Array Array - La guerra del fin del mundo

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Ha ido subiendo la voz y dicho las últimas frases en un tono encendido, con la mano derecha apoyada en la pistola de su cartuchera. Al callar hay una expectación reverente en el recinto y se escucha el zumbido de los insectos que revolotean enloquecidos sobre las fuentes de comida. El más canoso de los periodistas, un hombre que, pese a la atmósfera ardiente, va abrigado con una chaqueta a cuadros, levanta tímidamente una mano, con la intención de comentar o preguntar algo. Pero el Coronel no le concede la palabra; ha hecho una seña y dos ordenanzas, aleccionados, levantan una caja del suelo, la colocan sobre la mesa, y la abren: son fusiles.

Moreira César comienza a pasear, despacio, con las manos cogidas a la espalda, delante de los cinco periodistas.

—Capturados en el sertón bahiano, señores —va diciendo, con ironía, como si se burlara de alguien—. Éstos, al menos, no llegaron a Canudos. ¿De dónde vienen? Ni se tomaron el trabajo de quitarles la marca de fábrica. ¡Liverpool, nada menos! Nunca se han visto fusiles así en el Brasil. Con un dispositivo especial para disparar balas explosivas, además. Así se explican esos orificios que sorprendieron a los cirujanos; orificios de diez, de doce centímetros de diámetro. No parecían de bala sino de granada. ¿Es posible que simples yagunzos, simples ladrones de ganado, conozcan esos refinamientos europeos, las balas explosivas? Y, de otra parte, qué significan esos personajes de procedencia misteriosa. El cadáver encontrado en Ipupiará. El sujeto que aparece en Capim Grosso con una bolsa repleta de libras esterlinas que confiesa haber guiado a una partida de jinetes que hablaban en inglés. Hasta en Belo Horizonte se descubren extranjeros que quieren llevar cargamentos de víveres y de pólvora a Canudos. Demasiadas coincidencias para no advertir, detrás, un conjura antirrepublicana. No se rinden. Pero es en vano. Fracasaron en Río, fracasaron en Río Grande do Sul y fracasarán también en Bahía, señores.

Ha dado dos, tres vueltas, a tranco corto y rápido, nervioso, delante de los cinco periodistas. Ahora está en el mismo sitio del principio, junto a la mesa de los mapas. Su tono, al dirigirse otra vez a ellos, se vuelve autoritario, amenazador:

—He consentido en que acompañen al Séptimo Regimiento, pero tendrán que someterse a ciertas disposiciones. Los despachos telegráficos que envían desde aquí, serán previamente aprobados por el Mayor Cunha Matos o por el Coronel Tamarindo. Lo mismo, las crónicas que envíen mediante mensajeros durante la campaña. Debo advertirles que si alguno intentara enviar un artículo sin el visto bueno de mis adjuntos, cometería una grave infracción. Espero que lo comprendan: cualquier desliz, error, imprudencia, puede servir al enemigo. Estamos en guerra, no lo olviden. Hago votos porque su estada con el Regimiento sea grata. Eso es todo, señores. Se vuelve hacia los oficiales de su Estado Mayor, que inmediatamente lo rodean, y al instante, como si se hubiese roto un encantamiento, se reanudan la actividad, el ruido, el movimiento, en la estación de Queimadas. Pero los cinco periodistas siguen allí, en el mismo sitio, mirándose, desconcertados, alelados, decepcionados, sin entender por qué el Coronel Moreira César los trata como si fueran sus enemigos potenciales, por qué no les ha permitido formularle pregunta alguna, por qué no les ha hecho la menor demostración de simpatía o al menos de urbanidad. El círculo que rodea al Coronel se desgrana a medida que, obedeciendo sus instrucciones, cada uno de los oficiales, luego de chocar los tacones, se aleja en direcciones distintas. Cuando se queda solo, el Coronel echa una mirada circular y, un segundo, los cinco periodistas creen que va a cercarse a ellos, pero se equivocan. Está mirando, como si acabara de descubrirlas, las caras famélicas, requemadas, miserables, que se aplastan contra las puertas y ventanas. Las observa con una expresión indefinible, la frente fruncida, el labio inferior adelantado. De pronto, resueltamente, se dirige a la puerta más cercana. La abre de par en par y hace un gesto de bienvenida al enjambre de hombres, mujeres, niños, viejos casi en harapos, muchos descalzos, que lo miran con respeto, miedo o admiración. Con ademanes imperiosos, los obliga a entrar, los jala, los arrastra, los anima, señalándoles la larga mesa donde, bajo aureolas de insectos codiciosos, languidecen las bebidas y las viandas que el Concejo Municipal de Queimadas ha preparado para homenajearlo. —Entren, entren —les dice, guiándolos, empujándolos, apartando él mismo los retazos de tules—. El Séptimo Regimiento los invita. Adelante, sin miedo. Es para ustedes. Les hace más falta que a nosotros. Beban, coman, que les aproveche.

Ahora, ya no necesita azuzarlos, ya han caído, alborozados, ávidos, incrédulos, sobre los platos, vasos, fuentes, jarras, y se dan de codazos, se atropellan, se empujan, disputan la comida y las bebidas, ante la mirada entristecida del Coronel. Los periodistas siguen en el mismo sitio, boquiabiertos. Una viejecilla, con una presa mordisqueada en la mano, que ya se retira, se detiene junto a Moreira César, la cara llena de agradecimiento. —Que la Santa Señora lo proteja, Coronel —murmura, haciendo la señal de la cruz en el aire.

—Ésta es la señora que me protege —oyen los periodistas que le responde Moreira César, tocándose la espada.

En su mejor época, el Circo Gitano había tenido veinte personas, si podía llamarse personas a seres como la Mujer Barbuda, el Enano, el Hombre–araña, el Gigante Pedrín y Juliáo, tragador de sapos vivos. El Circo rodaba entonces en un carromato pintado de rojo, con figuras de trapecistas, tirado por los cuatro caballos en que los Hermanos Franceses hacían acrobacias. Tenía también un pequeño zoológico, gemelo de la colección de curiosidades humanas que el Gitano había ido recolectando en sus correrías: un carnero de cinco patas, un monito de dos cabezas, una cobra (ésta normal) a la que había que alimentar con pajaritos y un chivo con tres hileras de dientes, que Pedrín mostraba al público abriéndole la jeta con sus manazas. Nunca tuvieron una carpa. Las funciones se daban en las plazas, los días de feria o en la fiesta del santo. Había números de fuerza y de equilibrismo, de magia y adivinanza, el Negro Solimáo tragaba sables, el Hombre–araña subía sedosamente por el palo encebado y ofrecía un fabuloso conto–de–reis a quien pudiera imitarlo, el Gigante Pedrín rompía las cadenas, la Barbuda hacía bailar a la cobra y la besaba en la boca y todos, pintarrajeados de payasos con corcho quemado y polvos de arroz, doblaban en dos, en cuatro, en seis al Idiota, que no parecía tener huesos. Pero la estrella era el Enano, que contaba romances con delicadeza, vehemencia, romanticismo e imaginación: el de la Princesa Magalona, hija del Rey de Nápoles, raptada por el Caballero Pierre y cuyas joyas encuentra un marinero en el vientre de un pez; el de la Bella Silvaninha, con la que quiso casarse nadie menos que su propio padre; el de Carlomagno y los Doce Pares de Francia; el de la duquesa estéril fornicada por el Can y que parió a Roberto el Diablo; el de Oliveros y Fierabrás. Su número era el último porque estimulaba la largueza del público.

El Gitano debía tener cuentas pendientes con la policía en el litoral, pues ni siquiera en épocas de sequía bajaba a la costa. Era hombre violento, al que, por cualquier pretexto, se le iban las manos y golpeaba sin misericordia a quien lo irritaba, hombre, mujer o animal. Pero, a pesar de sus maltratos, ninguno de los cirqueros hubiera soñado con abandonarlo. Era el alma del Circo, él lo había creado, recolectando por la tierra a esos seres que, en sus pueblos y familias, eran objetos de irrisión, anomalías a las que los otros miraban como castigos de Dios y equivocaciones de la especie. Todos ellos, el Enano, la Barbuda, el Gigante, el Hombre–araña, hasta el Idiota (que podía sentir estas cosas aunque no las entendiera) habían encontrado en el Circo trashumante un hogar más hospitalario que aquel del que venían. En la caravana que subía, bajaba y revoloteaba por los sertones candentes, dejaron de vivir avergonzados y asustados y compartían una anormalidad que los hacía sentirse normales.

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