Array Array - La guerra del fin del mundo

Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - La guerra del fin del mundo» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La guerra del fin del mundo: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La guerra del fin del mundo»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

La guerra del fin del mundo — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La guerra del fin del mundo», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

El local es un cubo con agujeros por los que ingresan lenguas de sol. Cirios y velas penden de clavos y se alinean sobre el mostrador. Las paredes están cubiertas de ex votos, y de santos, cristos, vírgenes y estampas. Rufino se arrodilla para besar la mano de la anciana: «Buenos días, madre». Ella le hace la señal de la cruz en la frente con unos dedos nudosos, de uñas ennegrecidas. Es una anciana esquelética, fruncida, de mirada dura, abrigada con una manta pese a la atmósfera candente. Tiene un rosario de cuentas grandes en una mano.

—Caifás quiere verte, quiere explicarte —dice, con dificultad, porque el tema la agobia o por la falta de dientes—. Va a venir a la feria del sábado. Ha venido todos los sábados, a ver si habías vuelto. Es un largo viaje, pero venía. Es tu amigo, quiere explicarte. —Explíqueme usted lo que sabe, mientras tanto, madre —susurra el rastreador. —No venían a matarte a ti —replica la viejecita, al instante—. Ni a ella. Iban a matar al forastero solamente. Pero él se defendió y mató a dos. ¿Viste las cruces, allá arriba, frente a tu casa? —Rufino asiente—. Nadie reclamó los cuerpos y los enterraron allí. — Se persigna—. — Que estén en tu santa gloria, Señor. ¿Encontraste tu casa limpia? He estado yendo, de tanto en tanto. Para que no la encontraras toda sucia. —No debió ir —dice Rufino. Está cabizbajo, con el sombrero en la mano—. Usted apenas puede andar. Y, además, esa casa está sucia para siempre.

—Entonces, ya sabes —murmura la anciana, buscándole los ojos que él le oculta, mirando fijamente el suelo. La mujer suspira. Luego de una pausa, agrega —: He vendido tus carneros para que no se los robaran, como a las gallinas. Tu dinero está en ese cajón. —Hace otra pausa, tratando de demorar lo inevitable, el único asunto que le interesa, el único que interesa a Rufino—. La gente es mala. Decían que no ibas a volver. Que te habían metido al Ejército, tal vez, que habías muerto en la guerra, tal vez. ¿Has visto cuántos soldados en Queimadas? Murieron muchos allá, parece. El Mayor Febronio de Brito está aquí, también. Pero Rufino la interrumpe:

—¿Usted sabe quién los mandó?^ A esos que venían a matarlo.

—Caifás —dice la anciana—. Él los llevó. Va a explicarte. A mí me lo explicó. Es tu amigo. No te iban a matar a ti. Ni a ella. Sólo al de los pelos rojos, al forastero. Calla y Rufino también calla y en el ardiente, sombreado reducto se escucha el zumbido de los moscardones, de los enjambres de moscas que revolotean entre las imágenes. Por fin, la anciana se decide a hablar.

—Muchos los vieron —exclama, con voz trémula y los ojos de pronto relampagueantes—. Caifás los vio. Cuando me contó, pensé: he pecado, es castigo de Dios. Yo desgracié a mi hijo. Sí, Rufino: Jurema, Jurema. Ella lo salvó, ella le cogió las manos a Caifás. Se fue con él, abrazándolo, apoyado en él. —Estira una mano y señala la calle —: Todos saben. Ya no podemos vivir aquí, hijo.

El rostro anguloso, lampiño, oscurecido por la penumbra del local no mueve un músculo, no pestañea. La viejecita agita un puño de dedos pequeñitos, sarmentosos, y escupe con desprecio hacia la calle:

—Venían a compadecerme, a hablarme de ti. Cada palabra era un puñal en el corazón. ¡Son víboras, hijo! —Se pasa la manta negra por los ojos, como si hubiera llorado, pero los tiene secos—. ¿Limpiarás la mugre que te ha echado encima, no es cierto? Es peor que si te hubiera sacado los ojos, peor que si me hubiera matado a mí. Habla con Caifás. Él sabe la ofensa, él sabe las cosas del honor. Él te explicará.

Vuelve a suspirar y ahora besa las cuentas de su rosario, con unción. Mira a Rufino, que no se ha movido ni alzado la cabeza.

—Muchos se han ido a Canudos —dice, con voz más suave—. Han venido apóstoles. También me hubiera ido. Me quedé porque sabía que ibas a volver. Se va a acabar el mundo, hijo. Por eso vemos lo que vemos. Por eso ha pasado eso que ha pasado. Ahora puedo irme. ¿Me darán las piernas para ese viaje tan largo? El Padre decidirá. Él decide todo.

Permanece callada y, luego de un momento, Rufino se inclina y le besa otra vez la mano: —Es un viaje muy largo y no se lo aconsejo, madre —dice—. Hay guerra, incendios, falta que comer. Pero si quiere ir, vaya. Lo que usted haga siempre estará bien hecho. Y olvídese de lo que Caifás le contó. No sufra ni tenga vergüenza por eso.

Cuando el Barón de Cañabrava y su esposa desembarcaron en el Arsenal de la Marina de Salvador, después de varios meses de ausencia, pudieron darse cuenta por el recibimiento hasta qué punto había decaído la fuerza del otrora todopoderoso Partido Autonomista Bahiano y de su jefe y fundador. Antaño, cuando era Ministro del Imperio, o Plenipotenciario en Londres, e incluso en los primeros años de la República, los regresos del Barón a Bahía eran motivo de grandes festejos. Todos los hombres prominentes de la ciudad y muchos hacendados acudían al puerto acarreando sirvientes y allegados con carteles de bienvenida. Las autoridades comparecían siempre y había banda de música y niños de las escuelas pías con ramilletes para la Baronesa Estela. El banquete de recepción se celebraba en el Palacio de la Victoria, presidido por el Gobernador, y decenas de comensales aplaudían los brindis, discursos y el infaltable soneto que un vate local recitaba en honor de los recién llegados.

Pero esta vez no se hallaban en el Arsenal de la Marina para aplaudir al Barón y a la Baronesa, cuando pisaron tierra, más de doscientas personas y, entre ellas, ninguna autoridad civil ni militar ni eclesiástica. Las caras con que el caballero Adalberto de

Gumucio y los diputados Eduardo Glicério, Rocha Seabrá, Lelis Piedades y Joáo Siexas de Pondé —la Comisión designada por el Partido Autonomista para recepcionar a su jefe — se acercaron a estrechar la mano del Barón y a besar la de la Baronesa, eran de entierro. Ellos, sin embargo, no demostraron advertir la diferencia. Su conducta fue la de siempre. Mientras la Baronesa, sonriente, le mostraba los ramos de flores a su inseparable mucama Sebastiana, como maravillada de recibirlos, el Barón distribuía palmadas y abrazos entre sus correligionarios, parientes y amigos que hacían cola para llegar hasta él. Los saludaba por sus nombres, inquiría por sus esposas, les agradecía haberse molestado en venir a recibirlo. Y, cada cierto rato, como impelido por una íntima necesidad, repetía la dicha que era siempre volver a Bahía, reencontrar este sol, este aire limpio, estas gentes. Antes de subir al coche que los esperaba en el muelle, conducido por un cochero de librea que hizo muchas reverencias al verlos, el Barón saludó con los dos brazos en alto. Luego, tomó asiento frente a la Baronesa y Sebastiana, que tenían las faldas cubiertas de flores. Adalberto de Gumucio se sentó a su lado y el coche comenzó a subir la Ladeira de la Concepción de la Playa, que rebosaba de verdura. Pronto, los viajeros pudieron ver los veleros de la bahía, el fuerte de San Marcelo, el Mercado y a muchos negros y mulatos metidos en el agua pescando cangrejos.

—Europa es siempre una emulsión de juventud —los felicitó Gumucio—. Están diez años más jóvenes de lo que se fueron.

—Yo se lo debo al barco más que a Europa —dijo la Baronesa—. ¡Las tres semanas más descansadas de mi vida!

—En cambio, tú está diez años más viejo. —El Barón miraba por la ventanilla el panorama majestuoso del mar y la isla que crecían a medida que el coche trepaba, ahora por la Ladeira de San Bento, hacia la ciudad alta—. ¿Es para tanto? La cara del Presidente de la Asamblea Legislativa bahiana se llenó de arrugas: —Peor de todo lo que te imaginas. —Señaló el puerto —: Queríamos hacer una demostración de fuerzas, un gran acto público. Todos prometieron traer gente, incluso del interior. Calculábamos millares de personas. Y ya has visto.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La guerra del fin del mundo»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La guerra del fin del mundo» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La guerra del fin del mundo»

Обсуждение, отзывы о книге «La guerra del fin del mundo» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x