Array Array - La guerra del fin del mundo

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—Hubiera dado cualquier cosa por estar con ellos cuando derrotaron a Febronio de Brito —susurró, como si dijera palabras de amor—. Me he pasado la vida luchando y sólo he visto traiciones, divisiones y derrotas en nuestro campo. Me hubiera gustado ver una victoria, aunque fuera una vez. Saber qué se siente, cómo es, cómo huele una victoria nuestra.

Vio que Jurema le miraba, como otras veces, distante e intrigada. Estaban a milímetros uno del otro, pero no se tocaban. El Enano había comenzado a desvariar, suavemente. —Tú no me entiendes, yo tampoco te entiendo —dijo Gall—. ¿Por qué no me mataste cuando estaba inconsciente? ¿Por qué no convenciste a los capangas que se llevaran mi cabeza en vez de mis pelos? ¿Por qué estás conmigo? Tú no crees en las cosas que yo creo.

—Al que le toca matarte es a Rufino —susurró Jurema, sin odio, como explicando algo muy simple—. Matándote le habría hecho más daño que el que tú le hiciste. «Eso es lo que no entiendo», pensó Gall. Habían hablado otras veces de lo mismo y siempre quedaba él en tinieblas. El honor, la venganza, esa religión tan rigurosa, esos códigos de conducta tan puntillosos, ¿cómo explicárselos en este fin del mundo entre gentes que no tenían más que los harapos y los piojos que llevaban encima? La honra, el juramento, la palabra, esos lujos y juegos de ricos, de ociosos y parásitos, ¿cómo entenderlos aquí? Recordó que, en Queimadas, desde la ventana de su cuarto en la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, había escuchado un día de feria a un cantor ambulante narrar una historia que, aunque distorsionada, era una leyenda medieval que había leído de niño y visto de joven transformada en vodevil romántico: Roberto el Diablo. ¿Cómo había llegado hasta aquí? El mundo era más impredecible de lo que parecía.

—Tampoco entiendo a los capangas que se llevaron mis pelos —murmure)—. A ese Caifás, quiero decir. ¿Dejarme vivo para no privar a su amigo del placer de una venganza? Eso no es de campesino sino de aristócrata.

Otras veces, Jurema había tratado de explicárselo, pero esta noche permaneció callada. Tal vez estaba ya convencida de que el forastero nunca entendería estas cosas. A la mañana siguiente, reanudaron la marcha, adelantándose a los peregrinos de Algodones. Les tomó un día cruzar la Sierra de Francia, y ese anochecer estaban tan fatigados y hambrientos que se desmoronaron. El Idiota se desmayó un par de veces durante la marcha y la segunda permaneció tan pálido y quieto que lo creyeron muerto. El atardecer los recompensó de las penalidades de la jornada con un pozo de agua verdosa. Bebieron, apartando las yerbas, y la Barbuda acercó al Idiota el cuenco de sus manos y refrescó a la cobra, salpicándole gotas de agua. El animal no padecía privaciones, pues siempre había hojitas o algún gusano para alimentarla. Una vez que saciaron la sed, arrancaron raíces, tallos, hojas, y el Enano colocó trampas. La brisa que corría era un bálsamo después del terrible calor de todo el día. La Barbuda se sentó junto al Idiota y le hizo apoyar la cabeza en sus rodillas. El destino del Idiota, de la cobra y la carreta la preocupaban tanto como el suyo; parecía creer que su supervivencia dependía de su capacidad de proteger a esa persona, animal y cosa que eran su mundo. Gall, Jurema y el Enano masticaban despacio, sin alegría, escupiendo las ramitas y raíces una vez que les extraían el jugo. A los pies del revolucionario había una forma dura, medio enterrada. Sí, era una calavera, amarillenta y rota. En el tiempo que llevaba en los sertones había visto huesos humanos a lo largo de los caminos. Alguien le contó que ciertos sertaneros desenterraban a sus enemigos y los dejaban a la intemperie, como pasto de los predadores, pues creían mandar así sus almas al infierno. Examinó la calavera, en un sentido y en otro.

—Para mi padre las cabezas eran libros, espejos —dijo, con nostalgia—. ¿Qué pensaría si supiera que estoy en este lugar, en este estado? La última vez que lo vi, yo tenía dieciséis años. Lo decepcioné diciéndole que la acción era más importante que la ciencia. Fue un rebelde, a su manera. Los médicos se burlaban de él, lo llamaban brujo. El Enano lo miraba, tratando de comprender, igual que Jurema. Gall siguió masticando y escupiendo, pensativo.

' —¿Por qué viniste? —murmuró el Enano—. ¿No te asusta morir fuera de tu patria? Aquí no tienes familia, amigos, nadie se acordará de ti.

—Ustedes son mi familia —dijo Gall—. Y también los yagunzos.

—No eres santo, no rezas, no hablas de Dios —dijo el Enano—. ¿Por qué esa terquedad con Canudos?

—Yo no podría vivir entre otras gentes —dijo Jurema—. No tener patria es ser huérfano.

—Un día desaparecerá la palabra patria —replicó al instante Galileo—. La gente mirará hacia atrás, hacia nosotros, encerrados en fronteras, entrematándonos por rayas en los mapas, y dirán: qué estúpidos fueron.

El Enano y Jurema se miraron y Gall sintió que pensaban que el estúpido era él. Masticaban y escupían, haciendo a veces ascos.

—¿Tú crees lo que dijo el apóstol de Algodones? —preguntó el Enano—. Que un día habrá un mundo sin maldad, sin enfermedades…

—Y sin fealdad —añadió Gall. Asintió, varias veces —: Creo en eso como otros en Dios. Hace tiempo que muchos se hacen matar para que sea posible. Por eso tengo la terquedad de Canudos. Allá, en el peor de los casos, moriré por algo que vale la pena. —A ti te matará Rufino —balbuceó Jurema, mirando el suelo. Su voz se animó —: ¿Crees que ha olvidado la ofensa? Nos está buscando y, tarde o temprano, se vengará. Gall la cogió del brazo.

—Sigues conmigo para ver esa venganza, ¿no es cierto? —le preguntó—. Se encogió de hombros—. Tampoco Rufino podría entender. No quise ofenderlo. El deseo se lleva todo de encuentro: la voluntad, la amistad. No depende de uno mismo, está en los huesos, en lo que otros llaman el alma. —Volvió a acercar la cara a Jurema —: No me arrepiento, ha sido… instructivo. Era falso lo que yo creía. El goce no está reñido con el ideal. No hay que avergonzarse del cuerpo, ¿entiendes? No, no entiendes.

—¿O sea que puede ser verdad? —lo interrumpió el Enano. Tenía la voz quebrada y los ojos implorantes —: Dicen que ha hecho ver a los ciegos, oír a los sordos, cerrado llagas de leprosos. Si le digo: «He venido porque sé que harás el milagro», ¿me tocará y creceré?

Gall lo miró, desconcertado, y no encontró ninguna verdad o mentira para responderle. En eso la Barbuda rompió a llorar, compadecida del Idiota: «Ya no puede más —decía—. Ya ni sonríe, ni se queja, se muere a poquitos, cada segundo». La oyeron plañir así mucho rato más, antes de dormirse. Al amanecer, los despertó una familia de Carnaiba, que les dio malas noticias. Patrullas de la Guardia Rural y capangas de hacendados de la región cerraban las salidas de Cumbe, en espera del Ejército. La única manera de llegar a Canudos era desviándose hacia el Norte y dando un gran rodeo por Massacará, Angico y Rosario.

Día y medio después llegaron a San Antonio, minúscula estación de aguas termales a las orillas verdosas del Massacará. Los cirqueros habían estado en el poblado, años atrás, y recordaban la afluencia de gentes que acudían a curarse los males de la piel en las pozas burbujeantes y hediondas. San Antonio había sido también víctima pertinaz de los bandidos, que venían a desvalijar a los enfermos. Ahora parecía desierto. No encontraron lavanderas en el río y tampoco en las callejuelas empedradas, con cocoteros, ficus y cactus, se veía a ser viviente —humano, perro o pájaro. Pese a ello, el Enano se puso de buen humor. Cogió un cornetín, lo sopló arrancándole un sonido cómico y empezó a pregonar la función. La Barbuda se echó a reír y hasta el Idiota, pese a su debilidad, quería apurar al carromato, con los hombros, las manos, la cabeza; tenía la boca entreabierta e hilos de saliva. Por fin, divisaron un viejecillo informe, que sujetaba una armella a una puerta. Los miró como si no los viera pero cuando la Barbuda le mandó un beso, sonrió.

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