Array Array - La guerra del fin del mundo
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—¿Para qué, Rufino? —dijo, con un ademán apenado—. ¿Qué ganarías? Desgraciarte dos veces en lugar de una. Si se ha ido, en cierta forma se murió. se mató ella sola. Olvídate de Jurema. Olvídate un tiempo de Queimadas. también. Ya conseguirás otra mujer que te sea fiel. Ven con nosotros a Culumbí, donde tienes tantos amigos. Gumucio y José Bernardo Murau esperaban con curiosidad la respuesta de Rufino. El primero se había servido un vaso de refresco y lo tenía junto a los labios, sin beber. —Dame permiso para romper la promesa, padrino —dijo, al fin, el rastreador, sin levantar los ojos.
Una sonrisa cordial, de aprobación, brotó en Adalberto de Gumucio, que seguía muy atento la conversación entre el Barón y su antiguo servidor. José Bernardo Murau, en cambio, se había puesto a bostezar. El Barón se dijo que cualquier razonamiento sería inútil, que tenía que aceptar lo inevitable y decir sí o no, pero no engañarse tratando de hacer cambiar de decisión a Rufino. Aun así, intentó ganar tiempo: —¿Quién se la ha robado? —murmuró—. ¿Con quién se ha ido? Rufino esperó un segundo antes de hablar.
—Un extranjero que vino a Queimadas —dijo. Hizo otra pausa y, con sabia lentitud, añadió —: Lo mandaron donde mí. Quería ir a Canudos, a llevarles armas a los yagunzos. El vaso se desprendió de las manos de Adalberto de Gumucio y se hizo trizas a sus pies, pero ni el ruido ni las salpicaduras ni la lluvia de astillas distrajo^ a los tres hombres que, con los ojos muy abiertos, miraban asombrados al rastreador. Éste permanecía inmóvil, cabizbajo, callado, se hubiera dicho que ignorante del efecto que acababa de causar. El Barón fue el primero en reponerse.
—¿Un extranjero quería llevar armas a Canudos? —El esfuerzo que hacía por parecer natural estropeaba más su voz.
—Quería pero no fue —asintió la mata de pelos sucios. Rufino mantenía la postura respetuosa y miraba siempre al suelo—. El coronel Epaminondas lo mandó matar. Y lo cree muerto. Pero no lo está. Jurema lo salvó. Y ahora Jurema y él están juntos.
Gumucio y el Barón se miraron, maravillados, y José Bernardo Murau hacía esfuerzos por incorporarse de la mecedora, gruñendo algo. El Barón se levantó antes que él. Estaba pálido y las manos le temblaban. Ni siquiera ahora parecía advertir el rastreador la agitación que provocaba en los tres hombres.
—O sea que Galileo Gall está vivo —articuló, por fin, Gumucio, golpeándose una palma con el puño—. O sea que el cadáver quemado, la cabeza cortada y toda esa truculencia… —No se la cortaron, señor —lo interrumpió Rufino y otra vez reinó un silencio eléctrico en la salita desarreglada—. Le cortaron los pelos largos que tenía. El que mataron era un alunado que asesinó a sus hijos. El extranjero está vivo.
Calló y aunque Adalberto de Gumucio y José Bernardo Murau le hicieron varias preguntas a la vez, y le pidieron detalles y le exigieron que hablara, Rufino guardó silencio. El Barón conocía bastante a la gente de su tierra para saber que el guía había dicho lo que tenía que decir y que nadie ni nada le sacaría una palabra más.
—¿Hay alguna otra cosa que puedas contarnos, ahijado? —Le había puesto una mano en el hombro y no disimulaba lo conmovido que estaba. Rufino movió la cabeza. —Te agradezco que vinieras —dijo el Barón—. Me has hecho un gran servicio, hijo. A todos nosotros. Al país también, aunque tú no lo sepas. La voz de Rufino volvió a sonar, más insistente que antes: —Quiero romper la promesa que te hice, padrino.
El Barón asintió, apesadumbrado. Pensó que iba a dictar una sentencia de muerte contra alguien que tal vez era inocente, o que tenía razones poderosas y respetables, y que iba a sentirse mal y repelido por lo que iba a decir, y, sin embargo, no podía hacer otra cosa. —Haz lo que tu conciencia te pida —murmuró—. Que Dios te acompañe y te perdone. Rufino alzó la cabeza, suspiró, y el Barón vio que sus ojitos estaban ensangrentados y húmedos y que su cara era la de un hombre que ha sobrevivido a una terrible prueba. Se arrodilló y el Barón le hizo la señal de la cruz en la frente y le dio otra vez a besar su mano. El rastreador se levantó y salió de la habitación sin siquiera mirar a las otras dos personas.
El primero en hablar fue Adalberto de Gumucio:
—Me inclino y rindo honores —dijo, escrutando los pedazos de vidrio diseminados a sus pies—. Epaminondas es un hombre de grandes recursos. Es verdad, estábamos equivocados con él.
—Lástima que no sea de los nuestros —agregó el Barón. Pero, a pesar de lo extraordinario del descubrimiento que había hecho, no pensaba en Epaminondas Gonce, sino en Jurema, la muchacha que Rufino iba a matar, y en la pena que su mujer sentiría si lo llegaba a saber.
III
—La ordenanza está ahí desde ayer —dice Moreira César, apuntando con su fuete el cartel que manda a la población civil declarar al Séptimo Regimiento todas las armas de fuego—. Y esta mañana, al llegar la Columna, fue pregonada antes del registro. Sabían a lo que se arriesgaban, señores.
Los prisioneros están atados espalda contra espalda, y no hay huellas de castigo en sus caras ni en sus torsos. Descalzos, sin sombreros, podrían ser padre e hijo, tío y sobrino, o dos hermanos, pues los rasgos del joven repiten los del más viejo y ambos tienen una manera semejante de mirar la mesita de campaña del tribunal que acaba de juzgarlos. De los tres oficiales que hicieron de jueces, dos se están yendo, con la prisa que vinieron y los sentenciaron, hacia las compañías que siguen llegando a Cansancao y se suman a las que ya acampan en el poblado. Sólo Moreira César está allí, junto al cuerpo del delito: dos carabinas, una caja de balas, una bolsita de pólvora. Los prisioneros, además de ocultar las armas, han atacado y herido a uno de los soldados que los arrestó. Toda la
población de Cansancao —unas pocas decenas de campesinos — está en el descampado, detrás de soldados con la bayoneta calada que les impiden acercarse. —Por esta basura, no valía la pena —la bota del Coronel roza las carabinas. No hay la menor animosidad en su voz. Se vuelve a un Sargento, que está a su lado y, como si le preguntara la hora, le dice —: Déles un trago de aguardiente.
Muy cerca de los prisioneros, apiñados, silenciosos, con caras de estupefacción o de susto, se hallan los corresponsales. Los que no tienen sombreros se protegen de la resolana con sus pañuelos. Más allá del descampado, se oyen los ruidos de rutina: zapatones y botas contra la tierra, cascos y relinchos, voces de orden, crujidos y risotadas. Se diría que a los soldados que llegan o que ya descansan les importa un comino lo que va a pasar. El Sargento ha destapado una botella y la acerca a la boca de los prisioneros. Ambos beben un largo trago.
—Quiero morir de tiro. Coronel —suplica, de pronto, el más joven. Moreira César mueve la cabeza.
—No gasto munición en traidores a la República —dice—. Coraje. Mueran como hombres.
Hace una seña y dos soldados desenvainan sus facas del cinto y avanzan. Actúan con precisión, con movimientos idénticos: cogen, cada cual con la mano izquierda, los pelos de un prisionero, de un tirón le echan la cabeza atrás y los degüellan al mismo tiempo de un tajo profundo, que corta en seco el quejido animal del joven y el alarido del viejo: — ¡Viva el Buen Jesús Consejero! ¡Viva Belo… !
Los soldados se arriman, como para cerrar el paso a los vecinos, que no se han movido. Algunos corresponsales han bajado la vista, otro mira anonadado y el periodista miope del Jornal de Noticias hace muecas. Moreira César observa los cuerpos caídos, teñidos de sangre.
—Que queden expuestos al pie de la Ordenanza —dice, con suavidad. Y, en el acto, parece olvidar la ejecución. Con andar nervioso, rápido, se aleja por el descampado, hacia la cabaña donde le han preparado una hamaca. El grupo de periodistas se pone en movimiento, tras él, y le da alcance. Va en medio de ellos, serio, tranquilo, con la piel seca, a diferencia de los corresponsales, congestionados por el calor y la impresión. No se recuperan del impacto de esas gargantas seccionadas a pocos pasos de ellos: el significado de ciertas palabras, guerra, crueldad, sufrimiento, destino, ha desertado el abstracto dominio en que vivía y cobrado una carnalidad mensurable, tangible, que los enmudece. Llegan a la puerta de la cabaña. Un ordenanza presenta al Coronel un lavatorio, una toalla. El jefe del Séptimo Regimiento se enjuaga las manos y se refresca la cara. El corresponsal que anda siempre arropado balbucea: —¿Se puede dar noticia de esta ejecución. Excelencia? Moreira César no oye o no se digna contestarle.
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