Array Array - La guerra del fin del mundo
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Los Vilanova permanecieron pensativos, mucho rato después de que los peregrinos hubieron partido, sentados junto a una fogata que espantaba a los insectos. «¿Era un loco, compadre?», dijo Honorio. «He visto muchos locos en mis viajes y éste parecía algo más que un loco», dijo Antonio.
Cuando volvió el agua, después de dos años de sequía y calamidades, los Vilanova estaban instalados en Caatinga do Moura, un caserío cerca del cual había una salina que Antonio comenzó a explotar. Todo el resto de la familia —las Sardelinhas y los dos niños
— había sobrevivido, pero el hijo de Antonio y Antonia, luego de unas légañas que lo tuvieron frotándose los ojos muchos días, había ido perdiendo la vista y ahora diferenciaba el día y la noche, pero no las caras de las personas ni la naturaleza de las cosas. La salina resultó un buen negocio. Honorio, las Sardelinhas y los niños se pasaban el día secando la sal y preparando las bolsas que Antonio salía a vender. Se había fabricado una carreta e iba armado con una escopeta de dos cañones, en previsión de asaltos.
Permanecieron en Caatinga do Moura cerca de tres años. Con las lluvias, los moradores retornaron a trabajar la tierra y los vaqueros a cuidar las diezmadas ganaderías y todo esto significó, para Antonio, el retorno de la prosperidad. Además de la salina, pronto tuvo un almacén y comenzó a comerciar en caballerías, que compraba y vendía con buen margen de ganancia. Cuando las lluvias diluviales de ese diciembre —decisivo en su vida
— convirtieron el arroyo que cruzaba el pueblo en un torrente que se llevó las cabañas y ahogó aves y chivos e inundó la salina y en una noche la enterró bajo un mar de lodo, Antonio se encontraba en la Feria de Nordestina, adonde había ido con un cargamento de sal y la intención de comprar mulas.
Volvió una semana más tarde. Las aguas habían comenzado a bajar. Honorio, las Sardelinhas y la media docena de peones que ahora trabajaban para ellos estaban desconsolados, pero Antonio tomó la nueva catástrofe con calma. Revisó lo que se había salvado, hizo cálculos en un cuadernillo y les levantó el ánimo diciéndoles que quedaban abundantes deudas por cobrar y que él, como los gatos, tenía muchas vidas para sentirse derrotado por una inundación.
Pero esa noche no pegó los ojos. Estaban alojados en casa de un morador amigo, en la loma donde se habían refugiado todos los vecinos. Su mujer lo sintió moverse en la hamaca y la luz de la luna le mostró la cara de su marido comida por la preocupación. A la mañana siguiente, Antonio les comunicó que debían alistarse pues abandonaban Caatinga do Moura. Fue tan categórico que ni su hermano ni las mujeres se atrevieron a preguntarle por qué. Luego de rematar lo que no podían llevarse, se lanzaron una vez más, con la carreta cubierta de bultos, a la incertidumbre de los caminos. Uno de esos días, le oyeron a Antonio algo que los confundió. «Ha sido el tercer aviso —murmuró, con una sombra en el fondo de las claras pupilas—. Esa inundación nos la han mandado para que hagamos algo que no sé qué es.» Honorio, como avergonzado, preguntó: «¿Un aviso de Dios, compadre?». «Pudiera ser del Diablo», dijo Antonio.
Estuvieron dando tumbos, una semana aquí, un mes allá, y cada vez que la familia creía que arraigarían en un lugar, Antonio, impulsivamente, decidía partir. Esa búsqueda de algo o alguien tan incierto los desasosegaba pero ninguno protestó por las continuas mudanzas.
Por fin, después de casi ocho meses recorriendo los sertones, terminaron instalándose en una hacienda del Barón de Cañabrava, abandonada desde la sequía. El Barón se había llevado sus ganados y quedaban unas cuantas familias, diseminadas por los alrededores, cultivando pequeños lotes a orillas del Vassa Barris y llevando a pastar sus cabras a la Sierra de Cañabrava, siempre verde. Por su escasa población y por estar cercado de montes, Canudos parecía el lugar menos indicado para un comerciante. Sin embargo, apenas ocuparon la vieja casa del administrador, que estaba en ruinas, Antonio pareció librarse de un peso. De inmediato se puso a inventar negocios y a organizar la vida de la familia, con los antiguos bríos. Y un año después, gracias a su empeño, el almacén de los Vilanova compraba y vendía mercancías a diez leguas a la redonda. Antonio viajaba otra vez constantemente.
Pero el día en que los peregrinos aparecieron en las laderas del Cambaio y entraron por la única calle de Canudos cantando alabanzas al Buen Jesús con toda la fuerza de sus pulmones, se hallaba en casa. Desde la baranda de la antigua administración, convertida en vivienda–almacén, vio acercarse a esos seres fervientes. Su hermano, su mujer, su cuñada advirtieron que palidecía cuando el hombre de morado, que encabezaba la procesión, avanzó hacia él. Reconocieron los ojos incandescentes, la voz cavernosa, la flacura. «¿Ya aprendiste a sumar?», dijo el santo, con una sonrisa, estirando la mano al mercader. Antonio Vilanova cayó de rodillas para besar los dedos del recién venido.
En mi carta anterior os hablé, compañeros, de una rebelión popular en el interior del Brasil, de la que tuve noticia a través de un testigo prejuiciado (un capuchino). Hoy puedo comunicaros un testimonio mejor sobre Canudos, el de un hombre venido de la revuelta, que recorre las regiones sin duda con la misión de reclutar prosélitos. Puedo, también, deciros algo emulsionante: hubo un choque armado y los yagunzos derrotaron a cien soldados que pretendían llegar a Canudos. ¿No se confirman los indicios revolucionarios? En cierto modo sí, pero de manera relativa, a juzgar por este hombre, que da una impresión contradictoria de estos hermanos: intuiciones certeras y acciones correctas se mezclan en ellos con supersticiones inverosímiles.
Escribo desde un pueblo cuyo nombre no debéis saber, una tierra donde las servidumbres morales y físicas de las mujeres son extremas, pues las oprimen el patrón, el padre, los hermanos y el marido. Aquí, el terrateniente escoge las esposas de sus allegados y las mujeres son golpeadas en plena calle por padres irascibles o maridos borrachos, ante la indiferencia general. Un motivo de reflexión, compañeros: asegurarse que la revolución no sólo suprima la explotación del hombre por el hombre, sino, también, la de la mujer por el hombre y establezca, a la vez que la igualdad de clases, la de sexos.
Supe que el emisario de Canudos había llegado a este lugar por un guía que es también tigrero, o cazador de sucuaranas (bellos oficios: explorar el mundo y acabar con los predadores del rebaño), gracias al cual conseguí, también, verlo. La entrevista tuvo lugar en una curtiembre, entre cueros que se secaban al sol y unos niños que jugaban con lagartijas. Mi corazón latió con fuerza al ver al hombre: bajo y macizo, con esa palidez entre amarilla y gris que viene a los mestizos de sus ancestros indios, y una cicatriz en la cara que me reveló, a simple vista, su pasado de capanga, de bandido o de criminal (en todo caso, de víctima, pues, como explicó Bakunin, la sociedad prepara los crímenes y los criminales son sólo los instrumentos para ejecutarlos). Vestía de cuero —así lo hacen los vaqueros para cabalgar por la espinosa campiña—, llevaba el sombrero puesto y una escopeta. Sus ojos eran hundidos y cazurros y sus maneras oblicuas, evasivas, lo que es aquí frecuente. No quiso que habláramos a solas. Tuvimos que hacerlo delante del dueño de la curtiembre y de su familia, que comían en el suelo, sin mirarnos. Le dije que era un revolucionario, que en el mundo había muchos compañeros que aplaudían lo que ellos habían hecho en Canudos, es decir tomar las tierras de un feudal, establecer el amor libre y derrotar a una tropa. No sé si me entendió. La gente del interior no es como la de Bahía, a la que la influencia africana ha dado locuacidad y exuberancia. Aquí las caras son inexpresivas, máscaras cuya función parece ser la de ocultar los sentimientos y los pensamientos.
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