Array Array - La guerra del fin del mundo
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El Beatito se había puesto a hablar de nuevo, sobre el triduo de la Preciosa Sangre que se iba a iniciar esa tarde, cuando unos nudillos tocaron la puerta, entre una agitación del exterior. María Quadrado fue a abrir. Con el sol brillando a su espalda y una muchedumbre de cabezas que trataban de espiar, apareció en el umbral el párroco de Cumbe.
—Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo —dijo el Consejero, poniéndose de pie tan de prisa que el León de Natuba tuvo que apartarse de un salto—. Nosotros pensando en usted y usted se aparece.
Fue al encuentro del Padre Joaquim, cuyo hábito venía enterrado, así como su cara. Se inclinó ante él, le cogió la mano y se la besó. La humildad y el respeto con que lo recibía el Consejero incomodaban siempre al párroco, pero hoy estaba tan inquieto que no pareció notarlo.
—Llegó un telegrama —dijo, mientras le besaban la mano el Beatito, Joáo Abade, la Madre de los Hombres y las beatas—. Viene un Regimiento del Ejército Federal, desde Río. Su jefe es un famoso militar, un héroe que ha ganado todas las guerras. —Todavía nadie ha ganado una guerra al Padre —dijo el Consejero, con voz gozosa. El León de Natuba, agazapado, escribía rápidamente.
Al terminar su contrato con la gente del Ferrocarril de Jacobina, en Itiuba, Rufino guía a unos vaqueros por los vericuetos de la Sierra de Bendengó, aquella donde una vez cayó una piedra del cielo. Persiguen a unos ladrones de ganado que se han robado medio centenar de reses de la hacienda Pedra Vermelha, del coronel José Bernardo Murau, pero antes de encontrar a los animales se enteran de la derrota de la Expedición del Mayor Febronio de Brito, en el Cambaio, y deciden cesar la búsqueda para no toparse con los yagunzos o los soldados en retirada. Cuando acaba de separarse de los vaqueros. Rufino, en las estribaciones de la Sierra Grande, cae en manos de una patrulla de desertores, mandada por un sargento pernambucano. Le quitan su escopeta, su machete, sus provisiones y la talega con los reis que se ha ganado como pistero. Pero no le hacen daño e, incluso, le advierten que no pase por Monte Santo pues allí se están concentrando los soldados derrotados del Mayor Brito, que podrían enrolarlo. La región está removida con la guerra. La noche siguiente, cerca del río Cariacá, el rastreador escucha un tiroteo y al amanecer descubre que gente venida de Canudos ha quemado y saqueado la hacienda Santa Rosa, que él conoce muy bien. La casa, que era amplia y fresca, con balaustrada de madera y una ronda de palmeras, está chamuscada y en pedazos. Ve los establos vacíos, la senzala y los ranchos de los peones también quemados y un viejo del contorno le dice que todos se han marchado a Belo Monte, llevándose los animales y lo que se libró del fuego.
Rufino da un rodeo, para evitar Monte Santo, y al día siguiente una familia de peregrinos que va rumbo a Canudos le avisa que tenga cuidado, pues hay grupos de la Guardia Rural recorriendo la tierra en busca de hombres jóvenes para el Ejército. Al mediodía llega a una capilla medio perdida entre las lomas amarillentas de la Sierra de Engorda, donde, tradicionalmente, hombres que tienen sangre en las manos vienen a arrepentirse de sus crímenes, y, otros, a hacer ofrendas. Es una construcción pequeña, solitaria, sin puertas, de muros blancos por los que corren lagartijas. Las paredes rebosan de ex votos: escudillas con comida petrificada, figurillas de madera, brazos, piernas, cabezas de cera, armas, ropas, toda clase de minúsculos objetos. Rufino examina cuchillos, machetes, escopetas y elige una faca filuda, dejada allí hace poco. Luego va a arrodillarse ante el altar, en el que sólo hay una cruz, y explica al Buen Jesús que se lleva esa faca prestada. Le cuenta que le han robado lo que tenía y que la necesita para poder llegar a su casa. Le asegura que no quiere quitarle lo que es suyo y le promete devolvérsela, junto con otra nueva, que será su obsequio. Le recuerda que él no es ladrón y que siempre ha cumplido sus promesas. Se persigna y dice: «Gracias, Buen Jesús».
Continúa su camino, a un ritmo parejo, sin fatigarse, suba pendientes o baje barrancas, cruce caatingas o pedregales. Esa tarde caza un armadillo, que cocina en una fogata. La carne le alcanza para dos días. Al tercero, está por las vecindades de Nordestina. Se dirige al rancho de un morador, donde acostumbra pernoctar. La^ familia lo recibe con más cordialidad que otras veces y la mujer le prepara de comer. Él les cuenta cómo los desertores le robaron y conversan sobre lo que irá a ocurrir después de esa batalla en el Cambaio, en la que, al parecer, ha habido tantos muertos. Mientras hablan, Rufino nota que la pareja cambia miradas, como si tuvieran algo que decirle y no se atrevieran. Se calla y espera. El morador entonces, tosiendo, le pregunta cuánto tiempo está sin noticias de su familia. Cerca de un mes. ¿Ha muerto su madre? No. ¿Jurema, entonces? La pareja se queda mirándolo. Por fin, el hombre habla: se anda diciendo que ha habido un tiroteo y muertos en su casa y que su mujer se ha fugado con un forastero de pelos rojos. Rufino les agradece la hospitalidad y se despide de ellos inmediatamente. A la madrugada siguiente la silueta del rastreador se dibuja en una loma desde la cual se avista su cabaña. Atraviesa el bosquecillo de rocas y arbustos donde tuvo la primera entrevista con Galileo Gall y se acerca al promontorio donde está su vivienda a la velocidad con la que siempre viaja, un trotecillo entre la caminata y la carrera. En su cara hay huellas del largo viaje, de las contrariedades y de la mala noticia de la víspera: sus facciones se han aguzado, hundido, crispado. Su único equipaje es la faca que le ha prestado el Buen Jesús. A pocos metros de su cabaña, su mirada se vuelve recelosa. El corral tiene la tranquera abierta y está vacío. Pero no es el corral lo que Rufino mira con ojos graves, inquisitivos, extrañados, sino la explanada donde antes no había esas dos cruces que hay ahora, sujetas con piedrecillas. Al entrar descubre el mechero, las vasijas, el camastro, la hamaca, el baúl, la imagen de la Virgen de Lapa, las ollas y las escudillas y el alto de leña. Todo parece estar allí e, incluso, haber sido ordenado. Rufino mira de nuevo, despacio, como tratando de arrancar a esos objetos lo ocurrido en su ausencia. Siente el silencio: la falta de ladridos, del cacareo de las gallinas, del tintineo de los carneros, de la voz de su mujer. Finalmente, da unos pasos por la habitación y empieza a revisarlo todo, con cuidado. Cuando termina, tiene los ojos sanguinolentos. Sale, cerrando la puerta sin brusquedad.
Se encamina hacia Oueimadas, que destella a lo lejos bajo un sol ahora vertical. La silueta de Rufino se pierde en un recodo del promontorio; reaparece, trotando, entre piedras plomizas, cactos, matorrales amarillentos, la valla filuda de un corral. Media hora después entra al pueblo por la avenida Itapicurú y sube por ella hacia la Plaza Matriz. El sol azoga las casitas encaladas, de puertas azules o verdes. Los soldados en retirada, después de la derrota del Cambaio, han comenzado a llegar pues se los ve, rotosos, forasteros, formando grupos en las esquinas, durmiendo bajo los árboles o bañándose en el río. El rastreador pasa ante ellos sin mirarlos, acaso sin verlos, pensando sólo en los vecinos: vaqueros de pieles curtidas, mujeres que dan de mamar a sus hijos, jinetes que parten, viejos que se asolean, niños que corren. Le dan los buenos días o lo llaman por su nombre y él sabe que, cuando ha pasado, se vuelven a mirarlo, lo señalan y comienzan a cuchichear. Contesta sus saludos con una inclinación de cabeza, mirando al frente, sin sonreír, para desanimar a cualquiera que intentase dirigirle la palabra. Cruza la Plaza Matriz, densa de sol, de perros, de trajín, haciendo venias, consciente de las murmuraciones, de las miradas, de los gestos, de los pensamientos que suscita. No se detiene hasta llegar, frente a la capillita de Nuestra Señora del Rosario, a una pequeña tienda de velas e imágenes religiosas, que cuelgan en la fachada. Se quita el sombrero, respira como quien va a zambullirse, y entra. Al verlo, la viejecita, que está alcanzando un paquete a un cliente, abre mucho los ojos y se le ilumina la cara. Pero espera, para hablarle, que el comprador se haya ido.
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