Array Array - La guerra del fin del mundo

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El doctor Souza Ferreiro iba impregnando los vasos con alcohol y se los alcanzaba a la Baronesa Estela, quien se había colocado un pañuelo como una toca. Ella encendía el vaso y lo aplicaba con destreza sobre la espalda del Coronel. Éste se mantenía tan quieto que las sábanas apenas lucían arrugas. ' —Aquí en Calumbí he tenido que hacer de médico y de partera muchas veces —decía la voz cantarína, dirigiéndose tal vez al Doctor, tal vez al enfermo—. Pero, la verdad, años que no ponía ventosas. ¿Lo hago sufrir mucho, Coronel?

—En absoluto, señora. —Moreira César hacía esfuerzos por disimular su incomodidad, pero no lo lograba—. Le ruego que acepte mis excusas y se las transmita a su esposo, por esta invasión. No fue idea mía.

—Estamos encantados con su visita. —La Baronesa había terminado de aplicar las ventosas y acomodaba las almohadas—. Tenía muchas ganas de conocer a un héroe de carne y hueso. Bueno, desde luego, hubiera preferido que no fuera una enfermedad lo que lo trajera a Calumbí…

Su voz era amable, encantadora, superficial. Junto a la cama, había una mesa con jarras y lavadores de porcelana con pinturas de pavos reales, vendas, algodones, bocal con sanguijuelas, vasos para las ventosas y muchos pomos. En la habitación fresca, limpia, de cortinas blancas, entraba el amanecer. Sebastiana, la mucama de la Baronesa, permanecía junto a la puerta, inmóvil. El Doctor Souza Ferreiro examinó la espalda del enfermo, erupcionada de vasos de cristal, con unos ojos que delataban la mala noche. —Bueno, ahora esperar media hora para el baño y las fricciones. No me negará que se siente mejor, Excelencia: le han vuelto los colores.

—El baño está preparado y yo estaré allí, para lo que necesiten —dijo Sebastiana. —Yo también estoy a sus órdenes —encadenó la Baronesa—. Ahora los dejo. Ah, me olvidaba. Le he pedido permiso al Doctor para que tome el té con nosotros, Coronel. Mi esposo quiere saludarlo. Usted también está invitado, Doctor. Y el Capitán de Castro, y ese joven tan original, ¿cómo se llama?

El Coronel intentó sonreírle, pero apenas la esposa del Barón de Cañabrava hubo traspuesto el umbral, seguida por Sebastiana, fulminó al médico. —Debería fusilarlo por meterme en esta trampa.

—Si le da un colerón, lo sangraré y tendrá que guardar cama un día más. —El Doctor Souza Ferreiro se dejó caer en una mecedora, borracho de fatiga—. Y ahora déjeme descansar a mí también, una media hora. No se mueva, por favor. A la media hora exacta, abrió los ojos, se los restregó y comenzó a quitarle las ventosas. Los vasos se desprendían fácilmente y quedaba un círculo cárdeno donde habían estado apoyados. El Coronel permanecía boca abajo, con la cabeza hundida sobre los brazos cruzados y apenas despegó los labios cuando el Capitán Olimpio de Castro entró a darle noticias de la Columna. Souza Ferreiro acompañó a Moreira César al cuarto de baño, donde Sebastiana había preparado todo según sus instrucciones. El Coronel se desnudó —a diferencia de su tez y brazos bruñidos su cuerpecillo era muy blanco—, entró a la bañera sin hacer un gesto y permaneció en ella largo rato, apretando los dientes. Luego, el Doctor lo frotó vigorosamente con alcohol y emplasto de mostaza y le hizo inhalar humo de hierbas que hervían en un brasero. La curación transcurrió en silencio, pero, al terminar las inhalaciones, el Coronel, para relajar la atmósfera, murmuró que tenía la sensación de estar sometido a prácticas de brujería. Souza Ferreiro comentó que las fronteras entre ciencia y magia eran indiferenciables. Habían hecho las paces. En la habitación los esperaba una bandeja con frutas, leche fresca, panes, mermelada y café. Moreira César comió sin apetito y se quedó dormido. Cuando despertó, era mediodía y estaba a su lado el periodista del Jornal de Noticias con un juego de naipes, proponiéndole enseñarle el tresillo, que estaba de moda entre los bohemios de Bahía. Estuvieron jugando sin cambiar palabra hasta que Zouza Ferreiro, lavado y rasurado, vino a decir al Coronel que podía levantarse. Al entrar éste a la sala, para tomar el té con los dueños de casa, estaban allí el Barón y su esposa, el Doctor, el Capitán de Castro y el periodista, el único que no se había aseado desde la víspera.

El Barón de Cañabrava vino a estrechar la mano del Coronel. En la amplia habitación de baldosas rojas y blancas, había muebles de Jacaranda y las sillas de paja y madera llamadas «austríacas», mesitas con lámparas de kerosene, fotos, vitrinas con cristalería y porcelana y mariposas clavadas en cajas de terciopelo. En las paredes, acuarelas campestres. El Barón se interesó por la salud de su huésped y ambos cambiaron civilidades; pero el hacendado jugaba ese juego mejor que el oficial. Por las ventanas, abiertas sobre el crepúsculo, se veían las columnas de piedra de la entrada, un pozo de agua, y a los costados del terraplén del frente, con tamarindos y palmeras imperiales, lo que había sido la senzala de los esclavos y eran ahora las viviendas de los trabajadores. Sebastiana y una sirvienta de mandil a cuadros disponían las teteras, las tazas, pastas y galletas. La Baronesa explicaba al Doctor, al periodista y a Olimpio de Castro lo difícil que había sido, a lo largo de años, acarrear hasta Calumbí los materiales y objetos de esta casa y el Barón, mostrando a Moreira César un herbario, le decía que de joven soñaba con la ciencia y pasar su vida en laboratorios y anfiteatros. Pero el hombre propone y Dios dispone; al final, se había consagrado a la agricultura, la diplomacia y la política, cosas que no le interesaron jamás de muchacho. ¿Y el Coronel? ¿Siempre había querido ser militar? Sí, él ambicionó la carrera de las armas desde que tuvo uso de razón, y acaso antes, allá en el poblado paulista donde nació: Pindamonhangaba. El periodista se separó del otro grupo y estaba ahora junto a ellos, escuchándolos con impudicia. —Fue una sorpresa ver llegar a este joven con usted —sonrió el Barón, señalando al miope—. ¿Le ha contado que trabajó para mí, antes? En ese tiempo admiraba a Víctor Hugo y quería ser dramaturgo. Hablaba muy mal del periodismo, entonces. —Todavía lo hago —dijo la vocecita antipática.

— ¡Puras mentiras! —exclamó el Barón—. En realidad, su vocación es la chismografía, la infidencia, la calumnia, el ataque artero. Era mi protegido y cuando se pasó al periódico de mi adversario, se convirtió en el más vil de mis críticos. Cuídese, Coronel. Es peligroso.

El periodista miope estaba radiante, como si hubieran hecho su elogio. —Todos los intelectuales son peligrosos —asintió Moreira César—. Débiles, sentimentales y capaces de usar las mejores ideas para justificar las peores bribonadas. El país los necesita, pero debe manejarlos como a animales que hacen extraños. El periodista miope se echó a reír con tanta felicidad que la Baronesa, el Doctor y Olimpio de Castro lo miraron. Sebastiana servía el té. El Barón cogió del brazo a Moreira César y lo llevó hacia un armario:

—Tengo para usted un regalo. Es una costumbre del sertón: ofrecer un presente a quien se hospeda. —Sacó una polvorienta botella de Brandy y le mostró la etiqueta, con un guiño —: Ya sé que usted quiere extirpar toda influencia europea del Brasil, pero supongo que su odio no incluye también al Brandy.

Apenas se sentaron, la Baronesa alcanzó una taza de té al Coronel y le echó dos terrones de azúcar.

—Mis fusiles son franceses y mis cañones alemanes —dijo Moreira César, tan en serio que los otros interrumpieron su charla—. No odio a Europa y tampoco el Brandy. Pero como no bebo alcohol, no vale la pena que desperdicie un regalo así en alguien que no puede apreciarlo.

—Guárdelo de recuerdo, entonces —intervino la Baronesa.

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