Array Array - La guerra del fin del mundo
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—No lo toquen —grita el Coronel con gesto enérgico—. Rápido, una manta. Llamen al Doctor Souza Ferreiro. ¡Que nadie se acerque! Atrás, atrás.
El Mayor Cunhas Matos obliga a retroceder a jalones al periodista y, con los ordenanzas, sale al encuentro de los corresponsales. Los apartan, sin miramientos. Entretanto, echan una manta sobre Moreira César, y Olimpio de Castro y Tamarindo doblan sus guerreras para que le sirvan de almohada.
—Ábrale la boca y cójale la lengua —indica el viejo Coronel, perfectamente al tanto de lo que hay que hacer. Se vuelve a dos escoltas y les ordena armar una tienda. El Capitán abre a la fuerza la boca de Moreira César. Las convulsiones continúan, un buen rato. El Doctor Souza Ferreiro llega, por fin, con un carromato de la Sanidad. Han levantado la tienda y Moreira César está tendido en un catre de campaña. Tamarindo y Olimpio de Castro permanecen a su lado, turnándose en mantenerle la boca abierta y abrigarlo. La cara mojada, los ojos cerrados, presa de desasosiego, emitiendo un quejido entrecortado, el Coronel, cada cierto rato, arroja una bocanada de espuma. El Doctor y el Coronel Tamarindo cambian una mirada y no cruzan palabra. El Capitán explica cómo fue el ataque, cuánto rato hace, y, mientras, Souza Ferreiro va quitándose la chaqueta e instruyendo con gestos a un ayudante para que arrime el botiquín al catre. Los oficiales salen de la tienda para que el Doctor examine con libertad al paciente. Centinelas armados aislan la tienda del resto de la Columna. Cerca, espiando entre los fusiles, se hallan los corresponsales. Han devorado a preguntas al periodista miope y éste les ha dicho ya lo que vio. Entre los centinelas y el campamento hay una tierra de nadie que ningún oficial ni soldado atraviesa a menos de ser llamado por el Mayor Cunha Matos. Éste se pasea de un lado al otro, con las manos a la espalda. El Coronel Tamarindo y el Capitán Olimpio de Castro se le acercan y los corresponsales los ven caminar alrededor de la tienda. Sus caras van oscureciéndose a medida que se apaga el gran fogueo crepuscular. A ratos, Tamarindo entra a la tienda, sale, y los tres reanudan el paseo. Pasan así muchos minutos, tal vez media hora, tal vez una hora, pues, cuando, súbitamente, el Capitán de Castro avanza hacia los corresponsales e indica al periodista del Jornal de Noticias que vaya con él, han encendido una fogata y, atrás, suena la corneta del rancho. Los centinelas dejan pasar al miope, a quien el Capitán conduce hasta el Coronel y el Mayor.
—Usted conoce la región: puede ayudarnos —murmura Tamarindo, sin el tono bonachón que es el suyo, como venciendo una repugnancia íntima a hablar de esto a un extraño—. El Doctor insiste en que el Coronel debe ser llevado a un lugar donde haya ciertas comodidades, donde pueda ser bien atendido. ¿No hay alguna hacienda cerca? —Claro que la hay —dice la vocecita atiplada—. Usted lo sabe tan bien como yo. —Quiero decir, aparte de Calumbí —corrige el Coronel Tamarindo, incómodo—. El Coronel rechazó terminantemente la invitación del Barón de hospedar al Regimiento. No es el sitio adecuado para llevarlo.
—No hay ninguna otra —dice, cortante, el periodista miope, que escudriña la semioscuridad en dirección a la tienda de campaña, de la que sale un resplandor verdoso—. Todo lo que abarca la vista entre Cansancao y Canudos pertenece al Barón de Cañabrava.
El Coronel lo mira, compungido. En ese momento sale de la tienda el Doctor Souza Ferreiro, secándose las manos. Es un hombre con canas en las sienes y grandes entradas en la frente, que viste uniforme. Los oficiales lo rodean, olvidándose del periodista, quien, sin embargo, permanece allí, y aproxima irreverentemente los ojos que agrandan los cristales de sus gafas.
—Ha sido el desgaste físico y nervioso de los últimos días —se queja el Doctor, poniéndose un cigarrillo en los labios—. Después de dos años, repetirle justamente ahora. Mala suerte, zancadilla del diablo, qué sé yo. Le he hecho una sangría, para la congestión. Pero necesita los baños, las fricciones, todo el tratamiento. Ustedes deciden, señores. ^
Cunha Matos y Olimpio de Castro miran al Coronel Tamarindo. Éste carraspea, sin decir nada.
—¿Insiste en que lo llevemos a Calumbí sabiendo que el Barón está allí? —dice, al fin. —Yo no he hablado de Calumbí —replica Souza Ferreiro—. Yo sólo hablo de lo que necesita el paciente. Y permítanme añadir algo. Es una temeridad tenerlo aquí, en estas condiciones.
—Usted conoce al Coronel —interviene Cunha Matos—. En casa de uno de los jefes de la subversión monárquica se sentirá ofendido, humillado. El Doctor Souza Ferreiro se encoge de hombros:
—Yo acato su decisión. Soy un subordinado. Dejo salvada mi responsabilidad. Una agitación a sus espaldas hace que los cuatro oficiales y el periodista miren la tienda de campaña. Allí está Moreira César, visible en la poca luz de la lámpara del interior, rugiendo algo que no se entiende. Semidesnudo, apoyado con las dos manos en la lona, tiene el pecho con unas formas oscuras e inmóviles que deben ser sanguijuelas. Sólo puede tenerse en pie unos segundos. Lo ven desplomarse, quejándose. El Doctor se arrodilla a abrirle la boca mientras los oficiales lo cogen de los pies, de los brazos, de la espalda, para subirlo de nuevo al catre plegable.
—Yo asumo la responsabilidad de llevarlo a Calumbí, Excelencia —dice el Capitán Olimpio de Castro.
—Está bien —asiente Tamarindo—. Acompañe usted a Souza Ferreiro con una escolta. Pero el Regimiento no irá donde el Barón. Acampará aquí.
—¿Puedo acompañarlo, Capitán? —dice, en la penumbra, la voz intrusa del periodista miope—. Conozco al Barón. Trabajé para su periódico, antes de entrar al Jornal de Noticias.
Permanecieron en Ipupiará diez días más, después de la visita de los capangas a caballo que se llevaron, por todo botín, una cabellera rojiza. El forastero empezó a recuperarse. Una noche, la Barbuda lo oyó conversar, en un portugués dificultoso, con Jurema, a la que preguntaba qué país era éste, qué mes y qué día. A la tarde siguiente se descolgaba del carromato y conseguía dar unos pasos tambaleantes. Y dos noches después estaba en el almacén de Ipupiará, sin fiebre, demacrado, animoso, acosando a preguntas al almacenero (que miraba divertido su cráneo) sobre Canudos y la guerra. Se hizo confirmar varias veces, con una especie de frenesí, que un ejército de medio millar de hombres venido de Bahía al mando del Mayor Febronio había sido derrotado en el Cambaio. La noticia lo excitó de tal modo que Jurema, la Barbuda y el Enano pensaron que de nuevo comenzaría a delirar en lengua extraña. Pero Gall, luego de tomar con el almacenero una copita de cachaca, cayó en un sueño profundísimo que le duró diez horas.
Reemprendieron la marcha por iniciativa de Gall. Los cirqueros hubieran preferido quedarse todavía en Ipupiará, donde, mal que mal, podían comer, entreteniendo con historias y payaserías a los vecinos. Pero el forastero temía que los capangas volvieran a llevarse esta vez su cabeza. Se había recuperado: hablaba con tanta energía que la Barbuda, el Enano y hasta el Idiota lo escuchaban embobados. Debían adivinar parte de lo que decía y los intrigaba su manía de hablar de los yagunzos. La Barbuda preguntó a Jurema si era uno de esos apóstoles del Buen Jesús que recorrían el mundo. No, no lo era: no había estado en Canudos, no conocía al Consejero y ni siquiera creía en Dios. Jurema tampoco entendía esa manía. Cuando Gall les dijo que partía rumbo al Norte, el Enano y la Barbuda decidieron seguirlo. No hubieran podido explicar por qué. Quizá la razón fue la de la gravedad, los cuerpos débiles imantados por los fuertes, o, simplemente, no tener nada mejor que hacer, ninguna alternativa, ninguna voluntad que oponer a la de quien, a diferencia de ellos, parecía poseer un itinerario en la vida. Partieron al amanecer y marcharon todo el día entre piedras y mandacarús filudos, sin cambiar palabra, adelante el carromato, a los lados la Barbuda, el Enano y el Idiota, Jurema pegada a las ruedas y, cerrando la caravana, Galileo Gall. Para protegerse del sol se había puesto un sombrero que usaba el Gigantón Pedrín. Había adelgazado tanto que el pantalón le quedaba bolsudo y la camisa se le escurría. El roce quemante de la bala le había dejado una mancha cárdena detrás de la oreja y el cuchillo de Caifás una cicatriz sinuosa entre el cuello y el hombro. La flacura y palidez habían como exacerbado la turbulencia de sus ojos. Al cuarto día de marcha, en un recodo del llamado Sitio de las Flores, se encontraron con una partida de hombres hambrientos que les quitaron el burro. Estaban en un bosquecillo de cardos y mandacarús, partido por un cauce seco. A lo lejos, divisaban las lomas de la Sierra de Engorda. Los bandidos eran ocho, vestidos algunos de cuero, con sombreros decorados con monedas y armados de facas, carabinas y sartas de balas. Al jefe, bajo y ventrudo, de perfil de ave de presa y ojos crueles, los otros lo llamaban Barbadura, pese a ser lampiño. Dio unas instrucciones lacónicas y sus hombres, en un dos por tres, mataron al burro, lo cortaron, despellejaron y lo asaron a trozos sobre los que, más tarde, se abalanzaron con avidez. Debían de estar sin comer varios días porque, de felicidad por el festín, algunos se pusieron a cantar. Observándolos, Galileo se preguntaba cuánto tardarían las alimañas y la atmósfera en convertir ese cadáver en los montoncitos de huesos pulidos que se había acostumbrado a encontrar en el sertón, osaturas, rastros, memorias de hombre o de animal que instruían al viajero sobre su destino en caso de desmayo o muerte. Estaba sentado en el carromato, junto a la Barbuda, el Enano, el Idiota y Jurema. Barbadura se quitó el sombrero, en cuya ala delantera brillaba una esterlina, e hizo señas a los cirqueros de que comieran. El primero en animarse fue el Idiota, quien se arrodilló y estiró sus dedos hacia la humareda. Lo imitaron la Barbuda, el Enano, Jurema. Pronto comían con apetito, mezclados a los bandoleros. Gall se llegó a la fogata. La intemperie lo había tostado y curtido como un sertanero. Desde que vio quitarse el sombrero a Barbadura, no apartaba la vista de su cabeza. Y la seguía mirando mientras se llevaba a la boca el primer bocado. Al intentar tragar, le sobrevino una arcada.
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