Array Array - La guerra del fin del mundo

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Una fila de hormigas recorre alineadamente la mesa, contorneando la botella que ha quedado vacía. Rufino las observa avanzar, desaparecer. Tiene su vaso en la mano y lo aprieta con fuerza.

—Hay algo que debes tener presente —añade Caifás—. La muerte no basta, no lava la afrenta. La mano o el chicote en la cara, en cambio, sí. Porque la cara es tan sagrada como la madre o la mujer.

Rufino se pone de pie. Acude la dueña del puesto y Caifás se lleva la mano al bolsillo, pero el rastreador lo ataja y paga. Esperan el vuelto en silencio, apartados por sus pensamientos.

—¿Es cierto que tu madre se ha ido a Canudos? —pregunta Caifás. Y, como Rufino asiente —: Muchos se van. Epaminondas está contratando más hombres para la Guardia Rural. Viene un Ejército y quiere ayudarlo. También hay familia mía con el santo. Es difícil hacerle la guerra a la propia familia, ¿no Rufino?

—Yo tengo otra guerra —murmura Rufino, guardando las monedas que le alcanza la mujer.

—Espero que lo encuentres, que la enfermedad no lo haya matado —dice Caifás. Sus siluetas se desvanecen en el tumulto de la feria de Queimadas.

—Hay algo que no entiendo, Barón —repitió el coronel José Bernardo Murau, desperezándose en la mecedora, en la que se balanceaba despacito, impulsándose con el pie—. El Coronel Moreira César nos odia y nosotros lo odiamos. Su venida es una gran victoria para Epaminondas y una derrota para lo que defendemos, que Río no se meta en nuestros asuntos. Y, sin embargo, el Partido Autonomista lo recibe en Salvador como un héroe y ahora competimos con Epaminondas a ver quién da más ayuda al Cortapescuezos.

La estancia, fresca, encalada, vieja, con resquebrajaduras en la pared, lucía desarreglada; había un ramo de flores mustias en un jarrón de cobre y el suelo estaba desportillado. Por las ventanas se veían los cañaverales, encendidos por el sol, y, muy cerca de la casa, un grupo de servidores alistando unos caballos.

—Los tiempos se han vuelto confusos, mi querido José Bernardo —sonrió el Barón de Cañabrava—. Ya ni las personas inteligentes se orientan en la selva en que vivimos. —Inteligente no lo fui nunca, ésa no es virtud de hacendados —refunfuñó el coronel Murau. Hizo un gesto vago hacia afuera—. Me he pasado medio siglo aquí sólo para llegar a la vejez y ver cómo todo se desmorona. Mi consuelo es que me moriré pronto y no veré la ruina total de esta tierra.

Era, efectivamente, un hombre viejísimo, huesudo, con la piel bruñida y unas manos nudosas con las que se rascaba a menudo la cara mal afeitada. Vestía como un peón, un pantalón descolorido, una camisa abierta y, sobre ella, un chaleco de cuero crudo que había perdido los botones.

—La mala racha pasará pronto —dijo Adalberto de Gumucio.

—Para mí, no. —El hacendado hizo crujir los huesos de sus dedos—. ¿Saben cuántos se han marchado de estas tierras en los últimos años? Cientos de familias. La sequía del 77, el espejismo de los cafetales del Sur, del caucho del Amazonas, y, ahora, el maldito Canudos. ¿Saben la cantidad de gente que se va a Canudos? Abandonando casas, animales, trabajo, todo. A esperar allá el Apocalipsis y la llegada del Rey Don Sebastián. —Los miró, abrumado por la imbecilidad humana—. Les diré lo que va a ocurrir, sin ser inteligente. Moreira César impondrá a Epaminondas de Gobernador de Bahía y él y su gente nos» hostilizarán de tal modo que habrá que malvender las haciendas o regalarlas, e irse también.

Frente al Barón y a Gumucio había una mesita con refrescos y una canasta de bizcochos, que nadie había probado. El Barón abrió una cajita de rapé, la ofreció a sus amigos, y aspiró con delectación. Quedó un momento con los ojos cerrados. —No les vamos a regalar el Brasil a los jacobinos, José Bernardo —dijo, abriéndolos—. Pese a que han preparado esta operación con mucha astucia, no les va a resultar. —Brasil ya es de ellos —lo interrumpió Murau—. La prueba es que Moreira César viene aquí, mandado por el gobierno.

—Ha sido nombrado por presión del Club Militar de Río. un pequeño reducto jacobino, aprovechando la enfermedad del Presidente Moráis —dijo el Barón—. En realidad, ésta es una conjura contra Moráis. El plan es clarísimo. Canudos es el pretexto para que su hombre se infle de más gloria y prestigio. ¡Moreira César aplasta una conspiración monárquica! ¡Moreira César salva a la República! ¿No es ésa la mejor prueba de que sólo el Ejército puede garantizar la seguridad nacional? El Ejército al poder, entonces, la República Dictatorial. —Había estado sonriente, pero ahora se puso serio—. No lo vamos a permitir, José Bernardo. Porque no van a ser los jacobinos sino nosotros los que vamos a aplastar la conspiración monárquica. —Hizo una mueca de asco—. No se puede actuar como caballeros, querido. La política es un quehacer de rufianes.

La frase tocó algún resorte íntimo del viejo Murau, porque su expresión se animó y lo vieron echarse a reír.

—Está bien, me rindo, señores rufianes —exclamó—. Mandaré mulas, pisteros, provisiones y lo que haga falta al Cortapescuezos. ¿Debo alojar también, aquí, al Séptimo Regimiento?

—Es seguro que no pasará por tu tierra —le agradeció el Barón—. Ni siquiera tendrás que verle la cara.

—No podemos dejar que el Brasil nos crea alzados contra la República, y hasta complotando con Inglaterra para restaurar la monarquía —dijo Adalberto de Gumucio—. ¿No te das cuenta, José Bernardo? Hay que desmontar esa intriga, y muy pronto. Con el patriotismo no se juega.

—Epaminondas ha jugado y ha jugado bien —masculló Murau.

—Es cierto —admitió el Barón—. Yo, tú, Adalberto, Viana, todos creíamos que no había que darle importancia. Lo cierto es que Epaminondas ha demostrado ser un adversario peligroso.

—Toda la intriga contra nosotros es barata, grotesca, de una vulgaridad total —dijo Gumucio.

—Pero le ha dado buenos resultados, hasta ahora. —El Barón echó un vistazo hacia el exterior: sí, los caballos estaban listos. Anunció a sus amigos que mejor seguía viaje de una vez, ya que había logrado su objetivo: convencer al hacendado más terco de Bahía. Iría a ver si Estela y Sebastiana podían partir. José Bernardo Murau le recordó entonces que un hombre, venido de Queimadas, lo esperaba desde hacía dos horas. El Barón lo había olvidado por completo. «Es cierto, es cierto», murmuró. Y ordenó que lo hicieran pasar.

Un instante después se recortó en la puerta la silueta de Rufino. Lo vieron quitarse el sombrero de paja, hacer una venia al dueño de casa y a Gumucio, ir hacia el Barón, inclinarse y besarle la mano.

—Cuánto me alegro de verte, ahijado —le dijo éste, palmeándolo con afecto—. Qué bueno que vinieras a vernos. ¿Cómo está Jurema? ¿Por qué no la trajiste? A Estela le hubiera gustado verla.

Advirtió que el guía permanecía cabizbajo, estrujando el sombrero y de pronto, lo notó terriblemente avergonzado. Sospechó entonces cuál podía ser el motivo de la visita de su antiguo peón.

—¿Le ha pasado algo a tu mujer? —preguntó—. ¿Está enferma Jurema? ' —Dame permiso para romper la promesa, padrino —dijo Rufino, de un tirón. Gumucio y Murau, que habían estado distraídos, se interesaron en el diálogo. En el silencio, que se había vuelto enigmático y tenso, el Barón demoró en darse cuenta que podía decir eso que oía, en saber qué le pedían.

—¿Jurema? —dijo, pestañeando, retrocediendo, escarbando en la memoria—. ¿Te ha hecho algo? ¿No te habrá abandonado, no, Rufino? ¿Quieres decir que lo ha hecho, que se ha ido con otro hombre?

La mata de pelos lacios y sucios que tenía delante, asintió casi imperceptiblemente. Ahora comprendió el Barón por qué Rufino le ocultaba los ojos. y supo el esfuerzo que estaba haciendo y cuánto padecía. Sintió compasión por él.

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