Array Array - La guerra del fin del mundo

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El Barón hizo adiós a unos vendedores de pescado que, al ver pasar el coche frente al Seminario, se habían quitado los sombreros de paja. Recriminó a su amigo con aire burlón:

—Es mala educación hablar de política ante las damas. ¿O ya no consideras a Estela una dama?

La Baronesa se rió, con una risa grácil y despreocupada, que la rejuvenecía. Era de cabellos castaños y piel muy blanca, con unas manos de largos dedos que se movían como pájaros. Ella y su mucama, una mujer morena, de formas abundantes, miraban arrobadas el mar azul oscuro, el verde fosforescente de las riberas y los tejados sangrientos.

—La ausencia del Gobernador es la única justificada —dijo Gumucio, como si no hubiera escuchado—. La decidimos nosotros. Quería venir, con el Consejo Municipal. Pero, tal como van las cosas, es preferible mantenerlo auessus de la mélée. Luis Viana sigue siendo leal.

—Te ha traído un álbum de grabados hípicos —lo animó el Barón—. Supongo que las contrariedades políticas no te han quitado la afición a los caballos. Adalberto. Al entrar en la ciudad alta, rumbo al barrio de Nazareth, los recién llegados, luciendo sus mejores sonrisas, se dedicaron a devolver los adioses de los transeúntes. Varios coches y buen número de jinetes, algunos venidos desde el puerto y otros que lo esperaban en lo alto del acantilado, escoltaron al Barón por las adoquinadas callejuelas, entre curiosos que se apiñaban en las veredas o salían a los balcones o sacaban las cabezas de los tranvías tirados por asnos para verlos pasar. Los Cañabrava vivían en un palacio con azulejos traídos de Portugal, techo de tejas rojas, balcones de fierro forjado sostenidos por cariátides de pechos robustos y una fachada que remataba en cuatro figuras de cerámica amarilla brillante: dos leones melenudos y dos pinas. Los leones parecían vigilar a los barcos que llegaban a la bahía y las pinas anunciar a los navegantes la esplendidez de la ciudad. La huerta que rodeaba a la construcción hervía de flamboyanes, mangos, crotos y ficus donde rumoreaba el viento. El palacio había sido desinfectado con vinagre, perfumado con hierbas aromáticas y engalanado con jarrones de flores para recibir a los dueños. En la puerta, criados de mamelucos blancos y negritas con mandiles encarnados y pañuelos a la cabeza los aplaudieron. La Baronesa se puso a charlar con ellos mientras el Barón, empinándose en la entrada, se despedía de sus acompañantes. Sólo Gumucio y los Diputados Eduardo Glicério, Rocha Seabrá, Lelis Piedades y Joáo Seixas de Pondé, entraron a la casa con él. En tanto que la Baronesa subía a la planta alta, seguida por su mucama, los hombres cruzaron el vestíbulo, un recibo con muebles de madera, y el Barón abrió las puertas de una habitación con estantes de libros, desde la que se veía la huerta. Una veintena de hombres se callaron al verlo. Los que estaban sentados se levantaron y todos aplaudieron. El primero en abrazarlo fue el Gobernador Luis Viana:

—No fue idea mía la de no ir al puerto —dijo—. En todo caso, ya ves. aquí están la Gobernación y el Concejo en pleno. A tus órdenes.

Era un hombre enérgico, con una calvicie pronunciada y un vientre pugnaz, que no disimulaba su preocupación. Mientras el Barón saludaba a los presentes, Gumucio cerró la puerta. El humo enrarecía la atmósfera. Había jarras con refrescos de frutas en una mesa y, como no alcanzaban los asientos, unos se iban sentando en los brazos de los sillones y otros permanecían apoyados contra los estantes. El Barón demoró en terminar la ronda de saludos. Cuando se hubo sentado, reinó un silencio glacial. Los hombres lo miraban y en sus miradas, además de inquietud, había una muda súplica, una confianza angustiada. La expresión del Barón, hasta entonces jovial, se fue agravando mientras pasaba revista a las caras fúnebres.

—Ya veo que las cosas no están para que les cuente si el Carnaval de Niza se parece al nuestro —dijo, muy serio, buscando a Luis Viana—. Empecemos por lo peor. ¿Qué es lo peor?

—Un telegrama que llegó al mismo tiempo que tú —murmuró el Gobernador, desde un sillón en el que parecía aplastado—. Río acordó intervenir militarmente en Bahía, con el voto unánime del Congreso. Manda un Regimiento del Ejército Federal contra Canudos.

—Es decir, el Gobierno y el Congreso oficializan la tesis de la conspiración —lo interrumpió Adalberto de Gumucio—. Es decir, los fanáticos Sebastianistas quieren restaurar el Imperio, con ayuda del Conde de Eu, de los monárquicos, de Inglaterra y, por supuesto, del Partido Autonomista de Bahía. Todas las patrañas estúpidas de la ralea jacobina convertidas en verdad oficial de la República. El Barón no demostró ninguna alarma.

—La venida del Ejército Federal no me sorprende —dijo—. A estas alturas, era inevitable. Lo que me sorprende es lo de Canudos. ¡Dos expediciones derrotadas! —Hizo un gesto de estupor, mirando a Viana—. No lo entiendo, Luis. A esos locos había que dejarlos en paz o acabar con ellos a la primera. Pero no hacer algo tan mal hecho, no dejar que se convirtieran en un problema nacional, no hacer un regalo así a nuestros enemigos.

—¿Quinientos soldados, dos cañones, dos ametralladoras, te parece poca cosa para enfrentar a una banda de pillos y de beatas? —repuso Luis Viana, vivamente—. Quién podía imaginar que con semejante fuerza Febronio de Brito se haría derrotar por unos pobres diablos.

—La conspiración existe, pero no es nuestra —volvió a interrumpirlo Adalberto de Gumucio. Tenía el ceño fruncido y las manos crispadas y el Barón pensó que jamás lo había visto tan afectado por una crisis política—. El Mayor Febronio no es tan inepto como quiere hacernos creer. Su derrota ha sido deliberada, negociada, decidida de antemano con los jacobinos de Río de Janeiro, a través de Epaminondas Goncalves. Para tener ese escándalo nacional que buscan desde que Floriano Peixoto dejó el poder. ¿No han estado inventando conspiraciones monárquicas desde entonces para que el Ejército clausure el Congreso e instale la República Dictatorial?

—Las conjeturas después, Adalberto —dijo el Barón—. Primero, quiero saber exactamente lo que ocurre, los hechos.

—No hay hechos, sólo las fantasías y las intrigas más increíbles —intervino el Diputado Rocha Seabrá—. Nos acusan de azuzar a los Sebastianistas, de enviarles armas, de estar conspirando con Inglaterra para restaurar el Imperio.

—El Jornal de Noticias nos acusa de eso y de peores cosas desde la caída de Don Pedro

II —sonrió el Barón, haciendo un gesto desdeñoso.

—La diferencia es que, ahora, no es sólo el Jornal de Noticias sino medio Brasil —dijo Luis Viana. El Barón lo vio revolverse en el asiento, nervioso, y pasarse la mano por la calva—. De pronto, en Río, en Sao Paulo, en Belo Horizonte, en todas partes empiezan a repetir las imbecilidades y las vilezas que inventa el Partido Republicano Progresista. Varias personas hablaron a la vez y el Barón les pidió, con las manos, que no se atropellaran. Por entre las cabezas de sus amigos podía ver la huerta, y, aunque lo que oía le interesaba y lo alarmaba, desde que entró en el escritorio no había dejado de preguntarse si entre los árboles y arbustos estaría escondido el camaleón, un animal con el que se había encariñado como otros con perros o gatos.

—Ahora sabemos para qué formó Epaminondas la Guardia Rural —decía el Diputado Eduardo Glicério—. Para que proporcionara las pruebas, en el momento oportuno. Fusiles de contrabando para los yagunzos y hasta espías extranjeros.

—Ah, de eso no te has enterado —dijo Adalberto de Gumucio, al ver la expresión intrigada del Barón—. El summum de lo grotesco. ¡Un agente inglés en el sertón! Lo encontraron carbonizado, pero era inglés. ¿Cómo lo supieron? ¡Por sus pelos rojos! Los exhibieron en el Parlamento de Río, junto con fusiles supuestamente encontrados al lado de su cadáver, en Ipupiará. Nadie nos escucha, hasta nuestros mejores amigos, en Río, se tragan esos disparates. El país entero cree que la República está en peligro por Canudos.

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