Array Array - La guerra del fin del mundo

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—Siéntate, Joáo —dijo, con ternura—. Bebe, primero. Déjame lavarte. El negro le obedeció. Era tan alto que, sentado, resultaba de la misma altura que la Superiora del Coro Sagrado. Bebió con avidez. Estaba sudoroso, agitado, y cerró los ojos mientras María Quadrado le refrescaba la cara, el cuello, los crespos en los que había canas. De pronto, estiró un brazo y se prendió de la beata.

—Ayúdame, Madre María Quadrado —imploró, traspasado de miedo—. No soy digno de esto.

—Tú has sido esclavo de un hombre —dijo la beata, acariciándolo como a un niño—. ¿No vas a aceptar una esclavitud del Buen Jesús? Él te va a ayudar, Joáo Grande. —Juro que no he sido republicano, que no acepto la expulsión del Emperador ni su reemplazo por el Anticristo —recitó el Beatito, con intensa devoción—. Que no acepto el matrimonio civil ni la separación de la Iglesia del Estado ni el sistema métrico decimal. Que no responderé a las preguntas del censo. Que nunca más robaré ni fumaré ni me emborracharé ni apostaré ni fornicaré por vicio. Y que daré mi vida por mi religión y el Buen Jesús.

—Lo aprenderé, Beatito —balbuceó Joáo Grande.

En eso llegó el Consejero, precedido por un gran rumor. Una vez que el alto personaje, oscuro y cadavérico, entró en el Santuario, seguido por el carnerito, el León de Natuba —un bulto a cuatro patas que parecía hacer cabriolas — y las beatas, el rumor continuó, impaciente, al otro lado de la puerta. El carnerito vino a lamer los tobillos de María Quadrado. Las beatas se acuclillaron, pegadas a la pared. El Consejero fue hacia Joáo Grande, quien, arrodillado, miraba el suelo. Parecía temblar de pies a cabeza; hacía quince años que estaba con el Consejero y, sin embargo, seguía convirtiéndose, a su lado, en un ser nulo, casi en una cosa. El santo le tomó la cara con las dos manos y lo obligó a alzar la cabeza. Las pupilas incandescentes se clavaron en los ojos arrasados de llanto del ex esclavo.

—Siempre estás sufriendo, Joáo Grande —murmuró.

—No soy digno de cuidarte —sollozó el negro—. Mándame lo que sea. Si hace falta, mátame. No quiero que te pase nada por mi culpa. He tenido al Perro en el cuerpo, padre, acuérdate.

—Tú formarás la Guardia Católica —repuso el Consejero—. La mandarás. Has sufrido mucho, estás sufriendo ahora. Por eso eres digno. El Padre ha dicho que el justo se lavará las manos en la sangre del pecador. Ahora eres un justo, Joáo Grande. Lo dejó besar su mano y, con la mirada ausente, esperó que el negro se desahogara llorando. Un momento después, seguido por todos ellos, volvió a salir del Santuario para subir a la torre a aconsejar al pueblo de Belo Monte. Confundido con la multitud, Joáo Grande lo oyó rezar y, luego, referir el milagro de la serpiente de bronce que, por orden del Padre, construyó Moisés paja que aquel que la mirara quedase curado de las mordeduras de las cobras que atacaban a los judíos, y lo oyó profetizar una nueva invasión de víboras que vendrían a Belo Monte para exterminar a los creyentes en Dios. Pero, lo oyó decir, quienes conservaran la fe sobrevivirían a las mordeduras. Cuando la gente comenzó a retirarse, estaba sereno. Recordaba que, durante la sequía, hacía años, el Consejero contó por primera vez ese milagro y que eso había operado otro milagro en los sertones amenazados por las cobras. Este recuerdo le dio seguridad. Era otra persona cuando fue a tocar la puerta de Antonio Vilanova. Le abrió Asunción Sardelinha, la mujer de Honorio, y Joáo vio que el comerciante, su mujer y varios hijos y ayudantes de ambos hermanos comían sentados en el mostrador. Le hicieron sitio, le alcanzaron un plato que humeaba y Joáo comió sin saber qué comía, con la sensación de perder tiempo. Apenas escuchó Antonio contarle que Pajeú había preferido llevarse, en vez de pólvora, pitos de madera y ballestas y dardos envenenados, pues pensaba que así hostigaría mejor a los soldados que venían. El negro masticaba y tragaba, desinteresado de todo lo que no fuera su misión.

Terminada la comida, los demás se echaron a dormir, en los cuartos contiguos o en camastros, hamacas y mantas tendidas entre las cajas y estanterías, alrededor de ellos. Entonces, a la luz de un mechero, Joáo y Antonio hablaron. Hablaron mucho, a ratos en voz baja, a ratos subiéndola, a ratos de acuerdo y a ratos con furia. Mientras, el almacén se fue llenando de luciérnagas que chispeaban por los rincones. Antonio, a veces, abría uno de los grandes libros de caja en que anotaba la llegada de los romeros, las defunciones y los nacimientos, y mencionaba algunos nombres. Pero todavía no dejó Joáo que el comerciante descansara. Desarrugando un papel que había conservado entre sus dedos, se lo alcanzó y se lo hizo leer, varias veces, hasta memorizarlo. Cuando se hundía en el sueño, tan fatigado que ni siquiera se había quitado las botas, Antonio Vilanova escuchó al ex esclavo, tumbado en un hueco libre bajo el mostrador, repitiendo el juramento concebido por el Beatito para la Guardia Católica.

A la mañana siguiente, los hijos y ayudantes de los Vilanova se desparramaron por Belo Monte pregonando, donde se topaban con un corro, que quienes no temieran dar la vida por el Consejero podían ser aspirantes a la Guardia Católica. Pronto, los candidatos se aglomeraban frente a la antigua casa–hacienda y obstruían Campo Grande, la única calle recta de Canudos. Joáo Grande y Antonio Vilanova recibían a cada uno sentados en un cajón de mercancías y el comerciante verificaba quién era y cuánto tiempo llevaba en la ciudad. Joáo le preguntaba si aceptaría hacer prenda de lo que tenía, abandonar a su familia como lo hicieron los apóstoles por Cristo y someterse a un bautismo de resistencia. Todos asentían, con fervor.

Fueron preferidos los que habían peleado en Uauá y en el Cambaio y, eliminados, los incapaces de limpiar el alma de un fusil, cargar una espingarda o enfriar una escopeta recalentada. También, los muy viejos y los muy jóvenes y los que tenían alguna incapacidad para pelear, como los alunados y las mujeres encinta. Nadie que hubiera sido pistero de volantes o recolector de impuestos o empleado del censo fue aceptado. Cada cierto tiempo, a los escogidos, Joáo Grande los llevaba a un descampado y hacía que lo atacaran como a un enemigo. Los que dudaban eran descartados. A los otros, los hacía agredirse y revolcarse para medir su bravura. Al anochecer, la Guardia Católica tenía dieciocho miembros, uno de los cuales era una mujer de la banda de Pedráo. Joáo Grande les tomó el juramento en el almacén, antes de decirles que fueran a sus casas a despedirse pues a partir de mañana ya no tendrían otra obligación que proteger al Consejero.

El segundo día, la selección fue más rápida, pues los elegidos ayudaban a Joáo a hacer pasar las pruebas a los aspirantes y ponían orden en el tumulto que todo esto concitaba. Las Sardelinhas, entretanto, se las ingeniaron para conseguir trapos azules, que los elegidos llevarían como brazaletes o en la cabeza. El segundo día, Joáo juramentó a treinta más, el tercero a cincuenta y al terminar la semana contaba con cerca de cuatrocientos miembros. Veinticinco eran mujeres que sabían disparar, preparar explosivos y manejar la faca y aun el machete.

Un domingo más tarde, la Guardia Católica recorrió en procesión las calles de Canudos, entre una doble valla de gentes que los aplaudían y los envidiaban. La procesión comenzó al mediodía y, como en las grandes celebraciones, se pasearon en ella las imágenes de la Iglesia de San Antonio y del Templo en construcción, los vecinos sacaron las que tenían en sus casas, se reventaron cohetes y el aire se llenó de incienso y rezos. Al anochecer, en el Templo del Buen Jesús, todavía sin techar, bajo un cielo saturado de estrellas tempraneras que parecían haber salido para atisbar el regocijo, los miembros de la Guardia Católica repitieron en coro el juramento del Beatito.

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