Array Array - La guerra del fin del mundo

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Por eso ninguno de ellos pudo entender al muchacho de largas crenchas enredadas, vivísimos ojos oscuros, casi sin piernas, que caminaba a cuatro patas, del pueblo de Natuba. Habían advertido, durante la función, que el Gitano lo observaba, interesado. Porque no había duda alguna que al Gitano los monstruos —hombres o animales — lo atraían por alguna razón más profunda que el provecho que podía sacarles. Tal vez se sentía más sano, más completo, más perfecto, en esa sociedad de residuos y rarezas. El hecho es que al terminar el espectáculo preguntó por su casa, la encontró, se presentó a los padres y los convenció que se lo dieran, para volverlo artista. Lo incomprensible es que, una semana más tarde, el muchacho que trotaba se escapó, cuando el Gitano había empezado a enseñarle un número de domador.

La mala estrella comenzó con la gran sequía, por el empecinamiento del Gitano en no bajar hacia la costa, como le suplicaron los cirqueros. Encontraban pueblos desiertos y haciendas convertidas en osarios; comprendieron que podían morir de sed. Pero el Gitano no dio su brazo a torcer y una noche les dijo: «Les regalo la libertad. Váyanse. Pero si no se van, nunca más me diga nadie la ruta que ha de tomar el Circo». Ninguno se fue, sin duda porque temían más a los otros hombres que a la catástrofe. En Caatinga do Moura cayó enferma Dádiva, la mujer del Gitano, con fiebres delirantes, y hubo que enterrarla en Taquarandi. Tuvieron que empezar a comerse los animales. Al volver las lluvias, año y medio después, del zoológico sobrevivía la cobra, y, de los cirqueros, habían muerto Juliáo y su mujer Sabina, el Negro Solimáo, el Gigante Pedrín, el Hombre–araña y la Estrellita. Habían perdido el carruaje con figuras estampadas y ahora cargaban sus pertenencias en dos carretas que fueron tirando ellos mismos hasta que, con el retorno de la gente, del agua, de la vida, el Gitano pudo comprar dos acémilas. Volvieron a dar funciones y a ganar nuevamente lo suficiente para comer. Pero ya no fue como antes. El Gitano, enloquecido con la pérdida de sus hijos, se desinteresó del espectáculo. Había dejado a los tres hijos con una familia de Caldeiráo Grande, para que los cuidara, y cuando volvió a buscarlos, después de la sequía, nadie en el poblado pudo darle razón de la familia Campiñas ni de los niños. No se resignaba y años después seguía interrogando a los vecinos de las aldeas si los habían visto o tenido noticias. La desaparición de sus hijos —a quienes todos daban por muertos — hizo de él, que era la energía personificada, un ser apático y rencoroso, que se emborrachaba a menudo y se enfurecía de todo. Una tarde estaban actuando en el caserío de Santa Rosa y el Gitano hacía el número que había hecho antes el Gigante Pedrín: desafiar a cualquier espectador a que lo hiciera tocar el suelo con la espalda. Un hombre fuerte se presentó y lo tumbó al primer empujón. El Gitano se levantó, diciendo que se había resbalado y que el hombre debía probar otra vez. El forzudo volvió a enviarlo al suelo. Poniéndose de pie, el Gitano, con los ojos relampagueantes, le pregunto si repetiría la proeza con una faca en la mano. El otro se resistía a pelear, pero el Gitano, perdida la razón, lo provocó de tal modo que el forzudo no tuvo más remedio que aceptar el desafío. Con la misma facilidad con que lo había tumbado, dejó al Gitano en el suelo, con el pescuezo abierto y los ojos vidriosos. Después supieron que el jefe del Circo había tenido la temeridad de desafiar al bandido Pedráo.

Pese a todo, sobreviviéndose a sí mismo por simple inercia, como demostración de que no muere nada que no deba morir (la frase era de la Barbuda) el Circo no llegó a desaparecer. Era ahora, eso sí, como un detritus espectral del viejo Circo, aglutinado en torno a un carromato con un toldo parchado, que jalaba un burro y en el que había una carpa plegada, con remiendos, bajo la cual dormían los últimos artistas: la Barbuda, el Enano, el Idiota y la cobra. Aún daba funciones y los romances de amor y de aventuras del Enano tenían el éxito de antaño. Para no cansar al burro, hacían sus andanzas a pie y la única que disfrutaba del carromato era la cobra, que vivía en una cesta de mimbre. En su deambular por el mundo, los últimos cirqueros habían encontrado santos, bandidos, peregrinos, retirantes, las caras y atuendos más imprevisibles. Pero nunca, hasta esa mañana, se habían topado con una cabellera masculina de color rojo, como la del hombre tirado en la tierra, que vieron al doblar un recodo de la trocha que va rumbo a Riacho da Onca. Estaba inmóvil, vestido con una ropa negra que el polvo blanqueaba a manchones. Unos metros más allá, había el cadáver descompuesto de una mula que se comían los urubús y una fogata apagada. Y, junto a las cenizas, una mujer joven los miraba venir con una expresión que no parecía triste. El burro, como si hubiera recibido

una orden, se detuvo. La Barbuda, el Enano, el Idiota examinaron al hombre y pudieron ver, entre los pelos flamígeros, la herida cárdena del hombro y la sangre reseca en la barba, la oreja y la pechera. —¿Está muerto? —preguntó la Barbuda. —Todavía —respondió Jurema.

«El fuego va a quemar este lugar», dijo el Consejero, al tiempo que se incorporaba en el camastro. Sólo habían descansado cuatro horas, pues la procesión de la víspera terminó pasada la medianoche, pero el León de Natuba, que tenía un oído finísimo, sintió en el sueño la voz inconfundible y saltó del suelo a coger la pluma y el papel y a anotar la frase que no debía perderse. El Consejero, con los ojos cerrados, sumido en la visión, añadió: «Habrá cuatro incendios. Los tres primeros los apagaré yo y el cuarto lo pondré en manos del Buen Jesús». Esta vez, sus palabras despertaron también a las beatas del cuarto contiguo, pues, mientras escribía, el León de Natuba sintió abrirse la puerta y vio entrar, arrebujada en su túnica azul, a María Quadrado, la única persona, con el Beatito y él, que ingresaba al Santuario de día o de noche sin pedir permiso. «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo», dijo la Superiora del Coro Sagrado, persignándose. «Alabado sea», repuso el Consejero, abriendo los ojos. Y, con una leve inflexión de tristeza, todavía soñó: «Van a matarme, pero no traicionaré al Señor».

Mientras escribía, sin distraerse, consciente hasta la raíz de los cabellos de la trascendencia de la misión que el Beatito le había confiado y que le permitía compartir con el Consejero todos los instantes, el León de Natuba sentía, en el otro cuarto, a las beatas del Coro Sagrado, ansiosas, esperando el permiso de María Quadrado para entrar. Eran ocho y vestían, como ésta, túnicas azules con mangas y sin escote, sujetas con un cordón blanco. Iban descalzas y con la cabeza cubierta por un trapo también azul. Habían sido elegidas por la Madre de los Hombres por su espíritu de sacrificio y su devoción para que se dedicaran exclusivamente al Consejero y las ocho habían hecho promesas de vivir castas y de no retornar nunca a sus familias. Dormían en el suelo, al otro lado de la puerta, y acompañaban al Consejero, como una aureola, mientras vigilaba los trabajos del Templo del Buen Jesús, oraba en la Iglesia de San Antonio, presidía las procesiones, los rosarios, los entierros, o cuando visitaba las Casas de Salud. Debido a las costumbres frugales del santo, sus obligaciones eran pocas: lavar y zurcir la túnica morada, cuidar el carnerito blanco, limpiar el suelo y las paredes del Santuario y sacudir el camastro de varas. Estaban entrando; María Quadrado cerró tras ellas la puerta que les acababa de abrir. Alejandrinha Correa traía el carnerito. Las ocho hicieron la señal de la cruz a la vez que salmodiaban: «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea», contestó el Consejero, acariciando ligeramente el animal. El León de Natuba permanecía acuclillado, con la pluma en la mano y el papel en el banquito que le servía de escritorio, con los inteligentes ojos —brillantes entre la mugrienta melena que le circundaba la cara — fijos en la boca del Consejero. Éste se disponía a rezar. Se tumbó de bruces, en tanto que María Quadrado y las beatas se arrodillaban a su alrededor, para rezar con él. Pero el León de Natuba no se tumbó ni se arrodilló: su misión lo eximía incluso de los rezos. El Beatito le había indicado que permaneciera alerta por si alguna de las oraciones que decía el santo fuese «revelación». Pero esa mañana el Consejero oró en silencio, en el amanecer que por segundos crecía y filtraba en el Santuario, por los intersticios del techo, los tabiques y la puerta, unas hebras de oro acribilladas por partículas de polvo. Belo Monte iba despertando: se oía a los gallos, a los perros y voces humanas. Afuera, sin duda, ya habrían comenzado a formarse los racimos de romeros y de vecinos que querían ver al Consejero o pedirle una merced.

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