Array Array - La guerra del fin del mundo

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Nadie durmió esa noche en Canudos. Unos rezando, otros aprestándose, todos permanecieron de pie, mientras manos diligentes clavaban la cruz y cosían la bandera. Estuvieron listas antes del amanecer. La cruz medía tres varas por dos de ancho y la bandera eran cuatro sábanas unidas en las que el Beatito pintó una paloma blanca, con las alas abiertas, y el León de Natuba escribió, con su preciosa caligrafía, una jaculatoria. Salvo un puñado de personas designadas por Antonio Vilanova para permanecer en Canudos, a fin de que no se interrumpiera la construcción del Templo (se trabajaba día y noche, salvo los domingos), todo el resto de la población partió, con las primeras luces, en dirección a Bendengó y Joazeiro, parar probar a los adalides del mal que el bien todavía tenía defensores en la tierra. El Consejero no los vio partir, pues estaba rezando por ellos en la iglesia de San Antonio.

Debieron andar diez leguas para encontrar a los soldados. Las anduvieron cantando, rezando y vitoreando a Dios y al Consejero. Descansaron una sola vez, luego de pasar el monte Cambaio. Los que sentían una urgencia, salían de las torcidas filas a escabullirse detrás de un roquedal y luego alcanzaban a los demás a la carrera. Recorrer ese terreno llano y reseco les tomó un día y una noche sin que nadie pidiera otro alto para descansar. No tenían plan de batalla. Los raros viajeros se asombraban de saber que iban a la guerra. Parecían una multitud festiva; algunos se habían puesto sus trajes de feria. Tenían armas y lanzaban mueras al Diablo y a la República, pero aun en esos momentos el regocijo de sus caras amortiguaba el odio de sus gritos. La cruz y la bandera abrían la marcha, cargada la primera por el ex–bandido Pedráo y la segunda por el ex–esclavo Joáo Grande, y detrás de ellos María Quadrado y Alejandrinha Correa llevaban la urna con la imagen del Buen Jesús pintada en tela por el Beatito, y, atrás, dentro de una polvareda, apelotonados, difusos, venían los elegidos. Muchos acompañaban las letanías soplando los canutos que antaño servían de cachimbas y que los pastores horadaban para silbar a los rebaños.

En el curso de la marcha, imperceptiblemente, obedeciendo a una convocatoria de la sangre, la columna se fue reordenando, se fueron agrupando las viejas pandillas, los habitantes de un mismo caserío, los de un barrio, los miembros de una familia, como si, a medida que se acercaba la hora, cada cual necesitara la presencia contigua de lo conocido y probado en otras horas decisivas. Los que habían matado se fueron adelantando y ahora, mientras se acercaban a ese pueblo llamado Uauá por las luciérnagas que lo alumbran de noche, Joáo Abade, Pajeú, Táramela, José Venancio, los Macambira y otros alzados y prófugos rodeaban la cruz y la bandera, a la cabeza de la procesión o ejército, sabiendo, sin que nadie se los hubiera dicho, que ellos por su veteranía y sus pecados eran los llamados a dar el ejemplo a la hora de la embestida. Pasada la medianoche, un aparcero les salió al encuentro para advertirles que en Uauá acampaban los ciento cuatro soldados, llegados de Joazeiro la víspera. Un extraño grito de guerra —¡Viva el Consejero!, ¡Viva el Buen Jesús! — conmovió a los elegidos, que, azuzados por el júbilo, apresuraron el paso. Al amanecer avistaban Uauá, puñado de casitas que era el alto obligatorio de los troperos que iban de Monte Santo a Curacá. Empezaron a entonar letanías a San Juan Bautista, patrono del pueblo. La columna se apareció de pronto a los soñolientos soldados que hacían de centinelas a orillas de una laguna, en las afueras. Luego de mirar unos segundos, incrédulos, echaron a correr. Rezando, cantando, soplando los canutos, los elegidos entraron a Uauá, sacando del sueño para arrojar a una realidad de pesadilla al centenar de soldados que habían tardado doce días en llegar hasta allá y no entendían esos rezos que los despertaban. Eran los únicos pobladores de Uauá, todos los vecinos habían huido durante la noche y estaban ahora, entre los cruzados, dando vueltas a los tamarindos de la Plaza, viendo asomar las caras de los soldados en las puertas y ventanas, midiendo su sorpresa, sus dudas entre disparar o correr o volver a sus hamacas y camastros a dormir. Una voz de mando rugiente, que quebró el cocorocó de un gallo, desató el tiroteo. Los soldados disparaban apoyando los fusiles en los tabiques de los ranchos y comenzaron a caer, bañados en sangre, los elegidos. La columna se fue deshaciendo, grupos intrépidos se abalanzaban, detrás de Joáo Abade, de José Venancio, de Pajeú, a asaltar las viviendas y otros corrían a escudarse en los ángulos muertos o a ovillarse entre los tamarindos mientras los demás seguían desfilando. También los elegidos disparaban. Es decir, los que tenían carabinas y trabucos y los que conseguían cargar de pólvora las espingardas y divisar un blanco en la polvareda. Ni la cruz ni la bandera, en las varias horas de lucha y confusión, dejaron de estar erecta la una y danzante la otra, en medio de una isla de cruzados que, aunque acribillada, subsistió, compacta, fiel, en torno a esos emblemas en los que, más tarde, todos verían el secreto de la victoria. Porque ni Pedráo, ni Joáo Grande, ni la Madre de los Hombres, que llevaba la urna con la cara del Hijo, murieron en la refriega.

La victoria no fue rápida. Hubo muchos mártires es esas horas ruidosas. A las carreras y a los disparos sucedían paréntesis de inmovilidad y silencio que, un momento después, eran de nuevo violentados. Pero antes de media mañana los hombres del Consejero supieron que habían vencido, cuando vieron unas figurillas desaladas, a medio vestir, que, por orden de sus jefes o porque el miedo los había vencido antes que los yagunzos, escapaban a campo traviesa, abandonando armas, guerreras, polainas, botines, morrales. Les dispararon, sabiendo que no los alcanzarían, pero a nadie se le ocurrió perseguirlos. Poco después huían los otros soldados y, al escapar, algunos caían en los nidos de yagunzos que se habían formado en las esquinas, donde eran ultimados a palazos y cuchilladas en un santiamén. Morían oyéndose llamar canes, diablos, y pronosticar que sus almas se condenarían al mismo tiempo que sus cuerpos se pudrían.

Permanecieron algunas horas en Uauá, luego de la victoria. La mayoría, adormecidos, apoyados unos en otros reponiéndose de la fatiga de la marcha y de la tensión de la pelea. Algunos, por iniciativa de Joáo Abade, registraban las casas en busca de los fusiles, municiones, bayonetas y cartucheras abandonados por los soldados. María Quadrado, Alejandrinha Correa y Gertrudis, una vendedora de Terehinha que había recibido una bala en el brazo y seguía igual de activa, iban envolviendo en hamacas los cadáveres de los yagunzos para llevárselos a enterrar a Canudos. Las curanderas, los yerbateros, las comadronas, los hueseros, los espíritus serviciales rodeaban a los heridos, limpiándoles la sangre, vendándolos o, simplemente, ofreciéndoles oraciones y conjuros contra el dolor.

Cargando sus muertos y heridos y siguiendo el cauce del Vassa Barris, esta vez menos de prisa, los elegidos desanduvieron las diez leguas. Ingresaron día y medio después en Canudos, dando vivas al Consejero, aplaudidos, abrazados y sonreídos por los que se quedaron trabajando en el Templo. El Consejero, que había permanecido sin comer ni beber desde su partida, dio los consejos esa tarde desde un andamio de las torres del Templo. Rezó por los muertos, agradeció al Buen Jesús y al Bautista la victoria, y habló de cómo el mal echó raíces en la tierra. Antes del tiempo, todo lo ocupaba Dios y el espacio no existía. Para crear el mundo, el Padre había debido retirarse en sí mismo a fin de hacer un vacío y la ausencia de Dios causó el espacio donde surgieron, en siete días, los astros, la luz, las aguas, las plantas, los animales y el hombre. Pero al crearse la tierra mediante la privación de la divina sustancia se habían creado, también, las condiciones propicias para que lo más opuesto al Padre, es decir el pecado, tuviera una patria. Así, el mundo nació maldito, como tierra del Diablo. Pero el Padre se apiadó de los hombres y envió a su Hijo a reconquistar para Dios ese espacio terrenal donde estaba entronizado el Demonio.

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