Array Array - La guerra del fin del mundo

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Ella se había repuesto y andaba por sus propios pies cuando, una noche, Joáo Abade, temblando de confusión, se acusó delante de todos los peregrinos de haber sentido muchas veces el deseo de poseerla. El Consejero llamó a Catarina y le preguntó si la ofendía lo que acababa de oír. Ella dijo que no con la cabeza. Ante la ronda silenciosa, el Consejero le preguntó si todavía sentía rencor por lo sucedido en Custodia. Ella volvió a decir que no: «Estás purificada», dijo el Consejero. Hizo que ambos se tomaran de las manos y pidió que todos rezaran al Padre por ellos. Una semana después los casó el párroco de Xique–Xique. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Cuatro o cinco años? Sintiendo que su corazón le reventaba, Joáo divisó por fin, en las faldas del Cambaio. las sombras de los yagunzos. Dejó de correr y continuó con ese tranco corto y rápido con el que había andado tanto por el mundo.

Una hora después estaba junto a Joáo Grande, contándole las novedades, mientras bebía agua fresca y comía un plato de maíz. Estaban solos, porque, luego de anunciarles la venida de ese Regimiento —nadie supo decirle cuántos soldados eran—, pidió a los demás hombres que se apartaran. El ex esclavo andaba, como siempre, descalzo, con un pantalón descolorido, sujeto con una cuerda de la que pendían una faca y un machete, y una camisa sin botones que dejaba descubierto su pecho velludo. Tenía una carabina a la espalda y dos sartas de bala como collares. Cuando lo escuchó decir que se formaría una Guardia Católica para cuidar al Consejero y que él sería el jefe, movió la cabeza con fuerza.

—¿Por qué no? —dio Joáo Abade.

—No soy digno —masculló el negro. ^

—El Consejero dice que eres —respondió Joáo Abade—. Él sabe más. —No sé mandar —protestó el negro—. No quiero aprender a mandar, tampoco. Que otro sea el jefe.

—Mandarás tú —dijo el Comandante de la Calle—. No hay tiempo para discutir, Joáo Grande.

El negro estuvo observando, pensativo, a los grupos de hombres repartidos en los roquedales y pedruscos del cerro, bajo el cielo que se había vuelto plomizo. —Cuidar al Consejero es mucho para mí —masculló al fin.

—Escoge a los mejores, a los que están más tiempo aquí, a los que viste pelear bien en Uauá y aquí, en Cambaio —dijo Joáo Abade—. Cuando llegue ese Ejército, la Guardia Católica debe estar formada y ser el escudo de Canudos.

Joáo Grande permaneció en silencio, masticando, pese a que tenía la boca vacía. Miraba las cumbres del contorno como si estuviera viendo en ellas a los guerreros resplandecientes del Rey Don Sebastián: atemorizado y deslumbrado por la sorpresa. —Me has elegido tú, no el Beatito ni el Consejero —dijo, con voz sorda—. No me has hecho un favor.

—No te lo he hecho —reconoció Joáo Abade—. No te he elegido para hacértelo, ni para hacerte un daño, sino porque eres el mejor. Anda a Belo Monte y comienza a trabajar. —Alabado sea el Buen Jesús Consejero —dijo el negro. Se levantó de la piedra en la que estaba sentado y se alejó por la llanura de cascajo.

—Alabado sea —dijo Joáo Grande. Unos segundos después vio que el ex esclavo echaba a correr.

—O sea que faltaste a tu deber dos veces —dice Rufino—. No lo mataste, como Epaminondas quería. Y le mentiste, haciéndole creer que estaba muerto. Dos veces. —Sólo la primera es grave —dice Caifás—. Le entregué sus pelos y un cadáver. Era de otro, pero ni él ni nadie podía notarlo. Y el forastero será cadáver pronto, si no lo es ya. Esa falta es leve.

A la orilla rojiza del Itapicurú, en la margen opuesta a la de las curtiembres de Queimadas, este sábado, como todos los sábados, se extienden puestos y tenderetes donde los vendedores venidos de toda la comarca pregonan sus mercancías. Las discusiones entre mercaderes y clientes se elevan sobre el mar de cabezas descubiertas o ensombreradas que ennegrecen la feria y se mezclan con relinchos, ladridos, rebuznos, vocerío de chiquillos y brindis de borrachos. Los mendigos estimulan la generosidad de las gentes exagerando las contorsiones de sus miembros tullidos y hay cantores que tocan la guitarra, ante pequeños grupos, entonando historias de amor y las guerras entre los heréticos y los cruzados cristianos. Moviendo las polleras, aderezadas de brazaletes, gitanas jóvenes y viejas adivinan el porvenir.

—En todo caso, te lo agradezco —dice Rufino—. Eres un hombre de honor, Caifás. Por eso siempre te he respetado. Por eso te respetan todos.

—¿Cuál es el deber más grande? —dice Caifás—. ¿Con el patrón o con el amigo? Un ciego hubiera visto que mi obligación era hacer lo que hice.

Caminan muy serios uno al lado del otro, indiferentes a la atmósfera abigarrada, promiscua, multicolor. Se abren paso sin pedir permiso apartando a la gente con la mirada o la presión de los hombros. A veces, alguien, desde un mostrador o un toldo, los saluda, y ambos responden de manera tan cortante que nadie se les acerca. Como previamente de acuerdo, se dirigen a un puesto de bebidas —bancas de madera, tablones y una enramada — donde hay menos gente que en los otros. —Si yo lo hubiera rematado, allá en Ipupiará, te hubiera ofendido a ti —dice Caifás, como expresando algo que ha pensado y repensado—. Impidiéndote lavar la mancha. —¿Por qué vinieron a matarlo aquí, la primera vez? —lo interrumpe Rufino—. ¿Por qué en mi casa?

—Epaminondas quería que muriera ahí —dice Caifás—. No ibas a morir tú ni Jurema. Por no hacerle daño a ella, murieron mis hombres. —Escupe al aire, por un colmillo, y queda reflexionando—. Quizá fue mi culpa que murieran. No pensé que se iba a defender, que sabía pelear. No parecía. —No —dice Rufino—. No parecía.

Se sientan y juntan las sillas para hablar sin ser oídos. La mujer que atiende les alcanza dos vasos y pregunta si quieren aguardiente. Sí, quieren. Trae una botella que está a medias, el rastreador sirve y beben, sin brindar. Ahora es Caifás quien llena los vasos. Es mayor que el rastreador y sus ojos, siempre inmóviles, están apagados. Viste de cuero, como de costumbre, y está enterrado de pies a cabeza.

—¿Ella lo salvó? —dice Rufino, al fin, bajando los ojos—. ¿Ella te cogió el brazo? —Así me di cuenta que se había vuelto su mujer —asiente Caifás. En su cara aún hay rastros de la sorpresa de aquella mañana—. Cuando saltó y me desvió el brazo, cuando me atacó junto a él. —Encoge los hombros y escupe—. Era su mujer ya, ¿qué podía hacer sino defenderlo? —Sí —dice Rufino.

—No entiendo por qué no me mataron —dice Caifás—. Se lo pregunté a Jurema, en Ipupiará, y no supo explicármelo. Ese forastero es raro. —Es —dice Rufino.

Entre la gente de la feria, hay también soldados. Son los residuos de la Expedición del Mayor Brito, que siguen aquí, esperando, dicen, la llegada de un Ejército. Tienen los uniformes rotos, vagabundean como almas en pena, duermen en la Plaza Matriz, en la estación, en las barrancas del río. Están también entre los tenderetes, de a dos, de a cuatro, mirando con envidia a las mujeres, a la comida y al alcohol que los rodean. Los vecinos se empeñan en no hablarles, en no oírlos, en no verlos.

—Las promesas atan las manos, ¿no es verdad? —dice Rufino, con timidez. Una arruga profunda parte su frente.

—Las atan —asiente Caifás—. ¿Cómo podría desatarse una promesa hecha al Buen Jesús o a la Virgen?

—¿Y una hecha al Barón? —dice Rufino, adelantando la cabeza.

—Esa puede desatarla el Barón —dice Caifás. Llena de nuevo los vasos y beben. Entre el rumor de la feria, estalla una discusión violenta, lejana, que termina en risas. El cielo se ha encapotado, como si fuera a llover.

—Sé lo que sientes —dice Caifás, de pronto—. Sé que no duermes y que todo en la vida ha muerto para ti. Que incluso cuando estás con los demás, como ahora conmigo, estás vengándote. Así es, Rufino, así es cuando se tiene honor.

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