Array Array - La guerra del fin del mundo

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Minutos después, el Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea, Caballero Adalberto de Gumucio, clausuró la sesión.

Mañana daremos cuenta de la ceremonia patriótica llevada a cabo, en Campo Grande, ante la placa de mármol del Mariscal de Hierro, por los Excelentísimos Sres. Diputados del Partido Republicano Progresista, en horas de la madrugada.

III

—No hay que añadir ni quitar una coma —dice Epaminondas Goncalves. Más que satisfacción, su cara revela alivio, como si hubiera temido lo peor de esa lectura que el periodista acaba de hacer, de corrido, sin que lo interrumpieran los estornudos—. Lo felicito.

—Cierta o falsa, es una historia extraordinaria —masculla el periodista, que no parece oírlo—. Que un charlatán de feria, que andaba diciendo por las calles de Salvador que los huesos son la escritura del alma y que predicaba la anarquía y el ateísmo en las tabernas, resulte un emisario de Inglaterra que complota con los Sebastianistas para restaurar la monarquía y que aparezca quemado vivo en el sertón ¿no es extraordinario? —Lo es —asiente el jefe del Partido Republicano Progresista—. Y lo es más todavía que esos que parecían un grupo de fanáticos diezmen y pongan en desbandada a un batallón armado con cañones y ametralladoras. Extraordinario, sí. Pero, sobre todo, aterrador para el futuro de este país.

El calor se ha acrecentado y la cara del periodista miope está cubierta de sudor. Se la limpia con esa sábana que hace las veces de pañuelo y luego frota contra la ajada pechera de su camisa sus anteojos empañados.

—Yo mismo llevaré esto a los cajistas y me quedaré mientras arman la página —dice, recolectando las hojas esparcidas por el escritorio—. No habrá erratas, no se preocupe. Váyase a descansar tranquilo, señor.

—¿Está usted más contento trabajando conmigo que en el periódico del Barón? —le pregunta su jefe, a boca de jarro—. Ya sé que aquí gana más que en el Diario de Bahía. Me refiero al trabajo. ¿Lo prefiere?

—La verdad, sí. —El presidente se calza los anteojos y queda un momento petrificado, esperando el estornudo con los ojos entrecerrados, la boca semiabierta y la nariz palpitante. Pero es una falsa alarma—. La crónica política es más divertida que escribir sobre los estragos que causa la pesca con explosivos en la Ribera de Itapagipe o el incendio de la Chocolatería Magalháes.

—Y, además, es hacer patria, contribuir a una buena causa nacional —dice Epaminondas Goncalves—. Porque, usted es uno de los nuestros, ¿no es verdad? —No sé qué soy, señor —responde el periodista, con esa voz que es tan desigual como su físico: a ratos atiplada y a ratos grave, con eco—. No tengo ideas políticas ni me interesa la política.

—Me gusta su franqueza —se ríe el dueño del diario, poniéndose de pie, empuñando un maletín—. Estoy contento con usted. Sus crónicas son impecables, dicen exactamente lo que hay que decir y de la manera debida. Me alegro haberle confiado la sección más delicada.

Levanta la lamparilla, apaga la llama soplando y sale del despacho seguido por el periodista que, al cruzar el umbral de la Redacción–Administración, tropieza contra una escupidera.

—Entonces, voy a pedirle algo, señor —dice, de pronto—. Si el Coronel Moreira César viene a debelar la insurrección de Canudos, quisiera ir con él, como enviado del Jornal de Noticias.

Epaminondas Goncalves se ha vuelto a mirarlo y lo examina, mientras se pone el sombrero.

—Supongo que es posible —dice—. Ya ve, es usted de los nuestros, aunque no le interesa la política. Para admirar al Coronel Moreira César hay que ser un republicano a carta cabal.

—No sé si es admiración —precisa el periodista, abanicándose con los papeles—. Ver a un héroe de carne y hueso, estar cerca de alguien tan famoso resulta muy tentador. Como ver y tocar a un personaje de novela.

—Tendrá usted que cuidarse, al Coronel no le gustan los periodistas —dice Epaminondas Goncalves. Se aleja ya hacia la salida—. Comenzó su vida pública matando a balazos en las calles de Río a un plumario que había insultado al Ejército. —Buenas noches —murmura el periodista. Trota hacia el otro extremo del local, donde un pasillo lóbrego comunica con el taller. Los cajistas, que han quedado de guardia esperando su crónica, le convidarán seguramente a una taza de café.

TRES

I

El tren entra pitando en la estación de Queimadas, engalanada con banderolas que dan la bienvenida al Coronel Moreira César. En el estrecho andén de tejas rojas se apiña una multitud, bajo una gran tela blanca que sobrevuela los rieles, ondeando: «Queimadas Saluda al Heroico Coronel Moreira César Y a Su Glorioso Regimiento. ¡Viva El Brasil!» Un grupo de niños descalzos agitan banderitas y hay media docena de señores endomingados, con las insignias del Concejo Municipal en el pecho y sombreros en las manos, rodeados por una masa de gente desarrapada y miserable, que mira con gran curiosidad y entre la cual se mueven mendigos pidiendo limosna y vendedores de rapadura y frituras.

Gritos y aplausos reciben la aparición, en la escalinata del tren —las ventanillas están atestadas de soldados con fusiles — del Coronel Moreira César. Vestido con uniforme de paño azul, botones y espuelas doradas, galones y ribetes encarnados y espada al cinto, el Coronel salta al andén. Es pequeño, casi raquítico, muy ágil. El calor abochorna todas las caras pero él no está sudando. Su endeblez física contrasta con la fuerza que parece generar en torno, debido a la energía que bulle en sus ojos o a la seguridad de sus movimientos. Mira como alguien que es dueño de sí mismo, sabe lo que quiere y acostumbra mandar.

Los aplausos y vítores corren por el andén y la calle, donde la gente se protege del sol con pedazos de cartón. Los niños arrojan al aire puñados de papel picado y los que llevan banderas las agitan. Las autoridades se adelantan, pero el Coronel Moreira César no se detiene a darles la mano. Ha sido rodeado por un grupo de oficiales. Les hace una venia cortés y luego grita, en dirección a la multitud: «¡Viva la República! ¡Viva el Mariscal Floriano!» Ante la sorpresa de los Concejales, quienes, no hay duda, esperaban decir discursos, conversar con él, acompañarlo, el Coronel ingresa a la estación, escoltado por sus oficiales. Tratan de seguirlo, pero los detienen los centinelas en la puerta que acaba de cerrarse. Se oye un relincho. Del tren están bajando un hermoso caballo blanco, entre el regocijo de la chiquillería. El animal despercude el cuerpo, agita las crines, relincha feliz de sentir la vecindad del campo. Ahora, por puertas y ventanas del tren descienden filas de soldados, descargan bultos, valijas, cajas de municiones, ametralladoras. Un rumor recibe la aparición de los cañones, que destellan. Los soldados están acercando yuntas de bueyes para arrastrar los pesados artefactos. Las autoridades, con un gesto resignado, van a sumarse a los curiosos que, agolpados ante puertas y ventanas, espían el interior de la estación, tratando de divisar a Moreira César entre el grupo movedizo de oficiales, adjuntos, ordenanzas.

La estación es un solo recinto, grande, dividido por un tabique tras el cual está el telegrafista, trabajando. Del lado opuesto al andén da a una construcción de dos pisos, con un rótulo: Hotel Continental. Hay soldados por todas partes, en la desarbolada avenida Itapicurú, que sube hacia la Plaza Matriz. Detrás de las decenas de caras que se aplastan contra los cristales, observando el interior de la estación, prosigue el desembarco de la tropa, de manera febril. Al parecer la bandera del Regimiento, que un soldado hace flamear ante la multitud, se escucha una nueva salva de aplausos. En la explanada, entre el Hotel Continental y la estación, un soldado cepilla el caballo blanco de vistosa crin. En una esquina del recinto hay una larga mesa con jarras, botellas y fuentes de comida protegidas de las miríadas de moscas por retazos de tul, a la que nadie hace caso. Banderitas y guirnaldas cuelgan del techo, entre carteles del partido Republicano Progresista y del Partido Autonomista Bahiano con Vivas al Coronel Moreira César, a la República y al Séptimo Regimiento de Infantería del Brasil. En medio de una hormigueante animación, el Coronel Moreira César se cambia el uniforme de paño por el traje de campaña. Dos soldados han levantado una manta delante del tabique del telégrafo y, desde ese improvisado refugio, el Coronel lanza sus prendas que un ayudante recibe y guarda en un baúl. Mientras que se viste, Moreira César habla con tres oficiales que se hallan ante él en posición de firmes. —Parte de efectivos, Cunha Matos.

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