Array Array - La guerra del fin del mundo

Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - La guerra del fin del mundo» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La guerra del fin del mundo: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La guerra del fin del mundo»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

La guerra del fin del mundo — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La guerra del fin del mundo», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Joáo negó con la cabeza: no, no tenía. A la noche, quizá. Se sintió avergonzado, aunque los Vilanova entendían que se pospusiera a la familia por Dios: ¿acaso ellos no lo hacían? Pero a él, en el fondo de su corazón, lo atormentaba que las circunstancias, o la voluntad del Buen Jesús, lo tuvieran cada vez más apartado de su mujer. —Iré a ver a Catarina y se lo diré —le sonrió Antonia Sardelinha.

Joáo Abade salió del almacén pensando en lo raras que resultaban las cosas de su vida y, acaso, las de todas las vidas. «Como en las historias de los troveros», pensó. Él, que al encontrar al Consejero creyó que la sangre desaparecería de su camino, estaba ahora envuelto en una guerra peor que todas las que había conocido. ¿Para eso hizo el Padre que se arrepintiera de sus pecados? ¿Para seguir matando y viendo morir? Sí, sin duda para eso. Mandó a dos muchachos de la calle a decir a Pedráo y al viejo Joaquim Macambira que se reunieran con él a la salida a Geromoabo y, antes de ir donde Joáo Grande, fue a buscar a Pajeú que abría trincheras en el camino de Rosario. Lo encontró a unos centenares de metros de las últimas viviendas, disimulando con matas de espinos una zanja que cortaba la trocha. Un grupo de hombres, algunos con escopetas, acarreaban y plantaban ramas, en tanto que unas mujeres repartían platos de comida a otros hombres sentados en el suelo que parecían recién relevados de su turno de trabajo. Al verlo llegar, todos se acercaron. Se vio en el centro de un círculo de caras inquisitivas. Una mujer, sin decir palabra, le puso en las manos una escudilla con carne de chivo frita rociada de harina de maíz; otra, le alcanzó una jarra de agua. Estaba tan fatigado — había venido corriendo — que tuvo que respirar hondo y beber un largo trago antes de poder hablar. Lo hizo mientras comía, sin que se le pasara por la cabeza que la gente que lo escuchaba, pocos años atrás —cuando su banda y la de Pajeú se destrozaban una a otra — habrían dado cualquier cosa por tenerlo así, a su merced, para someterlo a las peores torturas antes de matarlo. Felizmente, aquellos tiempos de desorden habían quedado atrás.

Pajeú no se inmutó al saber lo del nuevo Ejército anunciado por el Padre Joaquim. No hizo ninguna pregunta. ¿Sabía Pajeú cuántos hombres tenía un Regimiento? No, no sabía; y tampoco los otros. Joáo Abade le pidió entonces lo que había venido a pedirle: que partiese hacia el Sur, a espiar y hostilizar a esa tropa. Su cangaco había trajinado años en esa región, la conocía mejor que nadie: ¿no era él la persona más indicada para vigilar la ruta de los soldados, infiltrarles pisteros y cargadores y demorarlos con emboscadas para dar tiempo a Belo Monte a prepararse?

Pajeú asintió, todavía sin abrir la boca. Viendo su palidez amarillo–ceniza, la gran cicatriz que hendía su cara y su figura maciza, Joáo Abade se preguntó qué edad tendría, si no era un hombre viejo al que no se le notaban los años.

—Está bien —le oyó decir—. Te mandaré mensajes cada día. ¿A cuántos de éstos voy a llevarme?

—A los que quieras —dijo Joáo—. Son tus hombres.

—Eran —gruñó Pajeú, echando un vistazo, con sus ojitos hundidos y cazurros en los que brillaba una luz cálida, a los que lo rodeaban—. Ahora son del Buen Jesús. —Todos somos de Él —dijo Joáo Abade. Y, con súbita urgencia —: Antes de partir, que Antonio Vilanova te dé munición y explosivos. Ya tenemos mechas. ¿Puede quedarse aquí Táramela?

El aludido dio un paso adelante: era un hombrecillo minúsculo, con unos ojos achinados, cicatrices, arrugas y anchas espaldas, que había sido lugarteniente de Pajeú. —Quiero ir contigo a Monte Santo —dijo, con voz ácida—. Siempre te he cuidado. Soy tu suerte.

—Cuida ahora a Canudos, que vale más que yo —contestó Pajeú, con brusquedad. —Sí, sé nuestra suerte —dijo Joáo Abade—. Te mandaré más gente, para que no te sientas solo. Alabado sea el Buen Jesús. —Alabado sea —respondieron varios.

Joáo Abade les había dado la espalda y corría de nuevo, a campo traviesa, cortando camino hacia la mole del Cambaio donde estaba Joáo Grande. Mientras corría, recordó a su mujer. No la veía desde que se decidió cavar escondrijos y trincheras en todas las trochas, lo que lo había tenido corriendo día y noche en una circunferencia de la que Canudos era también el centro, como lo era del mundo, Joáo Abade había conocido a Catarina cuando era uno de ese puñado de hombres y mujeres —que crecía y disminuía como el agua del río — que entraba a los pueblos con el Consejero y se tendía a su alrededor en las noches, después de fatigantes jornadas, para rezar con él y escuchar sus consejos. Había, entre ellos, una figura tan delgada que parecía espíritu, embutida en una túnica blanca como un sudario. El ex cangaceiro había encontrado muchas veces los ojos de la mujer, fijos en él, durante las marchas, los rezos, los descansos. Lo ponían incómodo y, por momentos, lo asustaban. Eran unos ojos devastados por el dolor, que parecían amenazarlo con castigos que no eran de este mundo.

Una noche, cuando los peregrinos dormían ya en torno a una fogata, Joáo Abade se arrastró hacia la mujer cuyos ojos podía ver, al resplandor de las llamas, clavados en él. «Quiero saber por qué me mira siempre», susurró. Ella hizo un esfuerzo, como si su debilidad o su repugnancia fueran muy grandes. «Yo estaba en Custodia la noche que usted vino a vengarse», dijo, de manera casi inaudible. «El primer hombre que mató, el que dio el grito, era mi padre. Vi cómo le metió la faca en el estómago.» Joáo Abade permaneció callado, sintiendo el crujir de la hoguera, el bordoneo de los insectos, la respiración de la mujer, tratando de recordar los ojos aquellos en esa madrugada tan lejana. Al cabo de un rato, en voz también bajísima, preguntó: «¿No murieron todos en Custodia, esa vez?» No morimos tres —susurró la mujer—. Don Matías, que se escondió en la paja de su techo. La señora Rosa, que se curó de sus heridas, aunque quedó alunada. Y yo. También quisieron matarme, y también me curé.» Hablaba como si se tratara de otras personas, de otros sucesos, de una vida distinta y más pobre. «¿Cuántos años tenía usted?», preguntó el cangaceiro. «Diez o doce, por ahí», dijo ella. Joáo Abade la miró: debía ser muy joven, entonces, pero el hambre y el sufrimiento la habían envejecido. Siempre en voz muy baja, para no despertar a los peregrinos, el hombre y la muchacha evocaron gravemente los pormenores de aquella noche, que conservaban vivida en su memoria. Había sido violada por tres hombres y más tarde alguien la había hecho arrodillar delante de unos pantalones que olían a bosta, y unas manos callosas le habían incrustado un miembro duro que apenas cabía en su boca y que ella había tenido que sorber hasta recibir un escupitajo de semen que el hombre le ordenó tragar. Cuando uno de los bandidos le dio un tajo con su faca, Catarina sintió una gran serenidad. «¿Fui yo el que le dio el tajo?», susurró Joáo Abade. «No sé —susurró ella—. Ya entonces, aunque era de día, no distinguía las caras ni sabía dónde estaba.»

Desde esa noche, el ex cangaceiro y la sobreviviente de Custodia solían rezar y andar juntos, contándose episodios de esas vidas que ahora les parecían incomprensibles. Ella se había unido al santo en un pueblo de Sergipe, donde vivía de la caridad. Era la más escuálida de los peregrinos, después del Consejero, y un buen día, durante una marcha, cayó exánime. Joáo Abade la tomó en sus brazos y prosiguió así la jornada, hasta el atardecer. Durante varios días la llevó cargada y se ocupó también de darle los pedacitos remojados de alimento que su estómago aceptaba. En las noches, después de oír al Consejero, también como hubiera hecho con un niño, le contaba las historias de los troveros de su infancia que ahora —tal vez porque su alma había recobrado la pureza de la niñez — volvían a su memoria con lujo de detalles. Ella lo escuchaba sin interrumpirlo y días después, con su voz casi perdida, le hacía preguntas sobre los sarracenos, Fierabrás y Roberto el Diablo, de modo que él descubría que esos fantasmas se habían incorporado a la vida de Catarina como antes a la de él.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La guerra del fin del mundo»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La guerra del fin del mundo» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La guerra del fin del mundo»

Обсуждение, отзывы о книге «La guerra del fin del mundo» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x