Array Array - La guerra del fin del mundo
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Entre Zélia y Monte Santo, el terreno es llano, seco y puntiagudo, sin trochas. Rufino avanza temiendo ver en cualquier momento una patrulla. Encuentra agua y comida a media mañana. Pero después, tiene la sensación de no estar solo. Mira en torno, examina la caatinga, va y viene: nada. Sin embargo, un rato más tarde, ya no duda: lo espían, varios. Intenta perderlos, cambia el rumbo, se oculta, corre. Inútil: son pisteros que saben su oficio y están siempre ahí, invisibles y próximos. Resignado, marcha ya sin tomar precauciones, esperando que lo maten. Poco después oye a un hato de cabras. Por fin, avista un claro. Antes que a los hombres armados ve a la muchacha, albina, contrahecha, de mirada extraviada. Por sus ropas desgarradas, se ven moretones. Está distraída con un puñado de cencerros y un pito de madera, de esos con que los pastores dirigen el rebaño. Los hombres, una veintena, lo dejan acercarse sin dirigirle la palabra. Su aspecto es más de campesinos que de cangaceiros, pero están armados de machetes, carabinas, sartas de municiones, facas, cuernos con pólvora. Al llegar Rufino, uno de ellos se acerca a la muchacha, sonriendo para no asustarla. Ella abre mucho los ojos y queda inmóvil. El hombre, siempre tranquilizándola con gestos, le quita las campanillas y el pito y retorna donde sus compañeros. Rufino ve que todos ellos llevan colgados cencerros y pitos.
Están sentados en círculo, comiendo, algo apartados. No parecen dar la menor importancia a su llegada, como si lo estuvieran esperando. El rastreador se lleva la mano al sombrero de paja: «Buenas tardes». Algunos siguen comiendo, otros mueven la cabeza, y uno murmura, con la boca llena: «Alabado sea el Buen Jesús». Es un caboclo fortachón amarillento, con una cicatriz que lo ha privado casi de nariz. «Es Pajeú», piensa Rufino. «Me va a matar. » Siente tristeza, pues morirá sin haberle puesto la mano en la cara al que lo deshonró. Pajeú comienza a interrogarlo. Sin animosidad, sin siquiera pedirle sus armas: de dónde viene, para quién trabaja, adonde va, qué ha visto. Rufino responde sin vacilar, callándose sólo cuando lo interrumpe una nueva pregunta. Los demás siguen comiendo; sólo cuando Rufino explica qué es lo que busca y por qué, vuelven las caras y lo escudriñan, de pies a cabeza. Pajeú le hace repetir cuántas veces guió a las volantes que perseguían cangaceiros, a ver si se contradice. Pero como, desde un principio, Rufino ha optado por decir la verdad, no se equivoca. ¿Sabía que una de esas volantes perseguía a Pajeú? Sí, lo sabía. El ex–bandido dice entonces que recuerda a esa volante del Capitán Geraido Macedo, el Cazabandidos, pues le costó mucho trabajo zafarse de ella. «Eres buen pistero», dice. «Soy», responde Rufino. «Pero tus pisteros son mejores. Yo no pude librarme de ellos. » A ratos, de las enramadas, surge una figura sigilosa que viene a decir algo a Pajeú; parte, con la misma discreción fantasmal. Sin impacientarse, sin preguntar cuál será su suerte, Rufino los ve terminar de comer. Los yagunzos se ponen de pie, entierran los carbones de la fogata, borran las huellas de su presencia con ramas de icá. Pajeú lo mira. «¿No quieres salvarte?», le pregunta. «Primero tengo que salvar mi honor», dice Rufino. Nadie se ríe. Pajeú duda, unos segundos. «Al forastero que buscas se lo llevaron a Calumbí, donde el Barón de Cañabrava», murmura entre dientes. Parte de inmediato, con sus hombres. Rufino percibe a la muchacha albina, sentada en el suelo, y a dos urubús, en la copa de un imbuzeiro, carraspeando como viejos.
Se aleja inmediatamente del claro, pero no ha andado media hora cuando una parálisis se apodera de su cuerpo, una fatiga que lo tumba donde está. Despierta, con la cara, cuello y brazos llenos de picaduras. Por primera vez, desde Queimadas, siente una desazón amarga, el convencimiento de que todo es en vano. Reemprende la marcha, en dirección contraria. Pero ahora, pese a que atraviesa una zona que ha recorrido una y otra vez desde que supo andar, en la que sabe cuáles son los atajos y dónde buscar agua y el mejor sitio para tender trampas, la jornada se le hace interminable y todo el tiempo debe luchar contra el abatimiento. A menudo, vuelve a su cabeza algo que soñó esta tarde: la tierra es una delgada costra que, en cualquier momento, puede rajarse y tragarlo. Vadea Monte Santo, sigilosamente, y desde allí demora menos de diez horas en llegar a Calumbí. No se ha parado a descansar en toda la noche y a ratos ha corrido. No advierte, al atravesar la hacienda en que nació y pasó su infancia, el estado ruinoso de los sembríos, la escasez de hombres, el deterioro generalizado. Cruza a algunos peones que lo saludan, pero no les devuelve las buenas tardes ni responde sus preguntas. Ninguno le cierra el paso y algunos lo siguen, de lejos.
En el terraplén que rodea la casa grande, entre las palmeras imperiales y los tamarindos, hay hombres armados, además de peones que circulan por los establos, depósitos y cuadras de la servidumbre. Fuman, conversan. Las ventanas tienen las persianas bajas. Rufino avanza, despacio, atento a las actitudes de los capangas. Sin orden alguna, ni decirse palabra, éstos salen a su encuentro. No hay gritos, amenazas, ni siquiera diálogo entre ellos y Rufino. Cuando el rastreador llega a su altura, lo sujetan de los brazos. No lo golpean, no le quitan su carabina ni su machete ni su faca y evitan ser bruscos. Se limitan a impedirle avanzar. A la vez, lo palmean, lo saludan, le aconsejan que no sea terco y entienda razones. El rastreador tiene la cara empapada. Tampoco los golpea, pero trata de zafarse. Cuando se desprende de dos y da un paso ya hay otros dos, obligándolo a retroceder. El tira y afloja sigue así, un buen rato. Por fin, Rufino deja de forcejear y baja la cabeza. Los hombres lo sueltan. Mira la fachada de dos plantas, el techo de tejas, la ventana que es el despacho del Barón. Da un paso y en el acto se reconstituye la barrera de hombres. Se abre la puerta de la casa grande y sale alguien que conoce: Aristarco, el capataz, el que manda a los capangas.
—Si quieres verlo, el Barón te recibe ahora mismo —le dice, con amistad. El pecho de Rufino crece y decrece:
—¿Me va a entregar al forastero? Aristarco niega con la cabeza: —Lo va a entregar al Ejército. El Ejército te vengará. —Ese tipo es mío —murmura Rufino—. El Barón sabe eso.
—No es para ti, no te lo va a entregar —repite Aristarco—. ¿Quieres que él te lo explique?
Rufino, lívido, dice que no. Se le han hinchado las venas de la frente y del cuello, está desorbitado y suda.
—Dile al Barón que ya no es mi padrino —articula su voz rajada—. Y a él dile que estoy yendo a matar a la que me robó. Escupe, da media vuelta y se aleja, por donde vino.
Por la ventana del despacho, el Barón de Cañabrava y Galileo Gall vieron partir a Rufino y retornar a los sitios que ocupaban a guardianes y peones. Galileo estaba aseado, le habían dado una blusa y un pantalón en mejor estado que los que tenía. El Barón regresó a su escritorio, bajo una panoplia de facas y fuetes. Había una taza de café, humeando, y él bebió un trago, con la mirada distraída. Después, volvió a examinar a Gall como un entomólogo fascinado por una especie rara. Así lo miraba desde que lo vio entrar, extenuado y hambriento, entre Aristarco y sus capangas, y, más todavía, desde que lo oyó hablar.
—¿Hubiera mandado matar a Rufino? —preguntó Galileo, en inglés—. ¿Si insistía en entrar, si se ponía insolente? Sí, estoy seguro, lo hubiera mandado matar. —No se mata a los muertos, señor Gall —dijo el Barón—. Rufino está muerto. Lo mató usted, cuando le robó a Jurema. Mandándolo matar le hubiera hecho un favor, lo hubiera librado de la angustia de la deshonra. No existe peor suplicio para un sertanero. Abrió una caja de tabacos y, mientras encendía uno, imaginó un titular del Jornal de Noticias: «Agente inglés guiado por esbirro del Barón». Estaba bien pensado que Rufino le sirviera de pistero: ¿qué mejor prueba de complicidad con él?
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