Array Array - La guerra del fin del mundo

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Terminar su tarea le tomó a Jurema bastante rato. Tanto que, cuando terminó, los capangas habían tenido tiempo de entrar al almacén, enterarse de la historia de los niños asesinados por el loco e ir al cementerio a cometer ese sacrilegio que dejaría estupefactos a los vecinos de Ipupiará: desenterrar el cadáver del filicida y subirlo con cajón y todo a uno de sus caballos para llevárselo. Ahora estaban ahí, a unos metros de los cirqueros, esperando. Cuando el cráneo de Gall quedó trasquilado, cubierto por una irisación desigual, tornasolada, estalló de nuevo la risa del Idiota. Jurema reunió en un haz las matas de pelos que había ido colocando sobre su falda, las ató con el cordón que sujetaba su propio pelo y la Barbuda la vio revisar los bolsillos del forastero y sacar una bolsita donde les había dicho que había dinero, por si querían usarlo. Con el penacho en una mano y en la otra la bolsita, bajó del carromato y pasó entre ellos. El jefe de los capangas vino a su encuentro. La Barbuda lo vio recibir de manos de Jurema los pelos del forastero y, casi sin mirarlos, guardarlos en su alforja. Sus pupilas inmóviles eran amenazadoras, pese a que se dirigía a Jurema de manera estudiadamente cortés, ceremoniosa, mientras se escarbaba los dientes con su dedo índice. Ahora sí, la Barbuda podía oírlos.

—Tenía esto en su bolsillo —dijo Jurema, alcanzándole la bolsita. Pero Caifás no la cogió.

—No debo —dijo, como repelido por algo invisible—. También eso es de Rufino. Jurema, sin hacer la menor objeción, escondió la bolsa entre sus ropas. La Barbuda creyó que se iba a alejar, pero la muchacha, mirando a Caifás a los ojos, le preguntó suavemente:

—¿Y si Rufino se ha muerto?

Caifás reflexionó un momento, sin cambiar de cara, sin pestañear.

—Si se ha muerto, siempre habrá alguien que lave su honor —lo oyó decir la Barbuda y le pareció estar oyendo al Enano y sus cuentos de príncipes y caballeros—. Un familiar, un amigo. Yo mismo puedo hacerlo, si hace falta.

—¿Y si le cuentan a tu patrón lo que has hecho? —le preguntó todavía Jurema. —Es sólo mi patrón —repuso Caifás, con seguridad—. Rufino, más que eso. Él quiere al forastero muerto y el forastero va a morir. Quizá de sus heridas, quizá de Rufino. Pronto la mentira se volverá verdad y éstos serán los pelos de un muerto. Dio la espalda a Jurema, para subir al caballo. Ella, ansiosa, puso una mano en la montura:

—¿Me matará a mí también?

La Barbuda advirtió que el encuerado la miraba sin compasión y acaso con algo de desprecio.

—Si yo fuera Rufino te mataría, porque en ti también hay culpa y quizá peor que la de él —dijo Caifás, desde lo alto de su cabalgadura—. Pero como no soy Rufino, no sé. Él sabrá.

Espoleó su caballo y los capangas partieron, con su extraño, pestilente botín, en la dirección por la que habían venido.

Apenas terminó la misa oficiada por el Padre Joaquim en la capilla de San Antonio, Joáo Abade fue a recoger el cajón con los encargos, que había dejado en el Santuario. En su cabeza revoloteaba una pregunta: «¿Un regimiento cuántos soldados son?» Se echó el cajón al hombro y empezó a dar trancos sobre la tierra desnivelada de Belo Monte, esquivando a los vecinos que le salían al paso a preguntarle si era verdad que venía otro Ejército. Les respondía que sí, sin detenerse, saltando para no pisar a las gallinas, las cabras, los perros y los niños que se le metían entre los pies. Llegó a la antigua casa–hacienda convertida en almacén con el hombro doliéndole por el peso del cajón. La gente amontonada en la puerta le dio paso y, adentro, Antonio Vilanova interrumpió algo que decía a su mujer Antonia y a su cuñada Asunción para venir a su encuentro. Desde un columpio, un lorito repetía, frenético: «Felicidad, Felicidad». —Viene un Regimiento —dijo Joáo Abade, colocando su carga en el suelo—. ¿Cuántos hombres son?

— ¡Trajo las mechas! —exclamó Antonio Vilanova. Acuclillado, revisaba afanoso el contenido del cajón. Su cara fue redondeándose, satisfecha, mientras descubría, además de los paquetes de mechas, obleas para la diarrea, desinfectantes, vendas, calomelano, aceite y alcohol.

—No hay cómo pagar lo que hace por nosotros el Padre Joaquim —dijo, alzando el cajón sobre el mostrador. Los estantes desbordaban de latas y frascos, géneros y toda clase de ropa, desde sandalias hasta sombreros, y había sembradas por doquier bolsas y cajas entre las que se movían las Sardelinhas y otras personas. El mostrador, un tablón sobre barriles, tenía unos libros negros, semejantes a los de los cajeros de las haciendas. —El Padre también trajo noticias —dijo Joáo Abade—. ¿Un regimiento serán mil? —Sí, ya he oído, viene un Ejército —asintió Antonio Vilanova, disponiendo los encargos sobre el mostrador—. ¿Un Regimiento? Más de mil. Quizá dos mil.

Joáo Abade se dio cuenta que no le interesaba cuántos eran los soldados que mandaba esta vez el Can contra Canudos. Ligeramente calvo, grueso, con la barba espesa, lo veía ordenar paquetes y frascos con su energía característica. No había la menor inquietud en su voz, ni siquiera interés. «Sus ocupaciones son demasiadas», pensó Joáo Abade, a la vez que explicaba al comerciante que era preciso mandar alguien a Monte Santo, ahora mismo. «Tiene razón, es mejor que él no se ocupe de la guerra.» Porque Antonio era tal vez la persona que, desde hacía años, dormía menos y trabajaba más en Canudos. Al principio, luego de la llegada del Consejero, había continuado sus quehaceres de comprador y vendedor de mercancías, pero, poco a poco, con el consentimiento tácito de todos, a su trabajo se había ido superponiendo, hasta desplazarlo, la organización de la sociedad que nacía. Sin él hubiera sido difícil comer, dormir, sobrevivir, cuando, de todos los confines, comenzaron a romper sobre Canudos las olas de romeros. Él había distribuido el terreno para que se levantaran sus casas y sembraran, indicando qué era bueno sembrar y qué animales criar y él canjeaba en los pueblos lo que Canudos producía con lo que necesitaba y cuando empezaron a llegar donativos, él separó lo que sería tesoro del Templo del Buen Jesús con lo que se emplearía en armas y provisiones. Una vez que el Beatito autorizaba su permanencia, los nuevos vecinos venían donde Antonio Vilanova a que los ayudara a instalarse. Idea suya eran las Casas de Salud, para los ancianos, enfermos y desvalidos y cuando los combates de Uauá y el Cambaio él se encargó de almacenar las armas capturadas y de distribuirlas, de acuerdo con Joáo Abade. Casi todos los días se reunía con el Consejero para darle cuentas y para escuchar sus deseos. No había vuelto a viajar y Joáo Abade había oído decir a Antonia Sardelinha que ésa era la señal más extraordinaria del cambio experimentado por su marido, ese hombre antes poseído por el demonio del tránsito. Ahora hacía las expediciones Honorio y nadie hubiera podido decir si esa voluntad de arraigo en el mayor de los Vilanova se debía a la magnitud de sus obligaciones en Belo Monte o a que ellas le permitían estar casi a diario, aunque fuera unos minutos, con el Consejero. Volvía de esas entrevistas con bríos renovados y una paz profunda en el corazón.

—El Consejero ha aceptado la guardia para cuidarlo —dijo Joáo Abade—. Y también que Joáo Grande sea el jefe.

Esta vez Antonio Vilanova se interesó y lo miró con alivio. El lorito gritó de nuevo: «Felicidad».

—Que Joáo Grande venga a verme. Yo puedo ayudarlo a escoger a la gente. Yo los conozco a todos. En fin, si le parece. Antonia Sandelinha se había acercado: —Esta mañana Catarina vino a preguntar por ti —le dijo a Joáo Abade—. ¿Tienes tiempo de ir a verla ahora?

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