Array Array - La guerra del fin del mundo
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—Sólo puede tragar cosas blandas —explicó Jurema a los hombres—. Ha estado enfermo.
—Es extranjero —añadió el Enano—. Habla lenguas.
—Así sólo me miran mis enemigos —dijo el jefe, con rudeza—. Quítame los ojos, que me molestan.
Porque ni siquiera mientras vomitaba había dejado Gall de examinarlo. Todos se volvieron hacia él. Galileo, siempre observándolo, dio unos pasos hasta ponerse al alcance de Barbadura.
—Sólo me interesa tu cabeza —dijo, muy despacio—. Déjame tocártela. El bandido se llevó la mano a la faca, como si fuera a atacarlo. Gall lo tranquilizó sonriéndole. —Deja que te toque —gruñó la Barbuda—. Te dirá tus secretos. El bandido examinó a Gall con curiosidad. Tenía un pedazo en la boca pero no masticaba. —¿Eres sabio? —preguntó, la crueldad de sus ojos súbitamente evaporada.
Gall volvió a sonreírle y dio un paso más, hasta rozarlo. Era más alto que el cangaceiro, cuya cabeza hirsuta apenas le pasaba el hombro. Cirqueros y bandidos miraban, intrigados. Barbadura, siempre con la mano en la faca, parecía intranquilo y a la vez curioso. Galileo elevó las dos manos, las posó sobre la cabeza de Barbadura y comenzó a palparla.
—En una época quise ser sabio —deletreó, mientras sus dedos se movían despacio, apartando las matas de pelo, explorando con arte el cuero cabelludo—. La policía no me dio tiempo.
—¿Las volantes? —entendió Barbadura.
—En eso nos parecemos —dijo Gall—. Tenemos el mismo enemigo. Los ojitos de Barbadura se llenaron súbitamente de zozobra; parecía acosado, sin escapatoria. — Quiero saber la forma de mi muerte —susurró, violentándose a sí mismo. Los dedos de Gall escarbaban la pelambrera del cangaceiro, deteniéndose, sobre todo, encima y detrás de las orejas. Estaba muy serio, con la mirada enfebrecida de sus momentos de euforia. La ciencia no se equivocaba: el órgano de la Acometividad, el de los propensos a atacar, el de los que gozan peleando, el de los indómitos y los arriesgados, salía al encuentro de sus dedos, rotundo, insolente, en ambos hemisferios. Pero era sobre todo el de la Destructividad, el de los vengativos y los intemperantes y los desalmados, el que crea a los grandes sanguinarios cuando no lo contrarrestan los poderes morales e intelectuales, el que sobresalía anormalmente: dos hinchazones duras, fogosas, encima de las orejas. «El hombre–predador», pensó. —¿No has oído? —rugió Barbadura, apartándose con un movimiento brusco que lo hizo trastabillar—. ¿Cómo voy a morir? Gall meneó la cabeza, disculpándose: —No sé —dijo—. No está escrito en tus huesos.
Los hombres de la partida se dispersaron, volvieron a las brasas en busca de comida. Pero los cirqueros se quedaron junto a Gall y Barbadura, que estaba pensativo. —No tengo miedo a nada —dijo, de manera grave—. Cuando estoy despierto. En las noches, es distinto. Veo a mi esqueleto, a veces. Como esperándome, ¿te das cuenta? Hizo un gesto de desagrado, se pasó la mano por la boca, escupió. Se lo notaba turbado y todos permanecieron un rato en silencio, escuchando zumbar a las moscas, las avispas y los moscardones sobre los restos del burro.
—No es un sueño reciente —añadió el bandolero—. Lo soñaba de niño, en el Cariri, mucho antes de venir a Bahía. Y, también, cuando andaba con Pajeú. A veces pasan años sin que sueñe. Y, de repente, otra vez, todas las noches.
—¿Pajeú? —dijo Gall, mirando a Barbadura con ansiedad—. ¿El de la cicatriz? ¿El que…?
—Pajeú —asintió el cangaceiro—. Estuve cinco años con él, sin que tuviéramos una discusión. Era el mejor peleando. Lo rozó el ángel y se convirtió. Ahora es elegido de Dios, allá en Canudos.
Se encogió de hombros, como si fuera difícil de entender o no le importara. —¿Has estado en Canudos? —preguntó Gall—. Cuéntame. ¿Qué está pasando? ¿Cómo es?
—Se oyen muchas cosas —dijo Barbadura, escupiendo—. Que mataron a muchos soldados de un tal Febronio. Los colgaron de los árboles. Si no lo entierran, al cadáver se lo lleva el Can, parece.
—¿Están bien armados? —insistió Gall—. ¿Podrán resistir otro ataque? —Podrán —gruñó Barbadura—. No sólo Pajeú está allá. También Joáo Abade, Táramela, Joaquim Macambira y sus hijos, Pedráo. Los cabras más terribles de estas tierras. Se odiaban y se mataban unos a otros. Ahora son hermanos y luchan por el Consejero. Se van a ir al cielo, pese a las maldades que hicieron. El Consejero los perdonó. La Barbuda, el Idiota, el Enano y Jurema se habían sentado en el suelo y escuchaban, embelesados.
—A los romeros, el Consejero les da un beso en la frente —añadió Barbadura—. El Beatito los hace arrodillar y el Consejero los levanta y los besa. Eso es el ósculo de los elegidos. La gente llora de felicidad. Ya eres elegido, sabes que vas a ir al cielo. ¿Qué importa la muerte, después de eso?
—Tú también deberías estar en Canudos —dijo Gall—. Son tus hermanos, también.
Luchan porque el cielo baje a la tierra. Porque desaparezca ese infierno al que tienes tanto miedo.
—No tengo miedo al infierno sino a la muerte —lo corrigió Barbadura, sin enojo—. Mejor dicho, a la pesadilla, al sueño de la muerte. Es diferente, ¿no te das cuenta? Escupió de nuevo, con expresión atormentada. Depronto, se dirigió a Jurema, señalando a Gall.
—¿Nunca sueña con su esqueleto, tu marido? —No es mi marido —replicó Jurema.
Joáo Grande entró a Canudos corriendo, la cabeza aturdida por la responsabilidad que acababan de conferirle y que, cada segundo, le parecía más inmerecida para su pobre persona pecadora que él creyó alguna vez poseída por el Perro (era un temor que volvía, como las estaciones). Había aceptado, no podía dar marcha atrás. En las primeras casas se detuvo, sin saber qué hacer. Tenía la intención de ir donde Antonio Vilanova, para que él le dijera cómo organizar la Guardia Católica. Pero ahora, su corazón atolondrado le hizo saber que en este momento necesitaba, antes que ayuda práctica, socorro espiritual. Era el atardecer; pronto el Consejero subiría a la torre; si se daba prisa tal vez lo alcanzaría en el Santuario. Echó a correr, nuevamente, por tortuosas callecitas apretadas de hombres, mujeres y niños que abandonaban casas, chozas, cuevas, agujeros y fluían, igual que cada tarde, hacia el Templo del Buen Jesús, para escuchar los consejos. Al pasar frente al almacén de los Vilanova, vio que Pajeú y una veintena de hombres, pertrechados para un largo viaje, se despedían de grupos de familiares. Le costó trabajo abrirse paso entre la masa que desbordaba el descampado adyacente a las iglesias. Oscurecía y, aquí y allá, titilaban ya lamparines.
El Consejero no estaba en el Santuario. Había ido a despedir al Padre Joaquim hasta la salida a Cumbe y, después, el carnerito blanco sujeto en una mano y en la otra el cayado de pastor, visitaba las Casas de Salud, confortando a enfermos y ancianos. Debido a la muchedumbre que permanecía soldada a él, estos recorridos del Consejero por Belo Monte eran cada día más difíciles. Lo acompañaban esta vez el León de Natuba y las beatas del Coro Sagrado, pero el Beatito y María Quadrado estaban en el Santuario. —No soy digno, Beatito —dijo el ex esclavo, ahogándose, desde la puerta—. Alabado sea el Buen Jesús.
—He preparado un juramento para la Guardia Católica —repuso el Beatito, dulcemente—. Más profundo que el que hacen los que vienen a salvarse. El León lo ha escrito. —Le alcanzó un papel, que desapareció en las manazas oscuras—. Lo aprenderás de memoria y a cada uno que escojas se lo harás jurar. Cuando la Guardia Católica esté formada, jurarán todos en el templo y haremos procesión. María Quadrado, que había estado en un rincón del cuarto, vino hacia ellos con un trapo y un recipiente de agua.
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