con las manos en la espalda—. Las pamplinas del fin del mundo, del Diablo y de Dios.

Las otras personas siguen, mudas, los desplazamientos del Coronel. El periodista miope siente en la nariz la comezón que precede al estornudo y eso, no sabe por qué, lo alarma.

—Su miedo me revela que está al tanto, señor cura —dice Moreira, con aspereza—. En efecto, tenemos los medios de hacer hablar al yagunzo más bravo. De manera que no nos haga perder tiempo.

—No tengo nada que ocultar —balbucea el párroco, temblando otra vez—. No sé si he hecho bien o mal, estoy confuso…

—Ante todo, las complicidades exteriores —lo interrumpe el Coronel y el periodista miope nota que el oficial mueve, nerviosos, los dedos enlazados a la espalda—. Terratenientes, políticos, asesores militares, nativos o ingleses.

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