Array Array - La guerra del fin del mundo

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—¿Puedo hacerle una pregunta, Coronel? —silabea su vocecita gangosa.

—La conferencia con los corresponsales fue ayer —le responde el oficial, examinándolo como lo haría con un ser caído de otro planeta. Pero la estrafalaria apariencia o la audacia del personaje lo ablandan —: Hágala. ¿De qué se trata?

—De los presos —susurran los dos ojos bizcos, posados sobre él—. Me ha llamado la atención que incorpore a ladrones y asesinos al Regimiento. Anoche fui a la cárcel, con los dos tenientes, y vi que enrolaron a siete.

—Sí —dice Moreira César, escudriñándolo con curiosidad—. ¿Cuál es la pregunta?

—La pregunta es: ¿por qué? ¿Cuál es la razón para que prometa la libertad a esos delincuentes?

—Saben pelear —dice el Coronel Moreira César. Y, luego de una pausa —: El delincuente es un caso de energía humana excesiva que se vierte en la mala dirección. La guerra puede encauzarla en la buena. Ellos saben por qué pelean y eso los hace bravos, a veces heroicos. Lo he comprobado. Y lo comprobará usted, si llega a Canudos. Porque —lo vuelve a mirar de pies a cabeza — a simple vista se diría que no aguantará ni una jornada en el sertón.

Trataré de aguantar, Coronel. —El periodista miope se retira y se adelantan el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos, que esperaban detrás de él.

—La vanguardia acaba de ponerse en marcha —dice el Coronel Tamarindo. El Mayor explica que las patrullas del Capitán Ferreira Rocha han reconocido la ruta hasta Tanquinho y que no hay rastro de yagunzos, pero que está llena de desniveles y accidentes que van a dificultar el paso de la artillería. Los exploradores de Ferreira Rocha están viendo si hay manera de evitar esos obstáculos y, de todos modos, se ha adelantado una sección de zapadores a allanar el camino.

—¿Repartió bien a los presos? —le pregunta Moreira César.

—En compañías distintas y con prohibición expresa de verse o hablarse entre ellos — asiente el Mayor.

—Ha partido también el convoy del ganado —dice el Coronel Tamarindo. Y, después de vacilar un momento —: Febronio de Brito estaba muy ofuscado. Tuvo una crisis de llanto.

—Otro se hubiera suicidado —es todo el comentario de Moreira César. Se levanta y un ordenanza se apresura a recoger los papeles de la mesa que le ha servido de escritorio. El Coronel, seguido de sus oficiales, se dirige hacia la salida. Hay gente que corre, para verlo, pero él, antes de llegar a la puerta, recuerda algo, cambia de dirección y va hacia la banca donde esperan los Concejales de Queimadas. Éstos se ponen de pie. Son hombres rústicos, agricultores o modestos comerciantes, que han vestido sus mejores ropas y encerado sus zapatos en señal de respeto. Llevan los sombreros en las manos y se los nota cohibidos.

—Gracias por la hospitalidad y la colaboración, señores. —El Coronel los confunde en una sola mirada convencional y casi ciega—. El Séptimo Regimiento no olvidará el afecto de Queimadas. Les recomiendo a la tropa que queda aquí.

No tienen tiempo de responderle pues, en vez de despedirse de cada uno, hace un saludo general, llevándose la mano derecha al quepis, y da media vuelta hacia la salida. La aparición de Moreira César y de su comitiva, en la calle, donde está formado el Regimiento —las compañías se pierden a lo lejos, alineadas una detrás de otra, junto a los rieles del ferrocarril — provoca aplausos y vítores. Los centinelas atajan a los curiosos que quieren acercarse. El hermoso caballo blanco relincha, impaciente por partir. Suben a sus cabalgaduras Tamarindo, Cunha Matos, Olimpio de Castro y la escolta y los corresponsales, ya montados, rodean al Coronel. Éste relee el telegrama que ha dictado para el Supremo Gobierno: «El Séptimo Regimiento inicia hoy, 8 de febrero, su campaña en defensa de la soberanía brasileña. Ni un solo caso de indisciplina en la tropa. Nuestro único temor es que Antonio Consejero y los facciosos restauradores no nos esperen en Canudos. Viva la República». Le pone sus iniciales, para que el telegrafista lo despache de inmediato. Hace luego una señal al Capitán Olimpio de Castro, quien da una orden a los cornetas. Éstos ejecutan un toque penetrante y lúgubre que escarapela la madrugada.

—Es el toque del Regimiento —dice Cunha Matos al corresponsal canoso, que está a su lado.

—¿Tiene un nombre? —pregunta la vocecita fastidiosa del hombre del Jornal de Noticias. Ha adosado a su mula una gran bolsa, para el tablero de escribir, que da al animal una silueta masurpial.

—Toque de Carga y Degüello —dice Moreira César—. El Regimiento lo toca desde la guerra del Paraguay, cuando, por falta de munición, tenía que atacar a sable, bayoneta y faca.

Da la orden de partida con la mano derecha. Mulas, hombres, caballos, carromatos, armas, se ponen en movimiento entre bocanadas de polvo que un ventarrón manda a su encuentro. Al salir de Queimadas los distintos cuerpos de la Columna van muy unidos y sólo los diferencian los colores de los pendones que llevan sus escoltas. Pronto, los uniformes de oficiales y soldados son igualados por el terral que obliga a todos a bajar las viseras de gorros y quepis y, a muchos, a amarrarse pañuelos a la boca. Poco a poco, batallones, compañías y secciones se van distanciando y lo que, al dejar la estación, parecía un organismo compacto, una larga serpiente ondulando por la tierra agrietada, entre troncos de favela resecos, estalla en miembros independientes, serpientes hijas que también se alejan unas de otras, perdiéndose de vista por momentos y volviéndose a avistar, según las anfractuosidades del terreno. Hay constantes jinetes que suben y bajan, tendiendo un sistema circulatorio de informaciones, órdenes, averiguaciones, entre las partes de ese todo diseminado cuya cabeza, a las pocas horas de marcha, presiente ya, a lo lejos, la primera población del trayecto: Pau Seco. La vanguardia, comprueba el Coronel Moreira César a través de sus prismáticos, ha dejado allí, entre las cabañitas, huellas de su paso: un banderín y dos soldados que lo esperan sin duda con mensajes.

Los escoltas se adelantan unos metros al Coronel y a su Estado Mayor; detrás de éstos, pegote exótico en esa sociedad uniformada, van los corresponsales que, al igual que muchos oficiales, han desmontado y caminan conversando. Exactamente al medio de la Columna se halla la batería de cañones.

—El detalle maestro fue el arco triunfal en la estación de la Calzada llamándonos salvadores —recuerda Tamarindo—. Unos días antes se oponían frenéticamente a que el Ejército Federal interviniera en Bahía y después nos echan flores por las calles y el Barón de Cañabrava nos manda decir que viaja a Calumbí para poner su hacienda a disposición del Regimiento.

Se ríe, de buena gana, pero su buen humor no contagia a Moreira César. —Eso significa que el Barón es más inteligente que sus amigos —dice—. No podía impedir que Río interviniera en un caso flagrante de insurrección. Entonces, opta por el patriotismo, para que los republicanos no lo desplacen. Distraer y confundir por ahora para intentar después otro zarpazo. El Barón tiene buena escuela: la escuela inglesa, señores.

Encuentran a Pau Seco desierto de gente, de cosas, de animales. Dos soldados, junto al tronco sin ramas donde bailotea el banderín que dejó la vanguardia, saludan. Moreira César frena su caballo y pasa la vista por las viviendas de barro, cuyo interior se divisa por puertas abiertas o arrancadas. De una de ellas emerge una mujer sin dientes, descalza, con una túnica por entre cuyos agujeros se le ve el pellejo oscuro. Dos criaturas raquíticas, de ojos vidriosos, una de las cuales está desnuda y tiene el vientre hinchado, se prenden de su cuerpo. Miran con asombro a los soldados. Moreira César, desde lo alto del caballo, sigue observándolas: parecen la encarnación del desamparo. Su cara se contrae en una expresión en la que se mezclan la tristeza, la cólera, el rencor. Siempre mirándolas, ordena a uno de los escoltas:

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